tag:blogger.com,1999:blog-58866157586775423382024-03-14T04:17:36.128+01:00El Forjador de AlmasFernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.comBlogger36125tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-23785763732837012972013-05-27T16:09:00.000+02:002013-05-27T16:12:47.570+02:00Capítulo VIII de El Forjador Almas: Redención.<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><i>Hola de nuevo, después de unos días muy movidos en lo personal (me he mudado y trasladado a una nueva ciudad), por fin he retomado la escritura de Redención. Espero no tener más contratiempos antes de finalizarlo. </i></span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><i>En cuanto al capítulo propiamente dicho, me he pensado mucho si incluirlo o no. Según me comentéis ya veré qué hago. Introduzco un par de personajes nuevos, uno de ellos femenino (que más de uno me ha regañado por la escasez de féminas) de esos odiosos, la pérfida Lilendra. </i></span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><i>Es todo de momento, aquí lo tenéis. </i></span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><br></span>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">CAPÍTULO VIII</span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">EL SERVIDOR DE LOS LACAYOS</span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><br></span>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">El dignator entró en las mazmorras con paso firme. Como cada vez que se adentraba en aquel mundo frío y oscuro, iba solo. El asunto que lo impelía bajar a aquel lugar de soledad y dolor era sólo de su incumbencia. Sus botas de cuero negro y remaches en plata repiquetearon sobre la fría piedra, delatando su presencia y evitando cualquier intento de discreción. Algún que otro preso se apresuró a acercarse al pequeño ventanuco que hacía de nexo entre su celda y el mundo exterior, suplicando perdón, insultando o por simple curiosidad. Todos sin excepción enmudecieron al verlo, retirándose de inmediato al rincón más tenebroso de sus calabozos. </span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"> El dignator apresuró el paso, deseando acabar cuanto antes con aquello. Demasiadas veces en el pasado lo había intentado, siempre con el mismo resultado. Esta vez, no obstante, sería diferente. Aquella desdichada situación se había prolongado demasiado. Estaba decidido a enfrentar sus demonios de una vez por todas. Pese a estar en boca de todos sus siervos los motivos que lo impulsaban a visitar aquella parte del castillo, él se resistía a aceptar que su debilidad fuese de dominio público. Nadie osaría sacarle el tema, y, sin la confirmación que eso supondría, prefería mantener la ilusión de su secreto. Su dignidad estaba pues, precariamente a salvo, tras un velo de ignorancia. Siempre que reunía el coraje para bajar allí, creía que podría enfrentarse al prisionero, que reuniría el valor necesario para obtener las respuestas que necesitaba. </span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Y cada vez fracasaba. </span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>En esta ocasión, su determinación se vino abajo incluso antes de torcer por el pasillo que desembocaba en su celda, la más alejada y profunda. El desdichado estaba cantando una vieja canción de taberna, y sus estrofas llegaron hasta él llevadas por la reverberación de los angostos pasillos. Hacía años que no oía su voz, quebrada y ronca tras media vida de cautiverio, apenas un susurro sin fuerza. No se trataba de una canción alegre, sino del tarareo de un demente, el entretenimiento de un condenado que tiene que lidiar con una soledad constante. El dignator apretó los puños lleno de impotencia. Temía encarar al más miserable de los hombres, al prisionero más antiguo que habían engullido las sombras de aquel inframundo. Llevaba toda su vida postergando la decisión que saldría de aquella entrevista, pues temía enfrentarse a la verdad. </span><br>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"> </span><br>
<a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/05/capitulo-viii.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-62423409114918883572013-03-29T21:46:00.001+01:002013-03-31T15:35:16.064+02:00Capítulo VII de El Forjador de Almas: Redención. V. 2<br>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>Continuación directa del capítulo anterior, llegan las consecuencias de la carta de Brodim y el hallazgo de los misteriosos poderes de Yuddai. </i></span><i style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Espero que os guste. Un saludo.</i><br>
<i style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></i>
<i style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aprovecho la ocasión para hacer una aclaración. Como bien sabéis, estos capítulos que estoy colgando son tan sólo un borrador. A veces, por tanto, los reviso y reescribo tras recibir vuestras impresiones. En este capítulo en concreto, he decidido añadir todo un pasaje al principio del mismo. Para poder dejar constancia de esto, añadiré a partir de ahora la coletilla V. X (donde x es la versión de la revisión) en los capítulos en los que el cambio sea lo suficientemente abultado como para merecerlo. Gracias por vuestra dedicación y paciencia. </i></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<br>
<br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CAPÍTULO VII</span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">LA DECISIÓN</span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Vera sintió vibrar el suelo bajo sus pies. Se dirigió al porche de su casa y vio a Zando practicar con Yuddai. Habían pasado tres días desde que la carta de Brodim pusiese patas arriba sus vidas. Tres días en los que Zando había entrenado sin descanso, tratando de dominar los extraños poderes de la espada. Un cráter humeante a escasos metros del granero delataba su falta de éxito. Él se dio cuenta de su presencia y agito un brazo, saludándola. Ella le devolvió el saludo y le indicó con un gesto que continuase. Después, se introdujo nuevamente en la casa. </span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> Tomó un cuchillo del aparador situado junto a la hornilla y se dispuso a trocear el contenido de un bol lleno de verduras frescas. En cuanto sus manos comenzaron la tarea, su mente volvió a rememorar la carta de Brodim. Pese a la urgencia de la petición del regente, Zando y ella no habían tocado el tema más que en un par de ocasiones. En ambas, él había zanjado la conversación afirmando que jamás abandonaría la aldea. La había mirado a los ojos, asegurándole que ni todas las guerras del mundo conseguirían separarlo de ella.</span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"></span></span><br>
</div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/capitulo-vii-de-el-forjador-de-almas.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-44003851994307007002013-03-23T22:24:00.000+01:002013-03-24T14:08:28.722+01:00Capítulo VI de El Forjador de Almas: Redención.<br>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>Finalmente (ha costado seis capítulos), nos reencontramos con el protagonista del primer volumen, Zando. Ha sido un capítulo difícil de escribir para mí. Deseaba contar mucho sin extenderme demasiado, además de resumir parte de los acontecimientos previos sin resultar repetitivo. Además, por los comentarios que me hacéis, queridos lectores, me dabais a entender que el tono de esta segundo volumen era algo oscuro. Espero haberlo solucionado en este capítulo... de momento. </i></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CAPÍTULO VI</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">LA CARTA</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<br></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">La fragua volvía a arder. El fuelle subía y bajaba rítmicamente, avivando lenguas de fuego que lamían el metal, sometiéndolo. Después, el golpeteo del martillo arrancó gritos al acero. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> Zando entró en la herrería de Crod, abierta de nuevo tras meses de abandono. Un joven de brazos musculosos golpeaba con ganas un rectángulo de metal incandescente, tratando, con más fuerza que maña, de moldearlo según sus intenciones. Pronto, su forma tornaría en azada, hacha, o cualquier otro objeto de utilidad. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>—Saludos, joven herrero —gritó Zando para hacerse oír sobre el estrépito—. Venía a preguntaros por mi vieja espada. ¿La habéis reparado ya?</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Vertuco, el herrero, se sintió azorado al oír la demanda de Zando. Soltó a un lado el martillo e introdujo el metal de nuevo en las ascuas. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>—¡Maese Zando! No os esperaba tan pronto —se disculpó—. A decir verdad, sigue aún sin reparar. Disculpad mi retraso —dijo señalando en derredor. El taller rebosaba de herramientas esparcidas por todas partes. Desde la muerte de Crod, el trabajo se había acumulado. En todas las granjas circundantes comenzaban a escasear las herramientas de trabajo, deterioradas por el desgaste.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Precisamente por este motivo, Zando había roto su espada días atrás al usarla como improvisada hacha para cortar leña. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>—En cambio, he terminado con vuestra hacha —continuó Vertuco mientras revolvía en un rincón. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Por lo visto, el sucesor de Crod en la aldea era tan desordenado como el viejo gruñón, pensó Zando.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> —¿Veis? Aquí está, como nueva —dijo el herrero tendiéndole el arma—. Lamento el retraso, pero Roca Veteada ha estado demasiados meses sin forja. El trabajo acumulado es mucho. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="background-color: #f8f8f8; color: #333333; font-family: monospace; font-size: 12px; line-height: 18px; white-space: pre;"></span><br>
</div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/capitulo-vi-de-el-forjador-de-almas.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-63544338715585917862013-03-19T23:49:00.004+01:002013-03-22T17:26:25.750+01:00Capítulo V de El Forjador de Almas: Redención.<br>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>Seguimos con Ognur en su convaleciente viaje por tierras del norte. Para los que me conocéis personalmente, he introducido un sutil homenaje a mi infancia en el capítulo... a ver quién lo descubre. Y en el próximo capítulo, un tal Zando hace acto de presencia. ¡Nos leemos!</i></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CÁPITULO V</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">EL NACIMIENTO DE KELFOS</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<br></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Los días se sucedieron sin que Sileas lograse que Ognur diera su brazo a torcer. Pese a los esfuerzos del trapero, su paciente se negaba a comer. Únicamente cuando el cansancio lo vencía, lograba administrarle algo de agua por la comisura de los labios. Poco a poco, el corpulento corpachón del úmbrico fue transformándose. Su descomunal musculatura se había consumido lentamente, pasando ahora por un hombre fibroso y alto, de complexión fuerte. Su cráneo, en cambio, había aumentado, equiparándose al de un hombre normal. Todo esto había pasado inadvertido ante los ojos de su protagonista, perdido en su deseo de morir, no así de su cuidador, que comenzaba a preguntarse hasta dónde alcanzaban los efectos del hechizo. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>La terca actitud de Ognur, lejos de afectar la determinación de Sileas, no hacía sino avivar aún más sus ganas de sanarlo. Para alguien de vida solitaria en los caminos, la presencia del úmbrico suponía un acontecimiento extraordinario, por no hablar del misterio que lo rodeaba. No, el trapero no iba a dejarlo morir sin presentar batalla. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Una semana después de recuperar la consciencia, pernoctaron bajo las estrellas. Su ruta camino al oeste atravesaba un desierto páramo con escasos árboles, abandonados ya los bosques de Zorla. Era una noche especialmente fría, que amenazaba con una gran helada. Sileas alimentó el fuego y se dirigió hasta la carreta. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>—¿Seguro que no deseas bajar a compartir la cena conmigo? —insistió una vez más—. El fuego arde con fuerza, estarás mejor que aquí. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Ognur no contestó. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>—¡Oh, vamos! ¿Hasta cuando vas a seguir así? Te lo he dicho mil veces, no debes morir, los espíritus de Cawldon están en tu interior por algún motivo. No puedes rendirte ahora. ¿Sabes? He estado pensando en ello. ¿Por qué iba un hechicero a esperar vuestro ataque sin hacer nada por defender a los aldeanos? Los ygartianos nunca hacen nada sin un motivo. Él te hizo esto por algo. Quizá haya una razón elevada que no acertamos a comprender. Hur sabe que no soy un hombre especialmente religioso, pero en momentos como éste deberías confiar tu vida a los dioses.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span><br>
</div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/capitulo-v-de-el-forjador-de-almas.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-5088881886126566772013-03-18T15:31:00.000+01:002013-03-18T15:31:46.475+01:00Capítulo IV de El Forjador de Almas: Redención.<br>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>Y otro capítulo más. Volvemos con nuestro asesino y cruel úmbrico. Pese a dejarlo moribundo, el destino interviene para darle una segunda oportunidad. ¿Querrá aferrarse a la vida o seguirá empeñado en morir? Espero que os esté gustando la historia. Recordaros una vez más que esto es sólo un borrador. Disculpad mi errores y tened paciencia. ¡Gracias!</i></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CAPÍTULO IV</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CONDENADO A VIVIR</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un molesto traqueteo trajo de vuelta a Ognur del oscuro abismo donde se debatía. Su despertar fue amargo, no deseado. Sus ojos se esforzaron inútilmente en enfocar la oscura penumbra que lo rodeaba. Irritado, el úmbrico intentó hablar, pero apenas logró emitir un débil susurro. Tenía la boca seca, con un amargo sabor pegado al paladar. Aún confuso, intentó incorporarse, pero el lacerante dolor de su vientre se lo impidió, logrando, eso sí, arrancarle un gruñido de dolor a su reseca garganta. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Súbitamente, un halo de luz dorada lo cegó.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>—Según parece, mi ilustre paciente ha despertado al fin —dijo una voz. Hablaba la lengua común, con un ligero deje jalonés—. Veo que la luz del atardecer parece molestarte. Te ruego me disculpes, pero nos dirigimos hacia el oeste. Detendré el carromato y te examinaré la herida —añadió el desconocido antes de que el fulgor volviese a desaparecer. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Ognur se sorprendió al ver que había entendido perfectamente una lengua que nunca antes había hablado. Intrigado por su suerte, escrutó las sombras y vio que comenzaba por fin a distinguir las formas que lo rodeaban. Parecía yacer en la parte trasera de un carromato abarrotado de cachivaches. Las paredes rebosaban de improvisados estantes cargados de tarros y cajas precariamente sujetas con cordeles que hacían las veces de topes. A excepción del espacio ocupado por él, el piso de la carreta estaba igualmente saturado de cajones apilados unos sobre otros, de los que emergían los más dispares objetos: desde lo que parecía ser un intrincado visor compuesto de lentes superpuestas, a figuras que representaban animales talladas en maderas nobles. También veía telas y piezas de alfarería. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span></div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/capitulo-iv-de-el-forjador-de-almas.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-12630049266853227622013-03-16T13:41:00.000+01:002013-03-16T13:41:19.209+01:00Ilustración de Honor.<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquí tenéis una nueva ilustración del amigo Anel inspirada en los duelos que componen el final de la primera parte. ¡Espero que os guste!</span><br />
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://3.bp.blogspot.com/-s4InkVheRFU/UURoNb_6OMI/AAAAAAAAAZk/Sbt58Dx1oj0/s1600/ipad1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://3.bp.blogspot.com/-s4InkVheRFU/UURoNb_6OMI/AAAAAAAAAZk/Sbt58Dx1oj0/s1600/ipad1.jpg" height="640" width="342" /></a></div>
<br />Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-37983011318106956642013-03-15T20:35:00.001+01:002013-03-22T17:35:40.400+01:00Capítulo III de El Forjador de Almas: Redención.<br>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Continuación directa del capítulo anterior, con más revelaciones y misterios. Aprovecho la ocasión para comenzar a dar las primeras pinceladas sobre el pasado de Dolmur. A lo largo del tomo, iremos conociendo los detalles de su pasado y nos encontraremos con más de una sorpresa.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<br></div>
<div style="text-align: justify;">
<br></div>
<div style="text-align: justify;">
<br>
<br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CAPÍTULO III</span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">LA MISIÓN DE DOLMUR</span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Pese a estar solos en la sala, Brodim acercó su rostro al de Dolmur antes de empezar con su explicación. La teatralidad del gesto incomodó al joven, que se preguntó qué podía ser tan terrible. </span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> —Hace unos minutos te dije que las tres cuartas partes del ejército hurgiano habían desaparecido tras la fuga de Golo —comenzó—. Debes saber que éste es un hecho del que muy pocos tienen constancia en el Imperio. Si llegase a oídos de los Siete Reinos, estallaría la guerra de inmediato. </span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> —Tenéis mi palabra, no diré nada, pero ¿cómo ha podido pasar algo así? ¿Y cómo demonios lo habéis ocultado? Estamos hablando de cientos de miles de hombres.</span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> —La explicación de cómo ha pasado es muy sencilla, a fin de cuentas. ¿Recuerdas lo que hizo Golo durante los duelos? Fue sustituyendo a los mandos de la rama verde del ejército por formidables guerreros sin formación académica o militar, con el fin de asegurarse la derrota de Zando. </span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> —Lo recuerdo, sí —corroboró Dolmur—. Pese a las protestas, no pudimos impedírselo. Retiró de su puesto a hombres que llevaban toda una vida de leal servicio y puso en su lugar a expertos luchadores. Todo con tal de vencer. </span><br>
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> —Nuestras quejas no sirvieron de nada, porque la potestad de nombrar a los mandos del ejército recae únicamente en la cabeza viva del Imperio Húrgico: el emperador —explicó Brodim—. Pero aquellos no fueron los únicos cambios que Golo realizó. En un alarde de previsión, y temiendo que llegase a pasar lo impensable, sustituyó, no sólo a los tres generales supremos de las otras ramas del ejército, sino a casi todos los altos rangos que servían bajo su mando. Nos consta, asimismo, que cualquier opositor a la causa de Golo fue ajusticiado de manera fulminante y discreta. Como bien sabes, la identidad de los generales supremos es únicamente conocida por el emperador, de modo que no sabemos qué fue de los auténticos generales, pero sí que Golo los suplantó por hombres leales a su causa. De este modo, se aseguró el medio de conservar el poder si no resultaba vencedor en los duelos, como así fue. En una maniobra sin precedentes, una fuerza muy superior al millar de verdes que escoltaban a Golo, los sorprendió y masacró sin piedad, liberando al tirano. </span><br>
<span style="background-color: #f8f8f8; color: #333333; font-family: monospace; font-size: 12px; line-height: 18px; text-align: left; white-space: pre;"></span><br>
</div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/capitulo-iii-de-el-forjador-de-almas_15.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-77538508803138161952013-03-13T17:01:00.001+01:002013-03-19T22:42:49.494+01:00Capítulo II de El Forjador de Almas: Redención.<br>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>Un nuevo capítulo, esta vez reencontrándonos con viejos conocidos. Espero vuestras impresiones. </i></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CAPÍTULO II</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">PROBLEMAS EN LA CORTE</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Brodim cerró de un portazo la puerta de la Cámara Senatorial. Su humor, ya aciago los últimos días, no estaba como para soportar las continuas desavenencias entre los senadores. De haber permanecido en su interior un minuto más, probablemente hubiese perdido los papeles. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> Ante él se extendían los vastos pasillos circulares que comunicaban las diferentes estancias del edificio gubernamental. Las dimensiones allí no parecían construidas en una escala acorde al tamaño de los hombres y, pese a la anchura desmedida del pasaje que tenía ante él, la gran altura a la que estaba situado el techo hacía que la galería se percibiese como estilizada en sus formas. A su izquierda, unos tragaluces verticales rematados en arcos ojivales dejaban pasar haces de luz inclinada por todo el recinto. A su derecha, en cambio, grandes portones decorados con relieves se sucedían hasta donde alcanzaba la vista. Cuadrados en perfecta formación, su guardia de élite, los dragones blancos, aguardaban pacientemente. Inmediatamente, lo rodearon con diligencia.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> Contrariado, comenzó a caminar sin rumbo por los largos corredores del Senado. Amante del silencio y la discreción, el estrépito formado por sus escoltas sacaba de sus casillas a Brodim. En los tres meses que llevaba ejerciendo como emperador regente, apenas había podido librarse de ellos. Eran el recordatorio constante de su posición en el gobierno. Lejos quedaban ya los días en que su cargo como ministro de Comercio le permitía ir y venir a su antojo, libre de aquellos celosos escoltas. Aficionado a cruzar el umbral de la ilegalidad y a moverse al margen de la ley para resolver muchas de sus antiguas obligaciones —Brodim se había echado sobre sus hombros mucho más que su cargo como senador y ministro—, ahora se sentía vigilado y cuestionado. Irónicamente, se suponía que era el hombre más poderoso de todo el Imperio. Pero era un poder efímero, no deseado, y carente de validez para tomar decisiones permanentes. Como bien le recordaban a menudo el resto de senadores, su regencia se reducía a conducir con ecuanimidad la elección del nuevo emperador. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span><br>
</div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/capitulo-iii-de-el-forjador-de-almas.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-58095944676641456722013-03-13T16:03:00.001+01:002013-03-16T21:15:39.927+01:00Capítulo I de El Forjador de Almas: Redención.<br>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span lang="es"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquí está el primer capítulo de Redención. Estos primeros días el ritmo
de publicación va a ser más rápido ya que tengo algunas páginas acumuladas. En
cuanto me ponga al día, espero mantener una periodicidad semanal, que tampoco
está nada mal. En cuanto al capítulo propiamente dicho, decir que introduce un
nuevo personaje que va a dar mucho juego en el futuro. Y como me gusta la
sincronicidad, aparece brévemente Fíleas, el maestro de Zando, al igual que
ocurriese en el primer capítulo de Honor. Es un capítulo duro, con cruda
violencia y la presencia del misterioso hechicero, interviniendo una vez más
para alterar el flujo de los acontecimientos. ¿Con qué fin? Todo se andará. Un
saludo. </span><o:p></o:p></span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span lang="es"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></span></div>
<div class="MsoNormal">
<span lang="es"><span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"></span></span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">CAPÍTULO I</span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">TORMENTA</span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Un rayo restalló en el horizonte, mostrando durante un instante la silueta de los edificios situados a los pies de la colina. Hacía tan sólo un par de horas desde el anochecer, y un caprichoso chaparrón caía en cortinas intermitentes, tiñendo el mundo con un gris oscilante. El pérfido viento del norte soplaba con fuerza… y no había venido solo. </span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> Ocultos en la linde del cercano bosque, cuatro úmbricos furiosos aguardaban la orden de su líder. Como si de perros de presa se tratasen, apenas lograban contener su instinto asesino. La cercanía de la carnicería los mantenía en un constante estado de excitación. Gruñían y se movían inquietos por la espera, como depredadores ante su víctima. </span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> Su cabecilla, el único de ellos con las suficientes entendederas como para anteponer los planes al instinto, a duras penas dominaba a sus guerreros. No obstante, Ognur miraba el grupo de lujosas casas que componían la villa de Cawldon con despiadada determinación, esperando el instante adecuado, ajeno a las quejas de sus compinches. </span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> «Los sucios mindars estarían cómodamente sentados frente a sus fuegos —pensaba—, contándoles historias a sus crías. Poco podían imaginar que esos serían sus últimos instantes de vida. Pronto, el acero y el fuego los sumirían en las tinieblas, condenados al inframundo, lejos del divino abrazo de Zatrán». </span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"> —Hoy pagarán por la muerte de Moghur —sentenció dirigiéndose a sus hombres—. Es hora de derramar la sangre que nos conducirá a la guerra.</span></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<span style="background-color: #f8f8f8; color: #333333; font-family: monospace; font-size: 12px; line-height: 18px; text-align: left; white-space: pre;"></span><br>
</div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/capitulo-i-de-el-forjador-de-almas_13.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-47202457182525970142013-03-11T11:45:00.000+01:002013-03-16T13:38:11.455+01:00Prólogo de El Forjador de Almas: Redención. <div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><i>Bueno, ya estoy de vuelta con la segunda parte de El Forjador de Almas. Aquí tenéis el prólogo. La intención es ir publicando un capítulo por semana y poder recibir vuestras impresiones más o menos en directo. Un saludo a todos... comienza la aventura. </i></span></div>
</div>
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<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
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<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
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<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">PRÓLOGO</span></div>
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<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><br></span></div>
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<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">Golo yacía calado hasta los huesos. La estrecha jaula metálica que lo retenía vibraba con cada bache del camino, agitando su cuerpo de lado a lado tras cada golpe. Hacía ya más de una semana desde que viera el sol por última vez. Desde entonces, no había cesado de llover. El aguacero lo torturaba con ráfagas intermitentes, que entraban en su jaula arrastradas por el frío viento del norte, empapándolo. Sin embargo, su ánimo distaba mucho de aplacarse. Sus puños aferraban con fuerza los barrotes de su prisión rodante, con los nudillos blancos por el esfuerzo. Ni las inclemencias del viaje, ni los días transcurridos desde su captura, habían menguado un ápice su demente cólera. </span></div>
</div>
<div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;"><span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span>Ajeno al frío y al incómodo suelo de la jaula, Golo se limitaba a mirar con férrea determinación al horizonte, mascullando entre dientes en una enfermiza letanía el nombre de su odiado enemigo: Zando. Su mente, obcecada en la idea de la venganza, ignoraba cualquier otro pensamiento. Imaginaba mil modos de matar a su ex general y se estremecía de placer recreándose en cada perverso detalle. Otras veces, en cambio, recordaba el instante en que yacía a merced de su enemigo, con su vida pendiente de un hilo, y comenzaba a sollozar de pánico reviviendo una y otra vez el instante de su caída.</span></div>
</div>
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<div style="text-align: justify;">
<span style="background-color: #f8f8f8; color: #333333; font-family: monospace; font-size: 12px; line-height: 18px; white-space: pre;"></span><br>
</div></div><a href="http://elforjadordealmas.blogspot.com/2013/03/prologo-de-el-forjador-de-almas.html#more">Leer más »</a>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-38647688193358522892011-04-21T01:49:00.002+02:002013-02-12T19:33:14.083+01:00CAPÍTULO XXV: UN DESENLACE INESPERADO<div style="text-align: justify;">
<span style="font-style: italic;">Fin del primer tomo. Deseo dar las gracias a todos los que me habéis leído y os emplazo a seguir la lectura del próximo libro. ¡Nos leemos! </span><br />
<br />
CAPÍTULO XXV<br />
UN DESENLACE INESPERADO<br />
<br />
<br />
—Me rindo…<br />
Las palabras penetraron en su mente como un bálsamo. Zando estaba aturdido y conmovido a la vez. Tras tantos meses de lucha y conflictos, al fin había logrado su objetivo. Su cuerpo, repentinamente liviano, se relajó visiblemente al oír la declaración. Una inesperada sensación de desapego lo invadió, como si tras todo el sufrimiento padecido, la cosa no fuera con él.<br />
Sorprendido por su reacción, Zando sonrió levemente, extrañado; había esperado sentir emociones mucho más intensas y vívidas llegado este momento. Era como si su mente se negase a aceptar que todo había terminado, que el sufrimiento y la lucha habían desaparecido de su vida al fin, dándole la oportunidad de continuar en paz los días que le quedasen por vivir. Como hombre práctico que era, rara vez se planteaba cómo encarar una situación hasta que ésta no llegaba. Así, no fue de extrañar la gran sorpresa que experimentó al mirar alrededor. <br />
La multitud, extasiada de felicidad, gritaba y saltaba. La aldea entera retumbaba con la muestra de felicidad más sentida y multitudinaria vista en el Imperio. Los soldados que custodiaban el perímetro, a duras penas lograban contener el empuje del mar humano que pugnaba por llegar hasta él.<br />
<span class="fullpost"><br />Quizá fue ver la muestra de cariño popular, o quizá su mente aceptase al fin el hecho de su triunfo, en cualquier caso, sintió al fin una dicha capaz de romper sus férreas defensas. Sin pararse a pensar qué hacía, se permitió por primera vez en años tener un gesto espontáneo, levantando su brazo y gritando de felicidad.<br />“La retribución del éxito no se mide por la grandiosidad de la causa, sino por la magnitud del sufrimiento invertido”.<br />La frase acudió a su mente desde el profundo lugar donde atesoraba la sabiduría del Mert´h indú. Y debía ser verdad, pues jamás en toda su vida se había sentido tan feliz.<br />Zando sentía, además, una irrefrenable necesidad de compartir toda aquella dicha con los que la habían hecho posible, los que se habían mantenido a su lado pese a las dificultades, arriesgando junto a él sus propias vidas. Aquella también era su victoria. <br />Miró hacia el fondo de la calle, buscándolos. Vera, Dolmur y Brodim corrían hacia él gritando y sonriendo. Vera fue la primera en alcanzarlo, fundiéndose con él en un sentido abrazo, celebrando la segunda oportunidad que la vida les ofrecía. La mujer lloraba de felicidad, con una alegría que podía compararse con la del propio Zando.<br />—Te dije que volvería —le dijo Zando al oído—. Ya sabes que soy un hombre de palabra —añadió sonriendo.<br />—Y un completo cabezota —respondió Vera con un mohín—. La próxima vez, no lo hagas todo tan difícil.<br />—No habrá próxima vez. La única aventura que me queda por vivir es la de compartir nuestras vidas.<br />Vera lo miró con los ojos muy abiertos.<br />—¿Qué estás insinuando? —preguntó sorprendida.<br />—Si no te lo he pedido antes, ha sido porque dudaba si viviría lo suficiente —confesó Zando—. No era justo hacer una promesa tan sagrada cuando la muerte acecha. Deseaba tener la seguridad de ofrecerte lo que tú mereces: amor sereno en lugar de fugaces encuentros al filo de la tragedia, estabilidad en lugar de precariedad… —Zando la tomó de la mano—. Lo que quiero decir es… ¿me concedes tu mano?<br />Vera no contestó, aunque su apasionado beso fue respuesta más que suficiente. Cuando al fin se separaron, Dolmur y Brodim los miraban con la boca abierta.<br />—¡Dolmur! —exclamó Zando con júbilo—. ¡Lo hemos logrado muchacho, lo hemos logrado!<br />El joven intentó responder, pero el nudo que atenazaba su garganta se lo impidió.<br />—Habéis vencido… —logró articular al fin—, y Vera y vos… juntos…<br />Zando lo abrazó.<br />—Gracias por abrirme los ojos, amigo —le dijo—. Sin ti no lo habría logrado. Ha sido un honor contar con tu ayuda.<br />—Creo que acabo de perder toda mi credibilidad como bribón —manifestó con socarronería.<br />—Lamento interrumpir —señaló Brodim—, pero aún queda algo por hacer. Será mejor que acudas junto al árbitro. Ha de hacer oficial tu victoria.<br />Era cierto. Con la alegría del momento, Zando se había dejado llevar; aún quedaba un formalismo que cumplir. Resuelto, se volvió hacia Hidji, que esperaba impaciente junto al humillado General Verde. El árbitro levantó la mano y solicitó silencio para proclamar el desenlace. A duras penas, el gentío remitió su atronadora algarabía. Cuando finalmente se hizo de nuevo el silencio, Hidji pronunció de viva voz lo que ya era un hecho:<br />—¡Gentes de Hurgia! —comenzó—. ¡Declaro a Zando vencedor del duelo por la rendición de su oponente!<br />Nuevos vítores se hicieron oír y de nuevo Hidji aguardó hasta que cesaron.<br />—¡Zando ha ganado su desafío al Imperio! —gritó—. En virtud de mi autoridad como representante de la imparcialidad, declaro a Zando nuevo Emperador. ¡Inclinaos ante él!<br />Como una onda expansiva, las rodillas cayeron a tierra, propagándose hasta los mismos límites de la aldea. Todos, incluidos los soldados y los mismos senadores, se inclinaron ante Zando, que permaneció en pie, mirándolos aturdido. Incluso Vera, Dolmur y Brodim comenzaron a arrodillarse, pero Zando los disuadió de inmediato.<br />—No se os ocurra inclinaros ante mí —les suplicó.<br />Vera lo cogió de la mano, orgullosa, mientras Dolmur sonreía satisfecho, recuperado ya su habitual talante indecoroso. Sólo Brodim concluyó su inclinación aduciendo que era su deber como senador.<br />—Hay alguien que aún no se ha arrodillado ante ti —señaló Vera súbitamente seria.<br />En efecto, Golo seguía en pie. Tan absorto había estado Zando los últimos instantes, que había olvidado por completo mirar al depuesto soberano, que se retorcía impotente en su asiento, encogido y con el rostro inyectado en sangre. Miraba alternativamente alrededor, observando asqueado a todos cuantos lo rodeaban. Parecía como si repentinamente todos fuesen enemigos. Especialmente terrorífica fue la mirada lanzada hacia las tropas, ahora inclinadas ante el nuevo soberano. <br />Zando caminó entonces hacia el palco, dispuesto a dar la puntilla final a aquella situación. Pasó junto al úmbrico, dándole la espalda. En ese momento, Dolmur y Vera, los únicos que aún permanecían en pie, gritaron tratando de alertarlo. El General Verde, furibundo, se había puesto en pie dispuesto a acabar con él. Zando se giró como el rayo, pero era demasiado tarde; el gigantesco hombre había recogido del suelo su espadón y se lanzaba hacia él con ira asesina. Zando supo que sería incapaz de bloquear o esquivar el ataque, desarmado y herido como estaba. Impotente, plantó cara, dispuesto a morir con dignidad.<br />Pero el general se llevó una mano al cuello antes de concluir su carga. Una flecha sobresalía de su garganta, haciéndolo sangrar profusantemente. Un instante después, una lluvia de flechas acribillaba al desdichado traidor, rematándolo. Zando miró incrédulo hacia los soldados. La división de arqueros formaba en pie, con los arcos preparados y listos para disparar. El teniente al mando, Suki, saludó a Zando con una inclinación de cabeza. Los soldados, celosos cumplidores de su deber, habían protegido a su nuevo Emperador. Zando reconoció a su amigo, sonriéndole afectuosamente. Después, continuó su camino dispuesto a terminar todo aquello cuanto antes.<br />Al verlo aproximarse, Golo se encogió en su asiento, mirando al suelo. Una de sus piernas subía y bajaba, nerviosa, mientras de su boca salía una letanía ininteligible de palabras. Zando se plantó ante él, en silencio. Los dragones blancos aún rodeaban al depuesto monarca. Al verlo aproximarse, comenzaron a rodearlo con la intención de escoltarlo. Era su modo de reconocerlo como su nuevo superior.<br />—¡FUERA! —les gritó Zando sin contemplaciones. Desde la muerte de Alasia, no soportaba su presencia.<br />Y por primera vez en la historia del Imperio, los dragones obedecieron y se retiraron, dejando sin protección a un miembro del gobierno.<br />Después, nuevamente se hizo el silencio. Al ver que nadie hacía o decía nada, Golo se atrevió a levantar fugazmente la mirada. El rostro de Zando, nuevamente implacable, lo observaba con tensa expresión.<br />—El pueblo se inclina ante mí —dijo Zando con voz firme—, aunque sólo deseo ver a uno de mis súbditos inclinado. ¡El único que aún permanece sentado! —estalló, asiéndolo por el cuello—. Arrodíllate ante mí, Golo —ordenó—, póstrate ante tu nuevo Emperador.<br />Golo se retorció, rabioso, intentando liberarse. Al menos una docena de soldados corrieron hacia Zando, dispuestos a socorrerlo, pero el nuevo Emperador les indicó con un firme movimiento de cabeza que lo dejasen solo. Por más que Golo se retorció, la firme tenaza de Zando no lo dejó escapar. Dándose cuenta de la futilidad de su intento, Golo cejó al fin su pataleo. Su rostro mostraba ahora el purpúreo matiz de la locura.<br />—Sucio traidor… —sibiló—, jamás te reconoceré como Emperador. Has podido engañar a todos, pero no a mí. ¡Jamás conseguirás mi sumisión! —gritó, escupiendo a Zando en el rostro.<br />Con deliberada lentitud, éste se limpió la saliva de la mejilla. Después miró a Tolter, plantado aún junto a su antiguo señor.<br />—Eres el consejero del Emperador, ¿no es así? —preguntó.<br />—Así es, mi señor —saludó Tolter con un extraño brillo en la mirada.<br />—Bien, consejero, ponte en pie y degüella a este rufián —ordenó.<br />Tolter se incorporó con una macabra sonrisa. Desenvainó su daga, una pieza de joyería con el mango engastado en oro y piedras preciosas, y colocó la afilada hoja en el cuello de Golo.<br />—¿Lo ejecuto aquí mismo, mi Emperador? —preguntó.<br />—Eso dependerá de la rapidez con la que este gusano se arrodille ante mí.<br />Golo, pálido de pavor al ver cercano su fin, se arrodilló con presteza, olvidado ya su reciente amago de valor.<br />—¡Perdonadme, majestad! —suplicó mientras besaba las botas de Zando.<br />—¿Perdonarte dices? —Zando fingió sopesar la posibilidad—. Creo que sí, ¿por qué no? Te voy a dar la oportunidad de redimirte.<br />Golo levantó la cabeza, incrédulo. Tolter lo golpeó con violencia, obligándolo a mirar de nuevo al suelo.<br />—No tienes permiso para mirar a tu Emperador —advirtió jugueteando con su daga.<br />—Gracias, consejero —Zando no estaba de acuerdo con la sumisión de los súbditos ante la nobleza. Siempre pensó que el respeto había que ganarlo, no heredarlo. Mas no pudo evitar sentirse complacido al ver como ponían en su sitio a aquel cobarde y depravado hombrecillo—. Ahora, vamos con tu sentencia. Pese a desear con toda el alma matarte aquí mismo, no haré tal cosa. Creo que ya se ha derramado suficiente sangre en todo este asunto. En su lugar, tengo un castigo mucho más adecuado para ti. Serás llevado a la cantera más recóndita del Imperio, donde trabajarás de sol a sol hasta saldar la deuda que han contraído las arcas imperiales debido a tus excesos.<br />Tras unos segundos de duda, la expresión de Golo se desencajó, tornándose cadavérica.<br />—Eso me llevaría mil vidas… —comprendió—. Jamás conseguiré saldar mi deuda.<br />—Veo que lo has entendido. El castigo ha de estar siempre en concordancia con la falta. Ahora —dijo Zando asiéndolo por la elegante camisa—, ¡es hora de pagar! —exclamó proyectándolo por la balaustrada y haciendo que se estrellase contra la calle.<br />El gesto le produjo un agudo dolor en su contusionado tórax e hizo que su rodilla protestase con una insoportable punzada, pero Zando aceptó gustoso el precio. Ver a Golo arrastrarse gimoteando por el suelo era una imagen extrañamente vivificante.<br />—Lleváoslo —ordenó—. Ponedlo a buen recaudo en espera de su traslado.<br />Al punto, un nutrido grupo de soldados se llevó a Golo en dirección al campamento imperial. Probablemente, aquel era el prisionero más importante que jamás tendrían la oportunidad de custodiar.<br />Tras la intervención del grupo de arresto, una tensa calma se instaló en el ambiente. Zando miró alrededor, pensativo. Todo el mundo seguía arrodillado, esperando la orden para erguirse. Según la tradición, debían permanecer postrados hasta que el Emperador los autorizase a levantarse.<br />—Yo, Zando, como nuevo Emperador, os ordeno que os incorporéis —comenzó. Quería comunicar su decisión con la mayor prontitud—. Como todos sabéis, no fue la codicia o la sed de poder lo que alentó mis actos hasta alzarme con la victoria —al oír sus palabras, muchos fueron los que asintieron mostrando su conformidad—. Muy al contrario, mi único deseo era el de defender a los nobles habitantes de esta villa, oprimidos y olvidados por el Imperio. Su libertad y un sincero deseo de justicia fueron el aliento de mi causa. Como hombre humilde que soy, las intrigas de la corte sobrepasan mis posibilidades y mi paciencia —al decir esto, miró los ceñudos semblantes de los senadores, que atendían a su explicación con tensa expectación, temerosos de sus intenciones—. Jamás estuvo en mi ánimo el ejercer como soberano de un Imperio que no ha hecho sino usarme hasta la extenuación y arrojarme como un deshecho cuando no le fui de utilidad.<br />Zando hizo una pausa. Hablar en público jamás se le había dado bien y no deseaba equivocarse al escoger las palabras. Los senadores seguían mirándolo fijamente, alerta, siempre desconfiantes. En esos difíciles momentos, la mirada de apoyo de Vera, que seguía con orgullo su discurso, fue como un bálsamo que lo calmó y le dio nuevos ánimos.<br />—Sé que muchos de vosotros deseáis que tome las riendas del Imperio Húrgico —continuó—. Junto a mí, habéis sido testigos de excepción de mi causa, de cómo un hombre puede marcar la diferencia con tenacidad y valor. Vuestro ánimo ha alentado mi empresa, y os debo gratitud imperecedera por darle alas a mi esperanza, ánimos a mi espíritu y consuelo a mis penas. Vuestros eran los gritos de apoyo que me acompañaron día tras día, incluso en los momentos donde todo parecía estar perdido. Vuestra, la pacífica fuerza que impidió el uso de la violencia para detener los duelos, el noble testimonio que impidió que la verdad de lo aquí acontecido se perdiera en las redes de la manipulación política. No sólo sois los testigos excepcionales de la caída de un Emperador: sois parte activa de ello. Sin vosotros, no hubiese sido posible. Sin embargo, mi objetivo no era gobernar. Es justicia, y no un trono, lo que me habéis ayudado a conseguir. No deseo ser Emperador.<br />Un mar de protestas recorrió la multitud. Los senadores, en cambio, se miraron aliviados. Brodim les dirigió una expresiva sonrisa.<br />—Sólo el Senado tiene potestad para designar al Emperador y así ha sido desde el mismo nacimiento del Imperio —prosiguió Zando, dando la puntilla a cualquier duda sobre sus planes—. Y os aseguro que esto no va a cambiar. Mi intención es la de ceder la regencia temporal al senador Brodim, hombre capaz y honrado, digno de mi total confianza —Brodim miró atónito a Zando, con la boca abierta. El anuncio de su nuevo cargo lo había conmocionado—. Como podéis ver, tal es su talante humilde, que no sabe cómo reaccionar a mi propuesta —bromeó Zando, provocando la risa del gentío y el azoramiento de Brodim, que saludó enrojecido a la muchedumbre—. Por tanto, será el Senado quién designe al nuevo Emperador, como siempre ha sido y siempre será. Sólo haré uso de mi poder una única vez antes de ceder la potestad. ¡Oíd mi único mandato! —gritó con autoridad—. Sabed que la aldea de Roca Veteada jamás volverá a estar sometida a los designios del Imperio. Desde este mismo instante, concedo plena autonomía a la aldea. Sus propiedades quedan por siempre jamás fuera del territorio imperial. ¡Nombro a Roca Veteada nación independiente! ¡Sus habitantes no tendrán que volver a rendir cuentas al Imperio! Hoy y siempre, este lugar será la prueba de que las cosas pueden cambiar, de que ningún sueño es descabellado si la causa que lo alienta es noble. Me despido pues de vosotros. En mi corazón, siempre tendréis mi amistad. ¡Qué Hur vele vuestras vidas!<br />Zando finalizó su discurso y aguardó. El gentío lo observaba fijamente, sin saber qué pensar. Dolmur corrió entonces y se reunió con Zando en el palco.<br />—¿Ésta es la gratitud que le ofrecéis a Zando? —gritó—. ¿Ésta la alegría mostrada por libraros de un tirano? —Dolmur hablaba apasionadamente, incluso con un leve atisbo de exigencia—. ¿Es ésta la despedida que le vamos a ofrecer a un héroe? <br />—Nooo… —contestó la multitud arengada por Dolmur.<br />—En tal caso, ¡haced que Zando nunca olvide vuestras muestras de afecto! —gritó—. ¡Hurra por Zando!<br />La multitud estalló en vítores, aceptando al fin el inesperado desenlace. Los soldados, orgullosos, golpeaban sus escudos con las espadas, provocando un gran estrépito. El clamor era ensordecedor.<br />—¿Tenías que hacerlo, no Dolmur? —preguntó Zando suspirando—. Ahora que por fin se habían callado…<br />—Eres un cascarrabias, ¿lo sabías? —respondió Dolmur tuteándolo por primera vez en su vida—. Si en el fondo te gusta… Nadie montaría semejante circo buscando únicamente justicia. ¡A mí no me engañas!<br />—Aún tengo un brazo para luchar… —amenazó Zando—. No me tientes.<br />Dolmur miró a Zando unos instantes fingiendo miedo antes de prorrumpir en carcajadas. Los dos amigos bajaron la escalinata del palco y se unieron a Vera y Brodim.<br />—¿Y ahora qué? —preguntó el ministro—. ¿Qué harás ahora, Zando?<br />—A casa amigo mío, al hogar —dijo tomando de la mano a Vera.<br /><br />●●●<br /><br />El Hechicero detuvo su imponente montura en seco. La bestia pifiaba expulsando vahídos de vapor a la helada atmósfera. Las tierras del norte se divisaban ya tras la línea del horizonte, perfilada por los picos de las nieves eternas. Había cubierto una gran distancia desde la distante Roca Veteada en un corto espacio de tiempo. Su misión así lo requería. Con cuidado, aplicó sus manos sobre el lomo de su agotado corcel, invocando mentalmente el hechizo que obligaría al animal a romper una vez más el límite de esfuerzo tolerado. El animal no sobreviviría al viaje, pero, con suerte, lograría llevarlo a tiempo hasta su destino. La energía invocada fluyó de sus manos, calmando de inmediato al corcel. Satisfecho, el Hechicero lo palmeó. Después se giró en la silla de montar y oteó en dirección al sur. El complicado hechizo que había liberado en los límites de la aldea se había activado al fin. Sus ojos se transfiguraron, adquiriendo un marcado tono amarillento. El cambio de apariencia trajo consigo la preciada información; ahora era capaz de distinguir una fina línea en el horizonte, de color carmesí. Tal y como esperaba, los acontecimientos se habían desarrollado de acuerdo con los designios del oráculo.<br />Su peón había cumplido con su misión, después de todo. El Hechicero gesticuló algo parecido a una sonrisa al pensar cuántos habían participado inintencionadamente en sus planes, actuando según sus designios. En ese momento, una idea inquietante afloró a su mente como muda respuesta a su hilaridad. ¿No sería él mismo una marioneta más que obraba según un poder mucho mayor al suyo? La incómoda idea lo hizo espolear al caballo, reanudando su viaje.<br />Pronto, los acontecimientos continuarían su curso. El papel que Zando debía jugar en el destino del Imperio no había hecho más que comenzar.<br /><br />●●●<br /><br />Zando abrazó a Brodim con afecto. La comitiva imperial aguardaba, preparada para partir al fin rumbo a Ciudad Eje. Habían transcurrido dos semanas desde su victoria, y apenas quedaban ya una veintena de visitantes en la aldea. El lento retorno a casa se había llevado a casi todos los visitantes y curiosos que durante meses habían sido testigos de excepción de los acontecimientos. Los festejos habían durado una semana. Las reservas alimenticias de Vera, así como las del resto de aldeanos, estaban abarrotadas, llenas con los presentes ofrecidos por los agradecidos forasteros. Zando había perdido la cuenta de cuantas negativas habían salido de sus labios ante las continuas peticiones de rectificar su decisión de rechazar el liderazgo del Imperio. «Soy un simple soldado», les decía, «la gestión de un Imperio es una tarea que me supera». De este modo, el pueblo, resignado, aceptó al fin su decisión.<br />—La caravana nos espera —dijo Brodim con tristeza. Dolmur, situado junto a él y ataviado de nuevo con sus elegantes ropas de ciudad, volvía a la capital en su nueva condición de asesor del Emperador—. ¿Estás seguro de tu decisión? Con una cantidad como esa…<br />Brodim hablaba del oro. Zando había confesado al Senado el oscuro secreto que había originado todo el conflicto. El despilfarro y codicia de Golo eran los causantes de todo lo acontecido. Y ahora el oro de la veta sería cedido a la maltrecha economía del Imperio.<br />—Ya sabes que es la única opción —respondió Zando—. De quedarnos con todo el oro, el Imperio pronto se retractaría de su promesa e irrumpirían de nuevo en la aldea, violando el pacto de independencia de Roca Veteada. Si queremos conservar nuestra neutralidad, el oro debe abandonar la comarca. Además —añadió sonriendo—, el Imperio Húrgico no tardaría en desmoronarse con las arcas vacías. Es el único modo de que ambos consigamos vivir en paz.<br />—Si, de eso se trata, sin duda —convino Brodim—. Creo que hemos pasado sustos para toda una vida. Es tiempo de vivir en paz.<br />—Cosa que no les resultará difícil a los habitantes de la aldea, ¿eh, Zando? —intervino Dolmur con su habitual tono guasón—. Después de todo, una pequeña parte del oro se quedará aquí.<br />—No seas impertinente —le regañó Vera pellizcándole el brazo—. ¡Y dejad de hablar de dinero! Es muy desagradable. Prometedme una vez más que volveréis para asistir a nuestra boda —pidió cambiando de tema. Ella y Zando habían acordado retrasar sus esponsales para darles tiempo a sus amigos a realizar el viaje hasta la capital, arreglar la sucesión, y volver hasta la aldea.<br />—¿Boda? —preguntó Dolmur fingiendo sorpresa—. ¿Es que se casa alguien?<br />—¡Oh, Dolmur eres imposible! —rió Vera abrazando al joven—. No nos olvidéis.<br />—¿Olvidaros? ¿Vos que decís, Brodim? Creo que podríais instalaros con ellos cuando os jubiléis. Dicen que este clima de montaña va bien para la salud. Además, sus futuros hijos necesitarán un abuelo. Yo, por mi parte, creo que volveré cada verano, a ver si consigo que el gruñón aprenda el noble arte de la tolerancia —dijo señalando a Zando—. Aquí donde lo veis, tiene alma de tirano. Menos mal que rechazó la corona, de buena nos hemos librado… <br />Brodim y Vera rieron la broma, no así Zando, que dudó, resignado, si algún día dejaría de ser el blanco de sus burlas.<br />Finalmente, y tras una emotiva despedida, la caravana partió al fin. Zando divisó en la distancia la jaula donde transportaban a Golo, encadenado. Desde su arresto, había entrado en un frío mutismo y miraba a todo el que se acercaba a su lugar de cautiverio con desdén. Zando sintió un escalofrío en la base de la espalda. Algo le decía que Golo aún no había jugado su última carta.<br />—¿Ocurre algo, Zando? —preguntó Vera al ver su tensa expresión.<br />—Supongo que nada, a veces la imaginación me juega malas pasadas. Volvamos a la granja.<br />—¿A la granja? —preguntó Vera acariciando el pecho de Zando—. Yo pensaba en un lugar más concreto, por ejemplo el dormitorio.<br />—¿El dormitorio? No creo que pasemos del vestíbulo —dijo Zando atrayéndola hacia sí y besándola.<br /><br />Dolmur sintió añoranza al abandonar al fin los límites de la aldea. Pese a sus muestras de jovialidad, lo cierto era que odiaba despedirse de Zando. Había encontrado en aquel viejo soldado al mejor de los amigos. ¡Hur, cómo lo echaría de menos!<br />—Veo que te ha afectado la partida, bribonzuelo —dijo Brodim desde el otro extremo del carruaje—. No es tan duro el león como lo pintan.<br />—Creo que deberíais ir pensando en usar unas lentes para ver. Vuestros ojos os traicionan con la edad —mintió Dolmur.<br />—Puede ser —admitió Brodim—. De hecho no veo bien la letra de este pequeño libro —dijo, mostrando un pequeño y desgastado manual—. Quizás pudieras leerme un poco.<br />Dolmur tomó el libro, sorprendido. Se trataba del ejemplar del Mert´h indú de Zando. Dolmur lo abrió y leyó la dedicatoria. La habían escrito hacía muy poco:<br />“Ojalá te enseñe a ti una fracción de lo que me enseñó a mí”.<br />—Vos y Zando os habéis propuesto hacer de mí hombre de bien —protestó Dolmur con poca convicción—. ¿No es cierto?<br /><br />Aquella noche, Zando despertó de madrugada. Se levantó procurando no despertar a Vera. La luz de las lunas que penetraba por la ventana bañaba el rostro de su amada con la tenue luz que ilumina los sueños, procurándole una belleza sobrenatural. Tras besarla en la frente, Zando se dirigió al salón y encendió un candil. Una idea le rondaba la cabeza desde hacía meses. Tomó papel y una pluma y comenzó a escribir. Al cabo de unos momentos, levantó la mirada y observó satisfecho:<br />Mert´h indú, la revisión de un clásico, por Zando.<br />En su memoria guardaba una copia indeleble del Código original. Ahora se disponía a aportar la experiencia de toda una vida. Si alguien podía ahorrarse el tormento que había experimentado él, daría por bien empleado el esfuerzo. Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo.<br />La calidez de los labios de Vera lo sacó de su ensimismamiento momentos más tarde.<br />—Es muy temprano, amor mío —señaló la mujer rodeándolo con sus brazos—. ¿No habrán vuelto tus pesadillas?<br />—¿Mis pesadillas? —Zando miró la frase con la que comenzaba su libro:<br />Ningún código puede sustituir la conciencia de un guerrero…<br />—No —respondió—. Jamás volverán las pesadillas.<br /><br />FIN DEL TOMO I</span></div>
Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-69390338317479733842011-04-18T23:30:00.002+02:002011-04-18T23:39:56.507+02:00CAPÍTULO XXIV: EL DUELO IMPOSIBLE<div style="text-align: justify;"><span style="font-style: italic;">Hola a todos. Los que hayáis llegado hasta aquí estáis a punto de terminar el viaje. Estamos a un episodio de finalizar la aventura de Zando contra el Imperio. En su día, cuando escribí esta parte de la historia, no tenía la menor idea de cómo solucionar el dilema al que se enfrenta el protagonista. Si hay algo que me disgusta en una historia es que se vuelva predecible, así que para evitar esto, ideé una situación aparentemente sin solución y esperé durante meses hasta que se me ocurrió una salida al dilema. Juzgad vosotros si os convence o no. </span><br /><br />CAPÍTULO XXIV<br />EL DUELO IMPOSIBLE<br /><br /><br />Aún desorientado por los golpes, Zando atrajo hacia sí a Vera y la abrazó. <br />—Te juré que volvería —dijo satisfecho.<br />—¡Oh, mírate! Te ha destrozado —repuso ella con la voz quebrada—. No has debido llegar tan lejos, nadie merece tanto sacrificio. Nadie.<br />—Odio admitirlo, pero tiene razón —terció Dolmur—. Nos temíamos lo peor. Nadie había vencido nunca a un ejecutor. Ha faltado muy poco.<br />—No era tan duro, aún dispongo de un brazo sano —bromeó Zando sin demasiado éxito. Vera y Dolmur lo miraron desalentados—. Sólo necesito descansar. Regresemos a la granja.<br />Zando se apoyó en ellos, agotado. Pese a su entereza, el combate lo había llevado al límite de su aguante físico, y su cuerpo no había salido bien librado: tenía un brazo roto, su rodilla derecha protestaba con punzadas de dolor tras el mazazo recibido, y su cabeza aún zumbaba con cada latido. Zando era consciente de que la lucha se había librado en términos mucho más que físicos; había derivado en un combate de voluntades. Por eso, pese a tenerlo todo en contra, había prevalecido su voluntad incontestable.<br /><span class="fullpost"><br />Pero ahora, a punto de regresar al hogar —Zando se sorprendió al pensar en la granja de Vera en esos términos—, dudó por primera vez sobre su capacidad para terminar aquello que había comenzado. ¿Cómo libraría el último duelo en su estado?<br />Su regreso tras el enfrentamiento, en otras ocasiones jaleado con furor por miles de personas, era ahora observado por rostros preocupados y cabizbajos. Todos eran conscientes de la terrible verdad de aquella victoria: era vana, sin la posibilidad de otro combate, el último combate. Para sus miles de seguidores, no eran posibilidades de victoria lo que veían, sino a un hombre gravemente herido, que necesitaba ayuda para caminar y tenía un brazo roto. Ésa era la verdad que tenían ante sus ojos.<br />¿Pero era eso lo que Zando sentía en su corazón?<br />Su carácter terco le decía que no, que aún era capaz de un último acto de fe, de lograr el milagro, de prevalecer pese a todo.<br />Y fue justo en ese momento, cuando Zando, Vera, y Dolmur abandonaban la aldea por el extremo de la calle, cuando sonaron las trompetas. Todos miraron en dirección opuesta, hacia el campamento de Golo. En efecto, el Emperador esperaba puesto en pie sobre el estrado. Su expresión era risueña y confiada.<br />—Esto no augura nada bueno —opinó Dolmur—. ¿Qué puede querer ese bellaco ahora?<br />—Veámoslo —contestó Zando.<br />Golo esperó a que las trompetas callasen y todo el mundo mirase hacia el estrado antes de dirigirse a la multitud.<br />—¡Ciudadanos del Imperio! —gritó—. Ha sido un verdadero milagro haber llegado hasta aquí, combate tras combate, en una hazaña digna de una epopeya literaria. Nobles soldados, leales servidores del Imperio, han dado su vida frente a un traidor de indudable habilidad.<br />De inmediato, un clamor de abucheos se hizo oír, acallando el discurso de Golo. El Emperador, impertérrito, esperó a que se hiciera el silencio de nuevo antes de continuar.<br /> —Dado que mañana se celebrará el duelo definitivo —continuó ajeno a toda crítica—, he decidido presentar al último de mis campeones. Como todos sabéis, hasta hace bien poco, Zando, lejos de enfrentarse al Imperio que lo encumbró a lo más alto, fue mi General Verde, el orgullo de mis legiones. Justo es, pues, que sea su sucesor quien ponga fin a tan disparatada empresa. Aquí tenéis al campeón definitivo del Imperio… ¡os presento al nuevo General Verde!<br />De nuevo sonaron las fanfarrias. Entre las filas de los soldados imperiales se abrió un estrecho pasillo, de donde emergió una figura gigantesca.<br />—¡No puede ser! —gritó Dolmur—. Es absurdo. ¿Quién en su sano juicio…?<br />—¿Qué sucede? No entiendo a qué te refieres, Dolmur —dijo Vera—. ¿Quién es ese nuevo general?<br />—No se trata de quién, sino de qué —aclaró Zando—. Es un úmbrico.<br />En efecto, un colosal úmbrico se mostró ante todos portando la armadura lacada en verde esmeralda sobre metal dorado que caracterizaba al jefe supremo de las legiones verdes. Pese a lo terrible de su tamaño, el nuevo general resultaba desdichadamente cómico: la armadura, diseñada para adaptarse a un hombre de envergadura normal, le quedaba desproporcionadamente pequeña. Esto dejaba entrever una gran superficie de su pálida piel, característica de los habitantes del norte. El casco, en cambio, oscilaba con holgura debido a la diferencia de tamaño del cráneo de los úmbricos, sensiblemente más pequeño que el del resto de las razas. Era como ver a un grotesco simio vestido con apariencia humana.<br />El nuevo general se volvió hacia su soberano y saludó con una inclinación de cabeza. Después, desenvainó su espada, un arma gigantesca de doble filo y bramó desafiante, mirando a Zando.<br />—No entiendo nada —insistió Vera—. ¿Qué tiene de extraño ese úmbrico que no tuvieran los otros?<br />—Los úmbricos jamás ascienden en el escalafón militar —explicó Zando—. Su agresividad y su escaso nivel intelectual se lo impiden. Son excelentes como infantería de primera línea, pero ningún mando en su sano juicio los ascendería. Son seres impredecibles, violentos y poco disciplinados. El nombramiento de uno de ellos como general, es la puntilla al despropósito que supone la remodelación de la cúpula de mando del ala verde del ejército imperial.<br />—Entiendo —asintió Vera—, Golo ha hecho lo necesario con tal de detenerte.<br />—¡Y nosotros debemos limitarnos a aguantar sus maquinaciones! —apostilló Dolmur—. ¡No es justo, diantre!<br />—Justo o no, es lo que hay —opinó Zando—. Volvamos a casa, necesito los cuidados de un sanador.<br />Quizás fuese sólo una falsa impresión, pero Dolmur creyó atisbar un leve deje de abatimiento en la voz de su amigo. «Probablemente sean sus heridas», pensó.<br /><br />Un par de horas más tarde, Zando observaba impotente su brazo entablillado. Necesitaría un par de meses para pensar en recuperar toda la movilidad, o al menos eso le había dicho el amable doctor arendiano llamado Amerio; Ezenio, el rapaz contratado por Dolmur había ido a buscarlo tras el combate para que atendiese sus heridas.<br />El doctor, de aspecto despistado y cuerpo menudo, era uno de los muchos extranjeros que habían acudido a presenciar los duelos. Él era quién había atendido a Zando en las ocasiones en que los atentos cuidados de Vera no habían sido suficientes.<br />En esta ocasión, en cuanto pusieron un pie en la granja, Vera había insistido en encamar al enfermo en su camastro de la primera planta. Las protestas de Zando cayeron en saco roto y pronto yació en su lecho, atendido por Vera y el doctor. Mientras la mujer curaba diligentemente sus heridas y vendaba su magullada pierna, Amerio se puso manos a la obra con su fractura. Pese al tiempo transcurrido desde la quiebra, Zando no protestó cuando le colocaron el hueso en su sitio. El hábil curandero manipuló su extremidad con destreza, pero pese a su buen hacer y el aguante de Zando, éste palideció visiblemente por el dolor. Al ver la blancura en el rostro de su amigo, Dolmur no pudo reprimir un quejido de frustración. Amerio lo miró alarmado, temiendo que incomodase al enfermo con su actitud. El joven, captando la indirecta, abandonó el cuarto de Zando, disculpándose.<br />—¿Dejará secuelas la fractura? —preguntó Vera cuando el doctor hubo concluido.<br />Zando no se había atrevido a formular la cuestión. La posibilidad de quedar lisiado era demasiado familiar en la vida de un hombre de armas. Y esta vez parecía que por fin le había tocado a él.<br />—No, por suerte, la fractura ha sido limpia —respondió Amerio—. De haber estado astillado el hueso, no hubiese podido recuperar toda la movilidad en su brazo.<br />—¿Cuánto tiempo estará así?<br />—Temo que dada su edad, le cueste al menos un par de meses de convalecencia.<br />—Entiendo —dijo Vera desconsolada—. ¿Y estáis seguro de que usar la hechicería es imposible?<br />—Del todo, amor mío —respondió Zando adelantándose al doctor—. Los efectos secundarios me dejarían indefenso.<br />—Es cierto. Casi todos los doctores poseemos algún fragmento de níode —respondió extrayendo de su maletín un mineral brillante y rojo, tallado con intrincadas facetas—. Estas maravillas, convenientemente tratadas con las artes de la hechicería, ayudan a acelerar el proceso de curación. Desgraciadamente, el uso de la magia exige siempre un precio a pagar. En este caso, las heridas de Zando podrían estar curadas para mañana al amanecer, pero la energía necesaria la aportaría el enfermo; a buen seguro, el proceso lo dejaría inconsciente al menos una semana.<br />—En cualquier caso, no podría combatir mañana —corroboró Zando—. He visto muchas heridas de guerra tratadas con magia. Los soldados convalecientes dormían agotados durante días. Se trata de un proceso que exige un gran desgaste físico.<br />—Ya veo —dijo Vera dándose por vencida. Odiaba pensar que tras tantos meses de dura entrega, Zando no tuviera alternativas para continuar—. Muchas gracias por todo —agradeció estrechando la mano de Amerio—, si me acompaña a la planta baja, le pagaré por sus servicios.<br />—De ningún modo —se negó el doctor—, soy yo, al igual que las miles de personas que admiramos a Zando, los que tenemos una deuda de gratitud con él. Su entrega y su gesta han sido pago suficiente —explicó mientras abandonaba la estancia—. Lástima que no haya podido llegar hasta el final. Por un momento, todos creímos que el sueño podría hacerse realidad. Un hombre contra un Imperio… ¡memorable!<br />—Esto no ha terminado —afirmó Zando con terquedad—. Estoy herido, no acabado.<br />Amerio abrió desmesuradamente los ojos al oír la afirmación de Zando.<br />—No le hagáis caso, nunca ha sabido decir basta —lo disculpó Vera—. Venid, Dolmur os acompañará hasta la linde de la granja —dijo acompañándolo hasta la salida. Después, con ojos encendidos como ascuas, miró a Zando con expresión severa—. ¿Qué es eso de que esto no ha terminado? En nombre de Hur, empiezo a creer que has perdido la razón.<br />—Puedo pelear con un solo brazo —insistió Zando tercamente—. Las cosas no acaban hasta el final, y mientras respire, no habrán terminado.<br />—Está bien, en tal caso, levántate —le ordenó Vera en un tono que no admitía evasivas—. Camina los tres pasos que nos separan.<br />Zando obedeció y se puso en pie. Inmediatamente, su rodilla derecha lo hizo encogerse de dolor.<br />—¡Camina! —lo increpó Vera.<br />Con una pronunciada cojera, Zando atravesó la pequeña habitación.<br />—Ahora gira el cuerpo.<br />Nuevamente, punzadas de dolor recorrieron el tórax de Zando al intentar realizar la acción solicitada. Tenía el cuerpo completamente dolorido.<br />—Estás destrozado y sabes que mañana te dolerá aún más —pese a la dureza de sus palabras, lágrimas de angustia corrían por sus mejillas—. Si escapas, nadie te culpará. Todos saben que has hecho todo cuanto has podido. Todo esto ha servido para mostrarles el camino. No te corresponde a ti ganar sus batallas. Si acudes mañana al duelo, te enfrentarás a un guerrero despiadado y cruel, más fuerte, rápido, y joven que tú. Si no cejas en tu empeño, mañana…<br />Vera no pudo terminar la frase, pues tenía un nudo en la garganta. Tras pugnar por continuar, finalmente acertó a decir:<br />—Por favor… —susurró con la cabeza encogida y mirando al suelo. Sus manos aferraban la falda de su vestido, retorciéndola.<br />Zando la miró, y no pudo evitar sentirse culpable. En su interior, luchaba por hallar una solución satisfactoria. Pero no la había. Si abandonaba o se rendía, Golo lo prendería para ejecutarlo. Y si escapaba, viviría el resto de sus días con la sombra de la duda, huyendo, temeroso de mirar a su espalda.<br />No, su conciencia lo impelía a pelear, a continuar pese a todo.<br />—No me pidas que renuncie —suplicó Zando a su vez—. Si no me presento mañana, Golo habrá ganado. Alasia, Crod… habrán muerto por nada.<br />—Eso ha sido un golpe bajo —protestó Vera—. Ellos están muertos y nosotros aún tenemos una vida por delante.<br />—Una vida vacía y desprovista de tranquilidad, huyendo para no ser capturados. Golo no me dejará vivir, lo sabes. El único modo de aspirar a una vida plena y feliz es vencer mañana.<br />—¡No puedes vencer! —estalló Vera—. En tu estado, incluso yo podría derrotarte. ¿Es que no te das cuenta? Si acudes al duelo, no sobrevivirás. Prefiero vivir como una prófuga antes que presenciar cómo te matan.<br />—Eres tú quien no lo entiende, Vera. Lo que me hace ser quien soy son mis principios, mi Código. Si has visto en mí a un hombre a quien poder amar es por ser como soy. Si no acudo al combate será como morir en vida. Me marchitaré y caeré en la desesperación. No puedo ser quien soy sin acudir mañana.<br />—Dolmur me advirtió sobre esa terquedad tuya. Dijo que eras incapaz de pensar por ti mismo sin el Código al que idolatras, el Mert´h indú. ¿Tan grave sería adaptarte a las circunstancias? Pareces creer que cambiar tu rígido modo de pensar sólo traería desgracias, pero quizás no sea así, quizás haya un mundo maravilloso por descubrir tras el Mert´h indú. ¿Crees acaso que yo carezco de principios por no seguir tu doctrina? ¿Acaso mi modo de pensar y actuar es inferior al tuyo?<br />—Yo no he dicho eso —se defendió Zando—. Eres una mujer maravillosa. Tu lealtad y bondad están más allá de toda duda. Pero cada cual se aferra a sus creencias.<br />—¿Y tus creencias te obligan a morir? Quizá ellas te importen más que yo misma.<br />—Das por hecho que perderé —dijo Zando abatido—. Un poco de fe es lo único que necesito. No soy una persona religiosa, Hur lo sabe, pero si he llegado hasta aquí, quizás me quede algo por hacer. No creo que todo lo acontecido sea fruto del azar. Quizás esto sea parte de un plan que nos supera a todos nosotros. ¿Tanto te cuesta creer en mí?<br />Vera no respondió. En su lugar lo miró con expresión desolada. La mujer le había prometido apoyo hasta el final de los duelos, y ahora se arrepentía de su promesa. Deseaba obligar a aquel hombre terco a entrar en razón, pero sabía, en lo hondo de su ser, que Zando tenía algo de razón. La suficiente para no cejar en su empeño.<br />—Veo que no te voy a convencer —afirmó obstinada—. Sea pues. Prometí apoyarte y me tendrás a tu lado, pero no esperes que alabe tu descabellado intento —concluyó, saliendo y dando un portazo.<br />Zando se quedó a solas con sus miedos.<br /><br />Aquella noche le fue imposible dormir. En realidad, Vera y Dolmur tampoco pudieron. El peso de lo que estaba en juego era abrumador, y las esperanzas ínfimas.<br />Zando recordó las palabras de su guía en Shazalar el día que se despidieron: “Sólo necesitas recordar que siempre has tratado de hacer lo correcto, aunque esta vez, escucha a tu corazón en lugar de a tu cabeza”. Según su vaina, esa era la clave para vencer en la batalla que se avecinaba. A la luz de todo lo acontecido, el consejo se mostraba veraz. De no haber escuchado a su corazón, nunca se habría puesto del lado de los aldeanos, y los duelos jamás habrían tenido lugar, convirtiéndolo en el héroe de los desfavorecidos.<br />Pero Zando estaba muy lejos de sentirse como un héroe. Muy al contrario, se sentía terriblemente desdichado. No soportaba hacer sufrir a Vera. Esa noche interminable, a punto estuvo de acudir junto a ella innumerables veces para decirle que renunciaba. Lo único que deseaba era abrazarla y mandar al infierno a todo y a todos. Sentado en el porche de la casa, miraba hacia la aldea con el alma partida en dos.<br />El peso del silencio era insoportable. Por primera vez en meses, esa noche nadie cantaba o danzaba. Las hogueras se habían apagado pronto y los ánimos habían sucumbido, ahogados por el peso de la derrota en ciernes.<br />Su derrota.<br />El viejo soldado miró sus manos, preguntándose si bajo toda aquella piel, huesos y tendones, se ocultaría un alma capaz de imponerse a las limitaciones de su cuerpo magullado y roto. ¿Acaso el Omni era el poder del alma humana liberado de la prisión del cuerpo? Si así fuera, quizás sucediese un milagro que lo ayudase en aquellos momentos oscuros.<br />Zando acarició el viejo y ajado ejemplar del Mert´h indú que lo había acompañado durante media vida.<br />«Haz de sus preceptos tu vida, y jamás volverás a sentirte indigno mientras vivas», le había dicho Fíleas, su maestro, el día que se alistó. Desde entonces, Zando jamás había roto uno solo de sus preceptos.<br />Hasta que llegó a la aldea.<br />Vera lo había acusado de no saber pensar por sí mismo, de obedecer ciegamente el Código. Pero eso era falso. La cadena de acontecimientos desatada el día del Fundador lo había conducido a enfrentar su sentido del honor con su conciencia.<br />Y contra todo pronóstico, su conciencia había prevalecido.<br />Había perdido todo por cuanto había luchado en la vida, viéndose degradado y humillado por ser falible. El momento de debilidad vivido en el templo había bastado para hacer pedazos toda una vida de leal entrega al Imperio. Mas cuando se creyó inexorablemente perdido, le fue concedida una segunda oportunidad, o eso había creído entonces. En realidad, lo enviaron a una misión suicida acompañado por asesinos de la peor calaña. E incluso así, no lograron quebrar su espíritu, hacerlo ceder en su empeño de cumplir con su obligación. Y cuando finalmente llegó a su destino…<br />Simplemente no pudo imponer su sentido del honor a la más flagrante de las injusticias.<br />Su conciencia, largamente reprimida en pos de un bien que Zando creía mayor, había quebrado su determinación enfermiza, obligándolo a renunciar a su honor en detrimento de ésta.<br />No fue hasta ese instante, sentado a solas con su impotencia bajo el tenue resplandor de las lunas, que Zando entendió al fin el sentido de sus pesadillas; eran la voz de su conciencia, reprimida y acallada con terca determinación, que pugnaba por hacerle entender la más básica de las verdades:<br />No existe honor sin bondad.<br />Ante el dilema de escoger entre acatar el Código y arrancar a los habitantes de la aldea de sus paupérrimas haciendas, u obrar con caridad y prestarles ayuda, Zando había optado por lo segundo. Y aquella fue una decisión que casi lo llevó a la locura y a la muerte. Renunciar a una vida de creencias es una empresa que pocos hombres tienen la entereza de acometer con éxito. Pero Zando lo logró, si bien el azar y su sentido innato de la bondad le echaron una mano.<br />Aún se estremecía al recordar cómo había escapado de su arresto ayudado por Dolmur. Como en una pesadilla, agotado y deprimido, se había encaminado al lugar más alto de la aldea, dispuesto a terminar con su vida arrojándose al vacío. Y una vez más, su deseo de ayudar a los inocentes había sido el desencadenante de los acontecimientos. Enfrentado, por un lado, a terminar con lo que él creía la única salida honorable, una muerte ritual, y por otro, a prestar ayuda en el bárbaro saqueo de la aldea, había prevalecido el deseo sincero de ayudar, renunciando a sí mismo. Irónicamente, el catalizador de su caída, el Mert´h indú, fue su vía hacia la salvación. En sus páginas estaba la fórmula para afrontar el dilema imposible que suponía oponerse a todo un Imperio y a los designios de un Emperador desleal y corrupto. Según un pasaje del Código nunca invocado en una empresa de semejante magnitud, cualquier hombre de honor tenía el derecho a desafiar al propio Emperador. Pero desafiar a Golo significaba combatir con representantes de todo su ejército.<br />A decir verdad, en aquellos momentos Zando no aspiraba a cambiar nada. Ni siquiera creía poder sobrevivir a los duelos. Su único pensamiento era el de ganar tiempo para la evacuación de los aldeanos.<br />Y nuevamente, otro giro del destino le brindó la oportunidad de llevar a buen puerto su descomunal tarea: tras toda una vida de intentos fallidos, Zando había alcanzado el legendario estado de Omni, tan largamente anhelado por guerreros de toda época y condición. Con el conflicto interno entre su conciencia y su sentido del deber finalmente resuelto, nada le impidió, tras toda una vida de entrenamiento y disciplina, alcanzar tan codiciada meta. Ahora poseía el arma capaz de proporcionarle la victoria. Así, con la ayuda de Dolmur y Brodim, habían logrado inclinar los votos del Senado y hasta del propio Golo, para aceptar las condiciones del duelo. Después de todo… ¿qué podía hacer un solo hombre contra todo un Imperio?<br />—Sí… ¿Qué puedo hacer? —se preguntó Zando bajo el estrellado cielo—. ¡Qué puedo hacer!—gritó frustrado.<br />Y así, solo y sin una respuesta que aliviase su angustia, Zando vio pasar las horas.<br /><br />Cerca del amanecer, el dolor de su brazo roto arreció, martilleándolo con lacerantes aguijonazos. Zando se sentía al borde de la desesperación. Sus esfuerzos por hallar una solución a su dilema habían sido estériles. Su esperanza estaba casi extinta cuando vio a Dolmur acercarse por el camino que conducía a la aldea.<br />—¿De dónde vienes a estas horas? —preguntó.<br />—Tenía que intentar algo —confesó Dolmur—. Fui al Bosque Oscuro a implorar la ayuda de la Fuente.<br />—¿Estás loco, muchacho? Después de lo que hiciste no creo que fueras bien recibido en Shazalar. Tu incursión ha podido costarte la vida. No hay que jugar con ese lugar.<br />—Bien, respecto a eso… debo confesaros algo, Zando —admitió Dolmur mientras se sentaba en el porche junto a su amigo—. Os he mentido. En realidad no robé aquella vaina. Fue la Fuente quien se ofreció a ayudaros.<br />—¿Qué? Explícate de inmediato. Lo último que necesito son más misterios.<br />—Todo sucedió cuando volvía de la capital. Un hechicero ygartiano me abordó en la linde del bosque. Estaba acompañado por una de las vainas. Entre los dos me explicaron un descabellado plan en el que yo debía jugar un papel fundamental. Pese a mi reticencia inicial, me convencieron para colaborar. Jamás lo hubiese creído pero, con la propia Fuente implicada en ello, ¿cómo iba a negarme? Ellos me dieron a entender… cosas.<br />—¿Cosas? —Zando no daba crédito a lo que oía—. Esto tiene cada vez menos sentido, ¿qué te dijeron?<br />—Afirmaron que vos estabais predestinado a jugar un papel fundamental en el devenir de los acontecimientos. La historia, me dijeron, tomaría un curso caótico si vos no lograbais vencer en los duelos. Por lo que pude entender, el propio Imperio peligraba si vuestra empresa fracasaba. Cuando les interrogué sobre mi papel en su trama, ellos me entregaron la vaina. Fue la misma Fuente quien me advirtió: sólo debía usarla cuando los acontecimientos os impulsasen a abandonar los duelos por causas de fuerza mayor. En aquel momento no lo comprendí, pero cuando Golo secuestró a Vera, todo encajó perfectamente. La vaina tomó vuestra forma ante mis ojos. Vuestro doble, en plenas facultades, peleó en vuestro lugar, tal y como lo hubieseis hecho vos.<br />—Entiendo —asintió Zando—. ¿Pero por qué mentirme? Debiste decírmelo.<br />—No os lo dije por dos razones. El Hechicero insistió en la inconveniencia de tal extremo. Dijo que vos no debíais saber nada para que el plan funcionase.<br />—Suena plausible. ¿Quién sabe qué hubiese hecho de saber que un hechicero andaba interesado en mis acciones? ¿Y la segunda?<br />—Sabía que no aceptaríais. Vos jamás habríais aceptado que otro combatiese en vuestro lugar.<br />—¿Tan cabezota soy? —bromeó Zando, cansado.<br />—Diantre, ¡sois el Emperador de los cabezotas!<br />—Ya veo. Así que esta noche has vuelto al bosque a implorar la ayuda de la Fuente —Zando escrutó el semblante de Dolmur unos instantes—, sin éxito, por lo que veo.<br />—En efecto —admitió abatido—. Grité y me interné en el bosque hasta desgañitarme, pero todo fue en vano. Nadie atendió mis súplicas. La Fuente manifestó su deseo de no interferir nuevamente y parece que está dispuesta a cumplir su palabra.<br />—En verdad es una historia extraña —opinó Zando—. ¿Cómo es posible que el Hechicero supiese lo que iba a ocurrir? ¿Y qué motivos podría tener para ayudarme a mí o al Imperio?<br />—Creo saber por qué el Hechicero sabía lo que sucedería —confesó Dolmur—. ¿Recordáis al infame ejecutor que os dio la paliza? Es uno de sus esbirros.<br />—¿Cómo? —Zando no daba crédito—. Eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a ayudarme primero para luego provocar mi caída? ¿Y por qué iba la Fuente a prestarse a ayudarlo? Shazalar se ha mantenido al margen de los designios de los hombres durante siglos. Hay algo que no encaja.<br />—Estoy de acuerdo, los hechiceros no ayudan a nadie más que a sí mismos. Sus motivos escapan al entendimiento de la gente llana —dijo Dolmur cruzando los dedos para ahuyentar la mala suerte—. No debí aceptar su ayuda.<br />Zando palmeó el hombro de Dolmur afectuosamente.<br />—Obraste de buena fe. Tu intención fue ayudarme y te lo agradezco, pero en lo sucesivo mejor será que me lo cuentes todo.<br />—Si hay un sucesivo… —Dolmur no quiso decirlo de un modo tan desafortunado—. Lo lamento, no debí abrir la boca. Soy un torpe deslenguado.<br />—No pasa nada —suspiró Zando—. Tienes razón. Llevo toda la noche rumiando a solas con mis pensamientos, pero no encuentro la solución a mi dilema —dijo, señalando su brazo roto. Acto seguido se incorporó y comenzó a cojear por el porche—. Mi cuerpo se ha convertido en una lacra insalvable.<br />—Bueno, no estoy de acuerdo con vuestra intención de combatir…<br />—No empecemos, Vera me ha llevado al borde de la locura tratando de convencerme. He tomado mi decisión y espero que tú…<br />—¡Esperad! Dejad que termine —Dolmur hizo un gesto conciliador—. Decía que, pese a mi oposición, creo que lo estáis afrontando mal.<br />—¿Mal? Explícate.<br />—¡Oh, vamos Zando! ¿No pretenderéis creer que habéis ganado con vuestra espada? No, si habéis llegado hasta aquí ha sido por vuestro coraje, por vuestro espíritu indómito, incluso por vuestro honor —Dolmur sonrió al ver la expresión de sorpresa de Zando—. Sí, habéis oído bien, por vuestro honor. Aunque os he criticado, debo admitir mi error. Ha sido vuestro incansable y sincero deseo de obrar con rectitud lo que os ha conducido hasta aquí.<br />—Me alegra que lo veas así, pero eso no me ayuda. Sigo sin saber qué hacer. Ni siquiera sé si existe alguna esperanza aún.<br />—Tenemos que creer que sí, Zando. Es lo único que nos queda.<br /><br />Pese al buen ánimo de Dolmur, la mañana transcurrió sin que diesen con una solución al problema. Pese a todo, Zando no mermó un ápice su intención de presentarse al duelo. Fue a mediodía cuando una delegación del Emperador se presentó en la granja con un grupo de soldados y un documento oficial. Portaban, como la vez anterior, una bandera blanca. Esta vez, sin embargo, un nutrido grupo de soldados bajo mando de Zando los escoltaban. Dadas las lesiones de Zando, fueron Dolmur y la propia Vera los encargados de salirles al encuentro. Caminaron hacia los delegados, abordándolos a una veintena de pasos de la granja. No deseaban que Zando oyese nada que pudiera perturbarlo aún más.<br />—No sois bienvenidos —dijo Vera secamente.<br />—Al Emperador no le interesa la opinión de una sucia campesina —respondió uno de los representantes imperiales con desdén. Se trataba de un quinteto de hombres de leyes, todos ellos vestidos con la característica toga oscura.<br />Vera, lejos de amilanarse por el insulto, le abofeteó la cara sonoramente. Dolmur se temió lo peor al ver la fiera expresión de los soldados imperiales que escoltaban a los delegados. Alertados ante el ataque de la mujer, se llevaron las manos a las empuñaduras de sus espadas, preparados para intervenir. Los verdes, por su parte, rodearon a los imperiales desenfundando sin miramientos. La situación era como un polvorín a punto de estallar.<br />—Mientras estéis en mis tierras me hablaréis con el debido respeto —ordenó Vera—. De otro modo, ya podéis iros por donde habéis venido. ¿Queda claro?<br />—No os mostraréis tan orgullosa cuando hayamos ejecutado al traidor que cobijáis —respondieron los delegados mientras indicaban a sus soldados que se tranquilizasen. <br />—¿Qué? —Dolmur no podía creer lo que oía—. Nadie va a arrestar a Zando. Aún no ha perdido —afirmó obstinadamente.<br />—No os entiendo, rapaz —dijo el delegado, sorprendido—. ¿No iréis a decir que ese loco planea luchar hoy? —su asombro no era fingido—. Ese hombre está acabado. No tiene la más mínima posibilidad de sobrevivir al combate de hoy. Aquí tenemos el documento de la rendición. Sólo ha de firmarlo.<br />—¿Firmar? Vosotros… —Vera, súbitamente lívida, crispaba las manos mientras escupía las palabras—… malditos, sucios, deshechos humanos, excrementos vivientes, patanes, hijos de mala madre… ¡Cómo osáis! —gritó roja de cólera. Incluso el mismo Dolmur retrocedió un paso, alarmado—. Oídme bien, Zando no sólo se presentará al duelo, sino que saldrá vencedor. ¿Me oís? Ningún sucio representante de ese degenerado al que llamáis Emperador podrá derrotar a mi Zando. Más os valdría correr porque en cuanto acabe con vuestro sicario irá a por vosotros.<br />Cuando Vera finalizó, incluso los soldados la miraban con ojos abiertos como platos. Finalmente, el representante imperial asintió con la cabeza.<br />—Ya veo —dijo—. Poco le importa al Emperador si Zando muere en el cadalso o cae en el duelo. En cualquier caso, el resultado será el mismo: su cabeza rodará ante los ojos de la plebe. Es todo, por ahora… —finalizó, girando y ordenando a los soldados que se retirasen—. ¡Ah! Olvidaba deciros algo —añadió—, cuando la cabeza de Zando ruede, la vuestra la seguirá antes de que su sangre se enfríe.<br />Pese a la amenaza, Vera permaneció altiva, mirándolos alejarse. Sólo cuando los separaban un centenar de metros se dio media vuelta y se dirigió de nuevo a la cabaña. Caminó con pasos enérgicos, y Dolmur, impresionado aún por su demostración de coraje, la siguió en silencio. Zando la vio entrar en la cabaña hecha una furia.<br /> —Escúchame bien, Zando —dijo alzando el dedo—. Te prohíbo que pierdas hoy, ¿me oyes? Quiero que machaques a ese úmbrico miserable —Vera acercó aún más su rostro al de Zando—. ¡Ni se te ocurra perder!<br />Impresionado, Zando sólo atinó a asentir con la cabeza.<br />—¡Bien! Estaré en el huerto. Hay malas hierbas que cortar —dijo Vera tomando un rastrillo. Después se retiró dando un portazo.<br />—Y yo que pensaba que tú tenías redaños, Zando… —dijo Dolmur mirándolo.<br />En el exterior, oyeron el desconsolado llanto de Vera.<br /><br />Las horas del día transcurrieron con el amargor de la vacuidad, sin que un atisbo de solución acudiese a la mente de Zando. Finalmente, cuando el sol comenzó su lento descenso, el abatido trío se dirigió caminando en dirección a la aldea. Dada la hinchazón de su rodilla, Dolmur había insistido en ir a buscar un transporte para llevar a Zando hasta la aldea.<br />—He acudido a todos los duelos por mi propio pie —le dijo el aludido en tono seco—, no pienso romper hoy esa costumbre. Además, la caminata me vendrá bien para calentar la condenada rodilla.<br />De este modo, el tiempo invertido en el trayecto se alargó considerablemente, debido a la cojera de Zando. Pese al dolor que sentía al andar, su rostro era como el granito, congelado en un rictus severo. Vera, aún sintiendo terribles deseos de llorar, se guardó de mostrar sus sentimientos ante él, no así Dolmur, quien era la viva imagen del abatimiento. El joven, optimista y bonachón por naturaleza, se había aferrado con esperanzas juveniles a la cruzada de Zando, y ahora, al borde de la derrota, parecía un alma en pena.<br />Una vez en la aldea, la multitud los recibió con un silencio reverencial. Miradas circunspectas y abatidas los vieron llegar hasta situarse en el lugar designado para el duelo. Allí aguardaba Brodim, el diminuto ministro.<br />—Así que era verdad —dijo saludando con una tenue sonrisa—. Habéis acudido pese a vuestras heridas. A decir verdad, no me extraña tratándose de vos.<br />—Gracias por el halago —respondió Zando—, pero no entiendo qué hacéis aquí, en mi lado de la calle. Golo no os perdonará esto.<br />—¡Al diablo con Golo! —dijo con terquedad—. He sido un necio todos estos años, una rata escondida y temerosa. No voy a consentir que un amigo luche solo. No en un día como éste. Deseo que el Emperador y el resto de los senadores me vean aquí, junto a vos.<br />Zando asintió en silencio, emocionado por la muestra de valor de su amigo.<br />—Decidme —continuó Brodim—, ¿es vuestro estado tan lamentable como aparenta?<br />—Me temo que es peor —admitió Zando—. No quiero dar lugar a engaños, la cosa pinta mal.<br />—¡Mirad! —señaló Dolmur— Es el General Verde.<br />En efecto, en el extremo opuesto de la calle, el monumental úmbrico había irrumpido, pavoneándose y exhibiéndose como un vulgar matón de feria.<br />—¡Es un escándalo! —protestó Brodim—. Un insulto a la tradición, la más vergonzosa prueba de la corrupción imperial.<br />—¿Sabéis lo que más me disgusta? —inquirió Dolmur frustrado—. Zando se ha enfrentado a los mejores soldados del Imperio y ahora va a ser un patán descerebrado y cobarde el que se alce con la victoria.<br />—¿Cómo? —preguntó Zando esperanzado. Sus ojos brillaron súbitamente mientras en su mente comenzaba a germinar una idea—. ¿Has dicho descerebrado y cobarde? ¡Eso es! ¡Ya sé cómo vencer!<br />Al oírlo, Vera le sujetó la cabeza con las manos, obligándolo a mirarla a los ojos.<br />—¿Qué has dicho? —Vera, al igual que Dolmur y Brodim lo miraban estupefactos—. Repítelo.<br />—Ya sé cómo voy a vencer —respondió Zando con decisión—. O al menos, lo voy a intentar.<br />—¿Y sería mucho pedir que lo compartieras con nosotros? —preguntó Dolmur, impaciente. <br />—Golo ha cometido el último de sus errores —afirmó Zando convencido—. Hoy derrotaré al nuevo General Verde con mi arma más poderosa, el honor.<br />Vera, Dolmur y Brodim lo observaron en silencio unos instantes, aturdidos.<br />—Ha enloquecido… esta vez sí —dijo Dolmur masajeándose la frente.<br /><br />Minutos más tarde, Zando, Vera y Brodim miraban impacientes hacia la multitud. Dolmur debía volver de un momento a otro.<br />—¡Diantre! Ese jovenzuelo tarda mucho —exclamó Brodim inquieto—. Golo comienza a impacientarse.<br />—Tranquilizaos, debe estar al llegar —respondió Zando circunspecto—. Confío en él plenamente.<br />—¿Estás seguro de tu plan? —insistió Vera. Pese al optimismo inicial, no acababa de ver claro todo aquello—. Es muy arriesgado. Hay demasiadas posibilidades de…<br />—Shhh… —la tranquilizó Zando—, es la única oportunidad. Si Hur me bendice, la victoria aún puede ser mía.<br />—¿Y si no?<br />Zando no respondió. Su mirada expresaba una serena aceptación de la situación. Ocurriese lo que ocurriese, estaba en paz consigo mismo.<br />Vera, asustada, lo abrazó sintiendo la tenue calidez de su respiración.<br />—¡Mirad! ¡Es él! —alertó Brodim señalando a Dolmur, que acababa de irrumpir empapado en sudor en el centro de la calle—. Parece que lo ha logrado.<br />En efecto, Dolmur portaba un delicado estuche de madera de forma alargada, que manejaba con reverencial cuidado.<br />—Es la hora —dijo Zando besando fugazmente a Vera.<br />Brodim, con torpeza, apretó el puño en un claro gesto que pretendía decir: «¡A por él!»<br />Animado, Zando se volvió, respiró hondo y se dirigió al lugar designado para el duelo.<br />—Recuerda soldado —susurró Vera mientras se alejaba—, ni se te ocurra perder.<br />Zando avanzó hasta situarse a un par de pasos de Dolmur, que aguardaba junto a Hidji. El joven le estrechó la mano con firmeza, aún jadeando.<br />—Está hecho —manifestó satisfecho—. Tenéis suerte, Saled os profesa una gran lealtad. Aún permanece agrupado con los verdes que están bajo vuestro mando.<br />—Estaba convencido de ello —afirmó Zando—. Saled es un buen hombre.<br />La expresión de Dolmur se ensombreció al manipular cuidadosamente la cerradura de la misteriosa caja. En su interior, dos bellos estiletes de impecable factura relucían en su funda de terciopelo negro. Sus hojas reflejaban el verde fulgor de la ponzoña.<br />—Saled me ha advertido sobre el veneno —previno Dolmur—. Un solo roce… —explicó, abriendo mucho los ojos.<br />—Soy consciente del riesgo que corro —afirmó Zando empuñando el arma—, pero es el único medio de igualar las tornas. ¿Recuerdas lo que has de hacer si muero? —preguntó con seriedad—. Debes cuidar de ella, ya sabes lo…<br />Dolmur no lo dejó concluir.<br />—No tengáis cuidado con eso. Sé lo que he de hacer, sólo espero que el úmbrico no sobreviva.<br />—Pase lo que pase, eso no ocurrirá —afirmó Zando mirando a su oponente—. Aunque suceda lo peor, me aseguraré de que Golo sea destituido y vosotros estéis a salvo. Vamos allá, comunica al árbitro mi intención de escoger armas.<br />Diligente, Dolmur se adelantó e intercambió unas palabras con Hidji. El demacrado árbitro miró fugazmente a Golo antes de anunciar a viva voz el cambio de planes. Era la primera vez que Zando decidía combatir con un arma que no fuera su espada reglamentaria, la que usaban normalmente los soldados imperiales. La noticia, como era de esperar, fue recibida con estupefacción por los presentes. Golo, alertado, se incorporó y comenzó a intercambiar palabras con Tolter, su asesor. Por su parte, el fornido úmbrico miraba alternativamente al Emperador y a Hidji, negándose a entregar su pesada espada sin una orden directa. Finalmente, Golo se sentó con un contundente gesto de frustración, asintiendo en silencio a la muda pregunta de su nuevo General Verde. Abatido, el gigantesco norteño arrojó su espada con un gruñido y tomó el delicado estilete con repugnancia. En sus manos parecía un arma de juguete. Su puño apenas cabía en la empuñadura, viéndose obligado a asirla con tres dedos.<br />—Mirad la expresión de Golo —señaló Dolmur complacido—. Su seguridad ha sido repentinamente sustituida por la sombra de la duda.<br />En efecto, el Emperador se revolvía inquieto en el palco, interrogando a Tolter con un miedo cerval en la mirada.<br />—Pase lo que pase, ha merecido la pena —dijo Dolmur mirando de nuevo a Zando—. Quiero que sepáis que… —pero el joven, emocionado y al borde del llanto, no pudo acabar la frase.<br />—Lo sé mi buen Dolmur, lo sé —dijo Zando palmeando cariñosamente el hombro del joven—. Has demostrado ser el más leal de los amigos. Sin ti, no hubiese podido llegar hasta aquí. Tú me mostraste lo cabezota que era. Ha sido un placer compartir mis días contigo. Ahora corre junto a Vera, necesita tu apoyo en estos momentos. Recuerda, cuida de ella, ahora y…<br />—No hará falta —dijo tercamente Dolmur—. Os la devolveré dentro de un instante.<br />Finalmente, el árbitro miró a ambos contendientes, levantó su enjuta mano y se hizo el silencio.<br />—Zando, ex sargento de la división verde y representante de Roca Veteada se acoge a su derecho a escoger armas y decide batirse con floretes imperiales envenenados —anunció Hidji—. Podéis tomar vuestras armas.<br />El clamor no se hizo esperar. Una miríada de murmullos recorrió la multitud, que comenzó a deducir las pretensiones de Zando.<br />El aludido asintió y se encaró a su oponente, abstrayéndose de todo lo demás. Pese a su cojera, se irguió completamente, dando dos o tres tajos al aire a modo de calentamiento. Incluso con el brazo en cabestrillo, su aspecto y su porte infundían un respeto incuestionable. Sus ojos se encontraron con los de su enemigo.<br />—Escúchame bien, ser indigno y despreciable —dijo con un tono de voz lo suficientemente alto como para ser escuchado por la multitud cercana—. Como acabas de oír, estos estoques están envenenados. Cualquier roce con ellos basta para matar a un muloorc. He acudido hoy aquí con la firme intención de derrotarte y acabar con el mandato de Golo —afirmó mirando ahora en dirección al palco imperial. Golo se retorció como un animal acorralado. Pese a la distancia, Zando advirtió que sudaba copiosamente. De nuevo miró a su corpulento némesis—. Soy consciente de tu fuerza, tu rapidez y tu juventud, pero te aseguro que nada de eso me impedirá herirte con mi florete. Si te acercas a mi acero puedo asegurarte que no saldrás vivo de ésta. ¿Me oyes bien, general? Poco me importa si muero en el intento. Lo único que te aseguro es tu derrota, pase lo que pase —Zando sostuvo con fiereza la mirada del úmbrico.<br />El gigantón, mermada ya su anterior fanfarronería, se mostraba temeroso, mirando su propia arma como si fuese un áspid venenoso.<br />Zando aguardó unos instantes, dejando que el germen de la duda brotase en el norteño. Por último, se dirigió de nuevo a Hidji:<br />—Cuando gustéis —dijo.<br />El árbitro asintió teatralmente. <br />—¡Preparaos para el duelo! —anuncio Hidji retrocediendo más de lo habitual. Incluso él miraba con renuencia el veneno que rezumaban los sables.<br />Zando respiró hondo, invocando la calma interior que precedía al Omni. En un momento, sus sentidos y su percepción se agudizaron.<br />—¡Adelante! —gritó Hidji.<br />Ningún contendiente se movió…<br />Zando, plantado frente al úmbrico con el estoque alzado, miraba al frente fijamente, sin perder un solo instante la conexión con los ojos de su enemigo. Su expresión no reflejaba el más leve atisbo de duda o miedo; se había entregado en cuerpo y alma al combate, preparado para cualquier desenlace. En todos los sentidos, Zando era la representación viva de la serenidad y la determinación.<br />El úmbrico, sin embargo, distaba mucho de dar esa imagen. Había retrocedido un par de pasos, poniendo distancia entre Zando y él. Con la mano libre tanteaba los múltiples huecos que dejaban expuesta su piel, a través de una armadura diseñada para alguien de un tamaño sensiblemente menor, calculando las posibilidades de ser herido al arremeter. Después, miró al suelo, en dirección a su pesada espada a dos manos. Ésta yacía tirada junto a Hidji, en el borde de la calle. Con armas convencionales hubiese vencido fácilmente a un oponente herido de consideración, cuya movilidad estaba severamente mermada. Ahora en cambio, sería muy complicado vencer con algo tan liviano como un florete. Los úmbricos estaban acostumbrados a pelear con un estilo de lucha basado en la contundencia de sus golpes, avalados por su poderosa musculatura. No conocían más estrategia que la fuerza bruta en su estado más salvaje.<br />Así pues, el nuevo general no sabía qué hacer.<br />Zando había previsto esa reacción cuando escogió la suerte de armas. Y también esperaba algo más.<br />Cuando Golo había nombrado a oponentes leales para enfrentarse a él, éstos habían combatido con entrega y audacia. Incluso los que habían sido obligados a luchar usando el chantaje, como Saled, habían peleado con la urgencia que otorga la necesidad. Pero aquel bárbaro no poseía más motivación que la de sentirse superior físicamente, estar convencido de la victoria frente a un hombre herido, y ser recompensado con una generosa cantidad de oro.<br />En definitiva, Zando sabía que se enfrentaba a un cobarde. Y estaba dispuesto a derrotarlo con su propia cobardía.<br /><br />Pasaron los segundos sin que el úmbrico se decidiera a lanzar un ataque, y pronto se oyeron los primeros abucheos. El voluminoso general retrocedía sin parar ante la firme determinación de Zando, un hombre mayor y herido.<br />—Gracias a los dioses parece que su plan está dando resultado —dijo Vera con el corazón aún encogido—. ¡Yemulah el Justo, haz que su enemigo se rinda! —imploró.<br />—Esto no pinta bien —dijo Dolmur—, ¡mirad, Golo está dando órdenes!<br />En efecto, el soberano se había levantado y daba órdenes acaloradamente a su consejero.<br />—¡Maldición! —exclamó Dolmur—. ¡Parece que Golo va a movilizar a sus hombres!<br />—Eso me temo —corroboró Brodim—, según parece, el Emperador va a hacer gala de su cobardía hasta el último instante.<br /><br />Golo no podía creer lo que estaba sucediendo. En unos instantes, había pasado del convencimiento absoluto de su victoria, a ver cómo la posibilidad de perder su Imperio se materializaba peligrosamente ante él. En la víspera, al ver a Zando alejarse abatido y herido de gravedad, había dado su victoria como un hecho consumado. Contratar los servicios de un ejecutor había resultado el golpe de gracia que necesitaba. Pese a su inesperada derrota, el consumado asesino había logrado propinar una paliza a su odiado enemigo, dejándolo impedido para librar el último duelo.<br />Pero una vez más, y contra todo pronóstico, aquel endemoniado Zando había encontrado el modo de hacer fracasar sus planes. ¡Incluso uno de sus ministros, aquel senador callado y taciturno llamado Brodim, había osado mostrar su apoyo público al traidor! Golo creyó enloquecer de ira. Ahora, para colmo de males, su último peón, el más fiero de los úmbricos, se mostraba como una alimaña asustada frente a un hombre viejo y lisiado. ¡No podía consentir perder por la cobardía de un sucio animal! Lo obligaría a pelear costase lo que costase.<br />—¡Tolter! —llamó con voz crispada—. Ve y llama al comandante Brunn de inmediato.<br />—Mi señor, no sería prudente intervenir en el discurrir del duelo —trató de razonar el maestro asesino—. Llegados a este punto, ni siquiera vos podéis ignorar las reglas del duelo. El Senado y la plebe…<br />—¡Llama a Brunn en el acto o haré que te decapiten! —chilló Golo, presa absoluta del pánico.<br />—Como mi soberano ordene —Tolter inclinó la cabeza, sumiso. En un rincón de su mente, el nombre de Golo quedó anotado en la lista de futuras víctimas.<br />Tras un instante que al Emperador se le antojó eterno, Tolter regresó al palco acompañado de Brunn.<br />—Mi señor… —se inclinó el comandante. Se le veía sensiblemente turbado. Resultaba evidente que había sido advertido por Tolter sobre las intenciones del Emperador.<br />—Ordena a la división de arqueros que rodee a ese sucio cobarde. Al más leve indicio de rendición, acribilladlo —el tono de Golo no admitía réplicas—. ¡Ah! Aseguraos que mi nuevo General Verde vea los arcos apuntándole. ¡Id! Si los arqueros no llegan a tiempo podéis dar por perdida vuestra cabeza.<br />El rostro de Brunn perdió su color mientras se retiraba con una fugaz reverencia. Saltó la suave escalinata que separaba el tablado del suelo con un ágil brinco y corrió como perseguido por espectros. Sorteó jadeando el atiborrado gentío de soldados que asistían atónitos al desenlace de los duelos, y encontró al grupo de arqueros a un lado de la calle.<br />—¡Teniente Suki! —gritó acuciante—. El Emperador os ordena distribuir a vuestros arqueros alrededor del general.<br />—¿Cómo decís? —preguntó Suki atónito.<br />El cuerpo de arqueros, al oír las órdenes, se volvieron indignados, prestando atención a las nuevas órdenes.<br />—El Emperador ha ordenado apuntar al general y disparar si éste hace amago de rendición. Su majestad desea motivarlo. ¡Id rápido, vuestras cabezas peligran si no obedecéis! —ordenó Brunn alzando la mano ante el rostro de Suki.<br />—¿Nuestras cabezas? —preguntó Suki con desdén. A su alrededor, los soldados protestaban airadamente, refunfuñando y lanzando miradas furibundas. El teniente alzó la mano para acallar sus protestas—. Por si no os habéis dado cuenta, me estáis ordenando intervenir en un duelo del que depende el destino del Imperio. ¡Es un acto ilegal!<br />—Poco importa si es legal o no, ¡son vuestras órdenes! Cumplidlas sin rechistar. Es vuestro deber como soldado de su majestad —Brunn, desesperado, se llevó la mano a la empuñadura de su espada en un claro gesto disuasorio.<br />—Tenéis razón —concedió Suki, ignorando la amenazante actitud de su comandante—. Los soldados vivimos para cumplir órdenes, no para cuestionarlas. Eso es lo que he creído toda mi vida —Suki hablaba con una cadencia lenta, intencionada, mirando a sus hombres, no a Brunn.— Es decir, es lo que creía… hasta ahora.<br />—¿Hasta ahora? —Brunn sintió flaquear las piernas.<br />—Eso he dicho —siguió Suki sin alterarse—. ¿Sabéis? Yo serví a las órdenes de Zando hace años, cuando no era más que un simple soldado. De él aprendí muchas cosas valiosas, pero especialmente una que ahora he podido corroborar: ese soldado cansado y viejo que lucha en la arena arriesgando su vida es el más leal y honrado de los hombres —los soldados asintieron conformes al oír las alabanzas de su teniente.<br />—No sé qué demonios estáis insinuando, pero vais a obedecer de inmediato si estimáis en algo vuestra vida —amenazó Brunn desenvainando.<br />Suki, irritado ante la actitud de su comandante, apartó el filo de la espada de un manotazo. Después, sin dar tiempo a un parpadeo, colocó su daga en el cuello de Brunn.<br />—Oídme bien —gruño en su oído—. No pienso enviar a mis hombres a cometer una violación de las reglas. No pienso actuar de modo cobarde y rastrero ni siquiera por Golo —Suki escupió tras pronunciar el nombre—. El combate seguirá su curso y si alguien intenta intervenir, serán mis hombres los que se encargarán de poner orden. ¿Os habéis enterado, miserable pimpollo de la corte? Id y decídselo al Emperador —dijo arrojando al suelo a Brunn.<br />Los soldados vitorearon a Suki, impresionados por su arrojo.<br />—¡Estáis loco! —gritó Brunn alejándose—. Si el úmbrico vence, el Emperador os ejecutará.<br />—Ése, mi comandante, es un riesgo que pienso correr —afirmó, cuadrándose teatralmente frente a Brunn. <br />Nuevas risas por parte de los soldados. Brunn, al borde de la histeria, salió disparado en dirección a los barracones, dispuesto a regresar con refuerzos que obligasen al teniente a cumplir sus órdenes.<br />Suki lo vio alejarse con un gesto de desprecio dibujado en la cara.<br />—Todos apoyamos vuestro gesto, teniente, pero va a costaros caro —le dijo uno de sus hombres—. Cuando el comandante regrese os arrestará por traición. ¿Estáis seguro de lo que hacéis?<br />—¿Seguro dices? ¡Demonios, no! En cualquier caso, antes de que pueda volver, todo esto habrá acabado. Más le vale a Zando ganar este duelo, tiene en sus manos más vidas de las que cree. ¡Qué Zatrán asista su espada! —susurró mirando a Zando.<br /><br />—No sé qué demonios ha ocurrido —refunfuñó Dolmur—. No distingo bien el campamento imperial desde aquí.<br />—¡Algo habrás visto! Dinos lo que sea, nos tienes en ascuas —suplicó Vera. La mujer sentía latir desbocado su corazón. Si tendían una emboscada a Zando tan cerca de la victoria…<br />—Según he creído ver —aclaró Dolmur—, Golo ha dado una orden y uno de sus comandantes se ha dirigido presto hacia el cuerpo de arqueros.<br />—Eso ya lo sabemos. Abrevia zagal, me va a estallar el corazón con tanto misterio —rezongó Brodim, que no paraba de abanicarse la ruborizada cara.<br />—Vale, vale, ya continúo. El resultado es un alboroto considerable en las filas de los arqueros. Después, nada. Han vuelto a prestar atención al duelo. El comandante ha desaparecido. Es todo.<br />—Vaya, vaya —dijo Brodim satisfecho—, según parece no soy el único que ha decidido plantar cara en el día de hoy.<br />—Ahora sólo depende de Zando, ¿no? —preguntó Vera, nuevamente esperanzada.<br />—Eso creo —respondió Dolmur—. ¡Vamos Zando! ¡Demuestra a ese cobarde quién eres! —gritó enardecido.<br />La multitud, contagiada por su espontaneidad, comenzó a corear el nombre de Zando, recuperadas las esperanzas. <br /><br />Éste sintió fortalecer su ánimo al oír al gentío corear su nombre, confortado por las muestras de cariño popular. La esperanza, casi extinta la víspera del duelo, renacía en su interior. Este nuevo giro de los acontecimientos reforzó su autodeterminación; de un modo u otro, detendría a Golo. Si debía morir para ello, que así fuera.<br />Una parte de su mente, extrañamente libre y lúcida, pensó que quizás el Omni afectase a su modo de percibir y sentir las cosas. Al principio, Zando creyó que únicamente afectaba a su capacidad para pelear, pero ahora se daba cuenta de que iba mucho más allá. La serenidad que lo embargaba hacía que aceptase las cosas con una extraña y reconfortante tranquilidad; pese a las nuevas esperanzas, dar su vida seguía siendo una posibilidad probable que no lo turbaba.<br />El general retrocedió otro paso y miró alrededor. El apoyo popular ofrecido a Zando era como un arma invisible que lo amenazaba y le restaba el poco valor que le quedaba. Pese a todo, su instinto norteño lo incitaba a pelear, a intentar destrozar a ese menudo hombrecillo, herido e incapacitado, que había osado enfrentarse a él. Sentimientos antagónicos de miedo e ira pugnaban en su interior, mermando sus fuerzas. Evitaba mirar aquellos ojos penetrantes y oscuros que lo miraban sin piedad y parecían decir: «Ven hacia mí y no verás otro amanecer». ¿Cómo podía aquel hombrecillo de las tierras del sur mirarlo con esa entereza? ¿Qué oscuro secreto guardaba en su interior para acobardarlo de ese modo? El úmbrico llegó a la conclusión de que el culpable era ese maldito florete, un arma indigna de verdaderos guerreros, mancillada con la ponzoña del veneno. Al recordar esto, no pudo evitar mirar en dirección a su mano derecha.<br />El general se quedó helado.<br />En un descuido, había acercado el arma peligrosamente a su tobillo. Al borde del pánico, y con un gesto de repugnancia, arrojó el arma a sus pies como si se tratase de un áspid venenoso.<br />Golo, al ver a su campeón arrojar el florete, montó en cólera y se puso en pie, gritando improperios a viva voz.<br />—¿Qué crees que haces, maldito cobarde? —insultó, perdido ya todo resto de soberana dignidad— ¡Coge tu espada y pelea, maldito animal!<br />Lejos de animar al general, los insultos, si bien lo incitaron a recoger del suelo su arma, mermaron aún más su escaso valor.<br />Zando vio entonces la oportunidad que esperaba.<br />—Vaya, veo que el filo de tu espada ha tocado el suelo —señaló sin perder sus ojos de vista—. Supongo que ahora han aumentado mis posibilidades frente a ti.<br />El úmbrico lo miró abriendo desmesuradamente los ojos de manera inquisidora. No entendía las palabras de Zando.<br />—¿No pretenderás que el veneno siga siendo igual de efectivo ahora que lo has corrompido con polvo y tierra? —preguntó Zando tratando de engañarlo. En realidad, el veneno seguía siendo igual de letal—. Supongo que ahora podría sobrevivir si me hieres —prosiguió—. En cambio, tú —dijo señalando el filo de su propio estilete—, no podrías soportar un simple roce —dijo mientras hacía silbar su espada, lanzando ataques al aire.<br />Consternado, el general miró su arma, ahora sucia y gris. Incluso hizo amago de limpiarla en su acorazada manga, para arrepentirse asustado de inmediato, provocando así la hilaridad del público.<br />Animado, Zando se arriesgó y, por primera vez desde que comenzase el duelo, avanzó un paso. Pese al dolor de su rodilla, el movimiento fue fluido y firme. Alentado, dio un nuevo paso, y luego otro y otro más… Su rodilla protestaba emitiendo oleadas de pura agonía, pero Zando las ignoraba. Pronto, el general no tuvo a donde retroceder.<br />—Rendirse no es de cobardes —explicó al ver la desesperación del úmbrico. Debía presionarlo ahora que estaba al límite—. No te han dejado combatir con un arma digna de un guerrero. Tu clan entenderá que hayas sido engañado. Nadie cuestionará tu valor. Ríndete y vive.<br />Un silencio mortal se hizo en la multitud, conscientes del inmediato desenlace. El general, acorralado, aún se debatía entre saltar hacia Zando y luchar, o rendirse. Las partes de su piel expuestas a la vista estaban surcadas de venas hinchadas y cubiertas por brillante sudor, mostranado sin ambages la enorme tensión a la que se hallaba sometido.<br />—¡O puedes luchar y morir! —exclamó Zando con voz firme. Su mirada era implacable y su florete silbó, deteniéndose ante la máscara de su enemigo, a la altura de sus ojos.<br />Con un susurro ronco, el paladín de Golo dejó caer su espada. Después se arrodilló, sumiso, encogido como un niño.<br />—Me rindo —gimió al fin.<br />Zando había vencido.<br /></span></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-18023108635102667192011-04-15T00:08:00.001+02:002011-04-15T00:10:00.453+02:00CAPÍTULO XXIII: LAS COSAS SE COMPLICAN<div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XXIII<br />LAS COSAS SE COMPLICAN<br /><br /><br />El funeral de Crod resultó conciso y emotivo. El herrero fue enterrado al pie de un antiguo roble, en su propiedad, según la costumbre del lugar. La aldea en pleno acudió, y todos dieron ánimos a Zando, dejando bien claro que no lo culpaban por lo sucedido.<br />Dolmur, meticuloso observador de la condición humana, sacó dos cosas en claro de aquel triste sepelio. Por un lado, que el sentimiento inicial de temor que atenazó los corazones de los aldeanos cuando Zando se erigió como paladín de Roca Veteada, había sido sustituido por un genuino sentimiento de orgullo, del que hacían gala sin el más leve atisbo de temor. Los aldeanos, hombres y mujeres de origen sencillo y vida adusta, habían ganado algo que ni todo el oro de la codiciada veta podría comprar jamás: el valor de enfrentarse a un Emperador. Sus corazones habían sustituido el miedo de ofender al todopoderoso Imperio por el coraje para exigirle cuentas con la cabeza bien alta. Ocurriese lo que ocurriese, jamás volverían a dudar de su derecho a reclamar lo que consideraban justo.<br /><span class="fullpost"><br />Así se encargó de recordárselo el propio Zando, mencionando la figura de Alasia, la única de todos ellos con el arrojo suficiente para adoptar tal actitud desde el primer momento. Un leve atisbo de culpa emergió en los rostros de su audiencia al oír nombrar a la hermana de Vera. Ésta recordó con lágrimas en los ojos el cruel asesinato de Alasia. El vacío dejado en su corazón por su hermana jamás podría ser llenado. Ahora sólo le quedaba el aliento de su memoria.<br />La segunda cosa que Dolmur sacó en claro fue el respeto y la admiración sin reservas que Zando se había ganado entre los aldeanos. Casi podría emplearse la palabra devoción para expresar la opinión que se habían forjado tras convivir los últimos meses con el veterano soldado. Compartir con él las convulsas circunstancias que habían desembocado en el desafío al Imperio, bastó para despejar cualquier duda que pudiesen albergar respecto a las intenciones de Zando. Aquello agradó a Dolmur, consciente de la preocupación no confesada de su amigo, quien aún guardaba un leve resquemor que a veces lo hacía ensombrecer la expresión. En el fondo de su corazón, Zando aún creía que se había extralimitado al desafiar al Imperio en nombre de la aldea. Irónicamente, había sido Crod el que había insuflado la duda en su corazón: el herrero desconfió de Zando hasta el último instante, no así el resto de aldeanos.<br />Ahora, con Crod fallecido, Dolmur sospechaba que Zando aún se debatía con aquel demonio interior que le susurraba con malicia que no debía haberse tomado la justicia por su mano. Si bien los ánimos recibidos en el entierro de Crod paliaron en parte las dudas de Zando, no consiguieron del todo acallar aquella maligna vocecita interior.<br />En realidad, los acontecimientos venideros demostrarían que ése, y no otro, sería el combate definitivo a librar por Zando.<br /><br />Dado que el entierro fue celebrado al atardecer, Zando no tuvo tiempo de regresar a la granja antes del combate, de modo que se dirigió, escoltado por los aldeanos, hacia la zona de duelos, la calle principal de la aldea. Si en los combates anteriores la algarabía había sido mayúscula, en aquella tarde víspera del último combate, la multitud rugió enfervorecida al verlo llegar. Vera lo acompañaba por primera vez, aferrada con fuerza a su brazo, asustada por semejante demostración de ardor popular. Zando la tranquilizó sonriéndole con expresión tranquila.<br />Mas, pronto, la tranquilidad de Zando se tornó preocupación. Al llegar al lugar asignado para el duelo, la multitud hizo que se le helase la sangre en las venas: todos coreaban al unísono la consigna de Zando Emperador. Pese a la falta de dos combates para finalizar los duelos, nadie albergaba dudas respecto al resultado de la contienda: Zando ganaría y sería coronado nuevo Emperador del Imperio Húrgico.<br />Aquello era demasiado incluso para él. En ningún momento había pretendido semejante fin. ¿Es que no quedaba nadie honorable, capaz de comprender su sencilla motivación? Zando sólo quería hacer justicia. No pretendía la corona imperial. Abatido, miró hacia el palco donde Golo aguardaba acompañado por el Senado. Brodim, con expresión impotente, lo miró asintiendo con la cabeza. Zando comprendió el gesto y miró de forma conciliadora a su viejo amigo. Si el Senado había albergado dudas respecto a su honradez, ahora éstas estaban siendo alimentadas por la multitud y sus desproporcionadas muestras de afecto. Los senadores, de hecho, miraban alternativamente hacia Golo y hacia él con desconfianza y aprensión. Para ellos, no había ganador capaz de enmendar aquella situación que jamás debieron consentir. Ahora, demasiado tarde para dar marcha atrás, sólo les quedaba lamentarse. A sus ojos, debían escoger entre un loco invencible de dudosas intenciones o un monarca mentiroso y despilfarrador. La rabia que Zando sintiera al conocer las demandas del Senado se diluyó al comprender la disyuntiva a la que debían enfrentarse. Si la gracia de Hur le sonreía, y su brazo seguía fuerte para asir la espada, pronto les demostraría que no tenían nada por lo que temer. No deseaba más que retirarse en paz y vivir junto a Vera.<br />En cualquier caso, los vítores proclamándolo Emperador lo contrariaban, de modo que miró hacia Dolmur con ojos suplicantes. Su amigo comprendió sus demandas sin necesidad de explicaciones y se apresuró a salir a la palestra. Situado en el centro de la calle, alzó el brazo y pronto la multitud calló. Todos sabían que Dolmur era el brazo derecho de Zando.<br />Mientras su amigo trataba de razonar con la multitud, Zando miró hacia Golo. Curiosamente, el Emperador charlaba tranquilo con aquel ayudante suyo de aspecto siniestro. No mostraba señales de estar enfurecido o contrariado por las consignas gritadas aquella tarde. Muy al contrario, hacía días que no veía a Golo tan relajado.<br />—No entiendo la actitud de Golo —le susurró a Vera al oído—. Hemos truncado el intento de secuestro y, pese a sus esfuerzos, hoy es el penúltimo combate. Sin embargo, nunca hasta hoy lo he visto tan tranquilo. Casi diría que se muestra feliz.<br />—Ten cuidado, Zando —respondió Vera—, debe tramar algo. Golo ha demostrado ser muchas cosas, pero no estúpido. Si después de verte luchar invicto contra lo mejor de su ejército se muestra tan complacido, debe tener motivos de peso.<br />—Bueno —bromeó Zando—, quizá haya nombrado militar a un dragón. Poco más le queda por hacer.<br />Vera rió su broma, pero enseguida tensó de nuevo la expresión. Pese a intentar mantenerse tranquila, aquella situación la aterraba.<br />Finalmente, sonaron las trompetas y el gentío enmudeció. El contrincante de Zando, un hombre fornido de expresión severa, emergió del campamento imperial.<br />—No parece especialmente peligroso —comentó Dolmur regresando junto a ellos—. Sin embargo…<br />—¿Qué ocurre Dolmur? —preguntó Vera alarmada—. ¿Has observado algo extraño?<br />Dolmur negó con la cabeza. No deseaba asustar a sus amigos por algo tan insustancial como la leve impresión que sentía. Creía haber visto anteriormente a aquel hombre, pero tal cosa era imposible.<br />—¡Ese es pan comido para Zando! —bromeó—. Pronto estaremos en casa celebrando la victoria.<br />Como en los anteriores enfrentamientos, la negra figura de Hidji se adelantó hasta el centro de la calle y llamó a los contendientes. Pero no fueron Zando ni su oponente los primeros en adelantarse.<br />Vera tomó la iniciativa, caminando decidida en dirección al palco del Emperador. Al tratarse de una mujer desarmada y conocida por todos, nadie la detuvo. Vera se situó frente a Golo y lo miró desafiante. Le hubiera gustado decirle: «Mírame, estoy viva. Intentaste matarme y no lo has logrado. ¡Zatrán te maldiga por toda la eternidad!».<br />Sin embargo, sólo sostuvo la mirada del soberano. Después se volvió, dándole la espalda, afrenta de consecuencias trágicas y contundentes en cualquier otra situación. Sin embargo, nadie dijo ni hizo nada. El propio Golo la ignoró, fingiendo una magnanimidad de la que carecía. Sus leales, por tanto, dejaron estar el suceso como una excentricidad más acaecida en aquellos atípicos días.<br />Zando, consciente de las verdaderas implicaciones del gesto, la miró regresar henchido de orgullo. Al llegar junto a él Vera lo besó apasionadamente, provocando el consiguiente clamor popular.<br />—Yo… yo… —farfulló Zando rojo como la grana—, ¿por qué has hecho eso? Quiero decir, me ha encantado, pero no esperaba que…<br />—Espero que no te ocurra nada, pero no me lo perdonaría si no te hubiese besado una vez más —respondió Vera ruborizada a su vez—. Puedes considerarlo un beso de buena suerte de una dama hacia su paladín.<br />—¿Ves, Dolmur? —preguntó Zando guiñando un ojo—. Ahora no puedo perder. <br />—¿Quién lo duda? —respondió Dolmur con su habitual tono guasón.<br />A su espalda, Hidji reclamó su presencia nuevamente.<br />—He de acudir —dijo Zando—. Es la hora.<br />Sus amigos asintieron, viéndolo situarse en el centro de la calle con un pellizco en el estómago.<br />—¿Te llegas a acostumbrar a esto, Dolmur? —preguntó Vera nerviosa.<br />—Jamás, querida, jamás.<br /><br />Zando miró a los ojos a su oponente. Aquel misterioso hombre poseía un rostro que semejaba al granito; no desvelaba la más mínima emoción. Si tal cosa hubiese sido posible, parecía ajeno a todo cuanto lo rodeaba, como si en vez de ir a jugarse la vida, observase plácidamente el devenir de las olas. Pero Zando sabía que eso era imposible. Nadie podía controlar del todo sus emociones cuando está en juego la propia vida. Quizás aquel misterioso hombre estaba absolutamente seguro de su victoria. En tal caso, mostraría una serenidad absoluta. Pero aquello no tenía sentido dado el historial de Zando. Por muy seguro que estuviese de sí mismo, algún rumor habría llegado hasta él sobre los combates anteriores. La leyenda de Zando, magnificada en demasía por la multitud, hubiese bastado para minar la seguridad del más bravo guerrero. Quizás aquel hombre misterioso desconociese con quién había de enfrentarse.<br />En cualquier caso, Golo seguía radiante, mirando los prolegómenos del duelo con verdadero deleite. Cualquiera que fuese el motivo que animase de aquel modo al soberano, lo compartía su consejero, el misterioso ygartiano de fría mirada.<br />Hidji, que seguía enumerando con su cansina voz las reglas del duelo, hizo una pausa para volverse e indicar a un mozo que trajese las armas. En esta ocasión, sería el representante del Imperio el que escogería la suerte de armas. Desde un lateral de la atestada calle, un par de sirvientes acercaron con esfuerzo una caja alargada tallada con extraños símbolos. Al llegar hasta la posición del árbitro, la dejaron caer pesadamente a sus pies. Hidji los despidió con un ademán y la abrió con sus delgados y macilentos dedos. En su interior, dos mazos de hierro negro decorados con los mismos motivos de la caja, esperaban para ser empuñados.<br />—Tugo, almirante de la división verde y representante del Imperio, ha escogido mazos ygartios —anunció Hidji—. Podéis tomar vuestras armas.<br />Con gran naturalidad, el misterioso oponente tomó su enorme mazo, volviendo de inmediato a su posición inicial. Asía su arma con ambas manos, horizontalmente. Zando tomó a su vez el mazo restante y lo extrajo de su caja.<br />Apenas pudo levantarlo.<br />Alertado, advirtió que su mazo era pesadísimo, tanto, que apenas podía sostenerlo. Blandir aquel arma sería una tarea poco menos que imposible. En un primer momento, la sombra de la duda planeó sobre él. Se consideraba a sí mismo un hombre fuerte, y el ygartiano, pese a resultar más voluminoso, no aparentaba poseer un brazo mucho más fuerte que el suyo. Sin embargo, asía su arma con suma facilidad. De haber pesado lo mismo que el suyo, no habría podido manejarlo con semejante naturalidad. ¿Sería ese el motivo por el que estaba Golo tan confiado? ¿Tan burda era la trampa ideada por el Emperador?<br />El ygartio pareció adivinar sus pensamientos, y antes de que Zando pudiese protestar, dejó caer la parte más gruesa de su mazo hasta el suelo, sujetando el mango como si de un bastón se tratase.<br />Zando sintió en sus pies el impacto. ¡El suelo había temblado al ser golpeado por el arma! Si albergaba dudas respecto al peso de ésta, habían desaparecido.<br />—¡Preparaos para el duelo! —anuncio Hidji retrocediendo.<br />La multitud contuvo el aliento esperando un rápido desenlace. Zando, respiró profundamente e invocó al Omni levantando su arma. Curiosamente, ahora no le pareció tan pesada. Tugo continuaba impertérrito, aparentemente ajeno a todo.<br />—¡Adelante! —gritó Hidji.<br />Zando apenas logró esquivar el primer golpe. Tugo se lanzó al ataque a una velocidad imposible, convirtiendo su maza en una mancha borrosa que a punto estuvo de descabezarlo. De no haber alcanzado el Omni a tiempo, Zando sin duda hubiese perecido con aquella primera acometida.<br />La gente, sorprendida, gritó espantada ante semejante demostración de fuerza. Unos instantes habían bastado para sembrar la duda en sus corazones. El feliz desenlace del combate ya no estaba tan claro para ellos.<br />Mientras tanto, Zando, colocado a un lado de su oponente después de fintar, lanzó un golpe con su maza, pero resultó demasiado lento y Tugo lo detuvo con un simple giro de muñeca. Aquella condenada arma pesaba demasiado. ¿Cómo era Tugo capaz de imprimirle semejante velocidad?<br />En cualquier caso, Zando se retiró un par de metros. Si esperaba tener alguna posibilidad de salir bien librado de aquella situación, debía compensar la rapidez de su enemigo procurando espacio entre ambos. Tugo, después de demostrar un leve instante de duda tras su ataque —no parecía creer que Zando lo hubiese podido esquivar—, arremetió con furia renovada. Su expresión había pasado de una fría máscara imperturbable, hasta un rictus facial semejante a una mueca, mitad horrorizada, mitad colérica. Lanzaba golpes encadenados, uno tras otro, haciendo retroceder a Zando, arrinconándolo.<br />Éste, apenas podía contener la lluvia de mazazos que recibía. Pese a anticiparse con suma facilidad a los golpes de sus rivales, la ventaja proporcionada por el Omni apenas le servía para el ataque. Zando, en efecto, seguía intuyendo los golpes, pero éstos resultaban tan fulminantes y continuados, que apenas conseguía apartarse o bloquearlos. Cada golpe recibido era como una onda expansiva que atravesaba su cuerpo, sacudiéndolo dolorosamente. Uno de los impactos, a punto estuvo de hacerle perder su arma. Si seguía peleando a la defensiva, pronto sería vencido. Debía modificar su estrategia, cambiar su táctica.<br />Pero hacer tal cosa en el fragor de la lucha no era tarea fácil.<br />Así, Zando siguió girando en círculos, tratando de no ser acorralado. Su enemigo, que parecía poseer cualidades sobrehumanas, no le daba tregua. Zando comenzó a sudar copiosamente. Jadeaba inhalando bocanadas de precioso aire, agotado. Tugo, en cambio, seguía sin dar muestras de cansancio. Finalmente, los golpes del ygartiano comenzaron a alcanzar a Zando. Primero logró herirlo en el brazo, desgarrando su piel. Después llegó hasta su muslo izquierdo tras haber sido parcialmente contenido por un bloqueo defectuoso. A eso siguieron golpes en el torso y espalda. No resultaron golpes fatales, pero sí lograron minar su resistencia.<br />Mientras todo esto acontecía, sus amigos miraban incrédulos el devenir de la contienda.<br /><br />—¡Lo está matando! —exclamó Vera. Por sus mejillas corrían lágrimas de angustia—. ¡Oh, Hur bendito, si sigue así lo va a matar! —la mujer miraba horrorizada la paliza inflingida a Zando.<br />—¡Diantres! —resopló Dolmur—. Tenéis razón. ¿Quién diablos es ese gorila? Zando nunca había peleado con tanta entrega, pero apenas logra salir bien parado.<br /><br />En su palco, Golo sonreía satisfecho. El montante pagado para conseguir los servicios de aquel guerrero invencible hubiese bastado para edificar media urbe. Pero él habría pagado mucho más para asegurarse la victoria.<br />«Un Imperio bien vale esa suma», pensó satisfecho.<br /><br />El combate recrudecía por momentos y Zando seguía sin dar con una alternativa a su situación. En su mente, una idea pugnaba por salir, pero su atención debía consagrase por completo a la supervivencia. Si disminuía un solo instante su atención, moriría aplastado por aquella maza mortal.<br />Finalmente, la fortuna sonrió a Zando cuando más necesitaba de ella. Tugo arremetió por su derecha y, en un intento por sorprenderlo, cambió en el último instante la trayectoria de su ataque y lo cruzó a la izquierda. Esto le restó velocidad, pero menguó considerablemente las alternativas de Zando, quien desesperado, se arrojó entre los brazos de Tugo. Aquella técnica era empleada por los jóvenes ilicianos en los combates sin armas típicos de los clanes de montaña. Tugo, al verse inmovilizado por el abrazo de Zando, rugió de cólera y frustración, tratando con violentos zarandeos de quitárselo de encima.<br />Pero aquellos segundos bastaron.<br />De hecho, eran lo único que necesitaba Zando para recuperar el control del combate. Su mente barajaba posibilidades a un ritmo frenético, y pronto decidió un plan de acción, saltando hacia atrás y librando su presa. Tugo gritó con voz atronadora, semejando el rugido de un león.<br />Zando arrojó entonces su maza al suelo, ante la atónita mirada de la multitud. Los murmullos generalizados no se hicieron esperar, e incluso Tugo se detuvo un instante, incrédulo.<br />El Mert´h indú rezaba: “¡Hay de aquel que tan sólo confíe en su espada para el combate! Los hombres sabios dominan las únicas armas que jamás abandonan al guerrero: sus manos, sus brazos, sus piernas… En el arte de la lucha, el cuerpo del guerrero es su arma más mortífera.” <br />Zando, en el fragor de la lucha, había olvidado esta verdad fundamental. Había combatido según las reglas de su enemigo, ahora era consciente de ello. Pero no más. Desde ese mismo instante, igualaría las posibilidades renunciando a su arma. Ganaría velocidad, liberado al fin del lastre que suponía combatir con aquel pesado mazo. Era consciente del peligro que corría al combatir con las manos desnudas, pero era eso, o perecer agotado.<br />De nuevo comenzó el intercambio de golpes, pero esta vez era Zando el que lograba impactar sobre Tugo. Pese a su sobrehumana velocidad y fiereza, el ygartio, al igual que los anteriores representantes del Imperio, no igualaba la inestimable ayuda que el Omni proporcionaba a Zando. Éste, libre ya del pesado mazo, comenzó a anticiparse a los golpes, e incluso logró conectar algún puñetazo o patada sobre el cuerpo de su enemigo.<br />Por desgracia, fue como golpear granito.<br />El plan de Zando se basaba en la presunción de la humanidad de su oponente, pero ahora dudada seriamente sobre tal extremo. Golpear el cuerpo de Tugo era casi como impactar sobre roca.<br />Y lo que era peor, sus golpes no surtieron el menor efecto.<br />Zando pronto volvió a jadear sonoramente. Afortunadamente, esta vez Tugo mostró un leve rasgo de debilidad: también él respiraba con una leve agitación.<br />—Así que eres humano, después de todo —susurró Zando esperanzado, a la par que redoblaba sus esfuerzos.<br />Pero su pecho estaba a punto de estallar y en cuanto tuvo oportunidad, volvió a abrazarse a Tugo buscando unos preciosos segundos de respiro. Esta vez, sin embargo, no consiguió su objetivo. Tugo se revolvió colérico, emitiendo un rugido de desesperación y Zando salió despedido, cayendo al suelo. Inmediatamente, Tugo descargó su maza sobre el cuerpo caído de su adversario. Instintivamente, Zando alzó la pierna, propinando una descomunal patada.<br />Ambos alcanzaron a su adversario.<br />La bota de Zando se estrelló sobre la cara de Tugo, rompiendo su tabique nasal. Inmediatamente, un reguero de sangre manó por su rostro. Aturdido, el ygartio trastabilló varios pasos hacia atrás.<br />La multitud estalló en vítores, pero pronto se convirtieron en gritos de horror.<br />Zando, emitiendo gemidos de dolor, se había puesto en pie nuevamente. Su brazo izquierdo colgaba inerte a un costado. Había tratado de proteger su cabeza interceptando la maza con su brazo y éste no había soportado el impacto, rompiéndose limpiamente. Contra todo pronóstico, y pese a su traba, Zando no perdió el ánimo ni el rumbo del combate, y caminó presto hacia un Tugo aún desorientado por el golpe recibido. Debía terminar el combate ahora que aún tenía a su enemigo a su merced.<br />Pero Dolmur se lo impidió.<br /><br />—¡Traición! —gritó Dolmur horrorizado—. ¡Detened el combate! ¡Ha habido juego sucio! —exigió al ver el tatuaje sobre el hombro de Tugo. Ahora reconocía al fin al misterioso contendiente.<br />Cuando Tugo se libró del segundo abrazo de Zando, el paladín de la aldea le había desgarrado la camisa, mostrando el tatuaje de un cuervo negro. El símbolo de los ejecutores, guardaespaldas de los hechiceros y míticos asesinos de leyenda. Se decía de ellos que eran insensibles al dolor y que uno sólo podía hacer frente a un ejército. Nadie había capturado jamás a uno con vida. Además, se les tenía por los más fieles guardianes de sus amos. También eran virtualmente insobornables, o eso aseguraba la leyenda.<br />La presencia de aquel ejecutor en la aldea tiraba por tierra esa teoría. Dolmur recordaba al fin de qué le sonaba la cara de aquel misterioso hombre. Lo había visto brevemente, en su primer encuentro con el Hechicero. Tugo era el gorila al que había echado en falta en su segundo encuentro, la noche anterior. <br /> «Digamos que se precisan los servicios de mi segundo escolta en otro lugar», había contestado el Hechicero al ser interrogado. Ahora estaba todo claro. Había enviado a su hombre a combatir contra Zando. Dolmur se sintió como un estúpido. Desconocía la verdadera motivación que había llevado al Hechicero a fingir ayudarlo, pero ahora estaban claras sus intenciones: se había confabulado con Golo cediendo a uno de sus hombres para terminar con su amigo.<br />—¡Es un ejecutor! —gritó de nuevo—. El combate no puede continuar.<br />Al oír a Dolmur, la multitud pareció enloquecer. La situación era como un polvorín a punto de estallar. Hidji, el árbitro, hizo su aparición sobre la arena en el último proverbial segundo. Alzó su huesuda mano y solicitó silencio. A duras penas, el griterío se apagó.<br />—Se ha detectado una irregularidad en el combate —declaró sabiamente. Cualquier otro comentario hubiese desencadenado las iras del populacho con resultados imprevisibles—, por tanto, se procederá a evaluar la veracidad de la acusación antes de continuar.<br />Dolmur se adelantó a parlamentar con el árbitro. También lo hizo Tolter, abandonando su asiento a la derecha de Golo, que miraba irritado el cariz que había tomado el combate. Los tres hombres se enzarzaron en una acalorada discusión de inmediato.<br /><br />Zando se aproximó hasta Vera mientras el árbitro deliberaba. Ésta lo abrazó, aterrorizada.<br />—¡Oh! Mírate —dijo Vera desconsolada—. Tu brazo…<br />—Shhh, no es nada —la tranquilizó Zando—, he padecido heridas peores. Ahora necesito tu ayuda. Es algo que te va a desagradar, pero es necesario que lo hagas. ¿Me has entendido? —preguntó Zando mirándola a los ojos.<br />—Haré lo que me pidas —respondió Vera, decidida.<br />—Pese a las protestas de Dolmur, no creo que haya base legal para aplazar el combate. Golo tiene potestad absoluta para nombrar a sus mandos militares. El hecho de que nunca haya servido un ejecutor en las filas imperiales no da pie para anular el duelo. Me temo que el combate se reanudará.<br />—¿Qué pretendes decirme? —preguntó Vera alarmada.<br />—No puedo pelear con el brazo colgando. Necesito que lo inmovilices. Átalo a mi costado.<br />Pese a esperar protestas, Zando vio como Vera ataba su brazo con firmeza, usando unas improvisadas vendas que había confeccionado rasgando su camisa. La mujer no dijo nada mientras realizaba su tarea.<br />—Ya está —anunció—. No es gran cosa, pero te permitirá moverte —Vera miró a Tugo, ya recuperado, en el otro extremo de la calle, esperando—. Dale una lección a ese animal, una muy buena, de mi parte. ¿Harás eso por mí?<br />Sorprendido por el ánimo de Vera, Zando asintió con una sonrisa.<br />—Te amo, Vera, y juro que volveré junto a ti —dijo, decidido. Después se dio la vuelta y caminó hacia su destino.<br />«Más te vale, maldito cabezota», dijo Vera para sí.<br /><br />Tal y como había previsto Zando, las protestas de Dolmur fueron vanas, y pronto Hidji decidió reanudar el duelo. Fue necesaria la intervención de Zando para calmar los ánimos populares, encrespados hasta la médula. Los espectadores no desistieron de sus protestas hasta advertir la conformidad de Zando por continuar el duelo.<br />Así pues, pronto estuvo frente a frente con el misterioso ejecutor. Esta vez, sin embargo, el ánimo de Tugo distaba mucho de ser el mismo. El hecho de haber sido herido había minado considerablemente su agresividad. Mostraba evidentes signos de dolor y su cara estaba completamente hinchada y enrojecida, por no mencionar la sangre que había perdido en la hemorragia.<br />Pero Zando seguía sin maza y ahora sólo disponía de un brazo para luchar.<br />—Ocurra lo que ocurra —se dijo—, este será un desenlace terriblemente corto.<br />Zando, que no en vano había combatido innumerables veces a lo largo de su vida, había estado observando a su enemigo, estudiando sus movimientos. Del ejecutor había apreciado un hecho que podría darle la victoria si lograba sacarle partido: dada su superioridad frente a cualquier hombre, su técnica de combate distaba mucho de estar pulida. Muy al contrario, se limitaba a embestir sin ningún tipo de guardia, ya que la velocidad y contundencia de sus ataques eran escollos insalvables para sus rivales. Así pues, Zando planeó usar esta debilidad para terminar el duelo de una vez por todas. Preparándose, respiró profundamente y aguardó el primer golpe.<br />Justo como esperaba, Tugo, herido en su orgullo, atacó con fiereza redoblada, de frente y sin protección. Zando aguardó hasta el último instante antes de caer de espaldas y proyectar sus piernas hacia arriba, lanzando por encima el pesado cuerpo de su rival. Sin embargo, la maza de éste logró impactar sobre su pierna derecha.<br />Tugo rabió de dolor al aterrizar de boca sobre la calzada. Esto le dio a Zando el tiempo necesario para levantarse y lanzarse sobre su espalda, enroscando su brazo derecho sobre el cuello de Tugo e inmovilizando el cuerpo con sus piernas. El ygartiano, desprevenido, se asustó por primera vez, llevándose los brazos a la garganta, tratando en vano de librarse de la llave de Zando. Al ver que era del todo imposible romper su abrazo, comenzó a golpear desesperadamente a Zando en la cabeza con el puño, intentando herirlo antes de perder la consciencia. Los golpes sonaban una y otra vez mientras los presentes contenían el aliento: punch… punch… punch…<br /><br />Vera y Dolmur observaron impotentes cómo el endiablado ejecutor se debatía, golpeando a Zando. Éste, terco, se limitaba a no aflojar su presa, pugnando por no perder el conocimiento. Después de unos segundos que a todos se les antojaron eternos. El brazo de Tugo se detuvo y ambos hombres quedaron inmóviles sobre la calle. Ninguno se movía y nadie se aventuraba a pronosticar el desenlace del duelo. Podría ser que Tugo, finalmente, hubiese perdido el conocimiento por falta de aire.<br />O quizás Zando hubiese quedado inconsciente por los golpes… Súbitamente, uno de los hombres se levantó del suelo.<br />Era Zando. Con la cabeza manando sangre, la rodilla destrozada y el brazo roto, apenas podía tenerse en pie. Vera y Dolmur corrieron hasta él, ayudándolo a guardar el equilibrio. Inclinándose sobre el suelo, Hidji comprobó el estado de Tugo. Contra todo pronóstico, el ejecutor aún respiraba.<br />—¡Declaro vencedor del combate a Zando! —gritó el árbitro.<br />Esta vez no hubo vítores ni jolgorio. No habría festejos esa noche, ni música, ni banquetes. Pese a la victoria de Zando, nadie pasó por alto un trascendental detalle:<br />Zando estaba muy malherido y aún quedaba por disputar el último duelo.<br /></span><br /></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-15461144833545145922011-04-13T00:20:00.000+02:002011-04-13T00:22:21.482+02:00CAPÍTULO XXII: EL SECRETO<div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XXII<br />EL SECRETO<br /><br /><br />Zando se quedó atónito. Ante él, una copia de sí mismo lo miraba con expresión ausente, en el interior de la cabaña. Por lo visto, aquel día maldito aún tenía alguna sorpresa que deparar.<br />Su doble lo miraba con una risa bobalicona, inmóvil. Zando se adelantó para mirarlo detenidamente. Inspeccionó cada detalle, apreciando enseguida la perfección de su réplica, que resultaba, en todos los sentidos, demasiado correcta. En efecto, una pequeña cicatriz que debería surcar la mejilla izquierda de su doble no estaba. Era un ser perfecto, en el sentido más literal.<br />—¿Me quieres explicar qué significa esto, Dolmur? —preguntó Zando con expresión cansada. Le había bastado un vistazo para adivinar la procedencia del ser—. ¿Es cosa tuya, verdad?<br />—Así es —respondió el aludido entrando en la cabaña—. ¿No es magnífico? —inquirió mirando al doble—. Tenía mis dudas respecto al resultado, pero todo ha salido bien.<br />—¿Cómo lo has creado? —Zando no daba crédito—. ¿Y desde cuándo tenías preparada esta sorpresa?<br /><span class="fullpost"><br />Dolmur no pudo responder. Vera, que hasta entonces aguardaba en el porche de la casa, se había decidido a echar un vistazo, tranquilizada en parte al oír el tono coloquial empleado por sus amigos. Como cabía esperar, en cuanto reparó en el inesperado invitado, miró con expresión aterrada a Zando y a su doble. Sus ojos saltaron alternativamente, de uno a otro, balbuceando, sin dar crédito a lo que veía. Finalmente se derrumbó en brazos de Zando, víctima de la impresión.<br />—Mira lo que has conseguido… —regañó Zando con expresión preocupada.<br />—Lo siento, no había pensado en ella. Para nosotros no es algo nuevo.<br />—Sube a Vera a su habitación, necesita descanso, parece que le han roto una costilla. Mejor será que no vea de nuevo a mi gemelo —opinó Zando.<br />Dolmur cargó con Vera y la subió a la planta de arriba. Zando, mientras tanto, observó fascinado la réplica que tenía ante sí. Pasó la mano ante su rostro y advirtió que el falso Zando seguía con expresión ausente los movimientos, moviendo su cabeza de un lado a otro. Su mirada no traslucía ningún atisbo de inteligencia.<br />—Veo que os habéis dado cuenta —dijo Dolmur bajando de nuevo—, carece por completo de sesera.<br />—Sí —convino Zando—, es un doble igual al que vimos en Shazalar. ¿Cómo te las has ingeniado para crearlo?<br />—Yo…, tomé prestadas algunas vainas del bosque —confesó Dolmur azorado.<br />—¿Que hiciste qué? —Zando se derrumbó sobre una silla. Volvía a sentir nauseas—. Maldición, tenemos la fortuna y el privilegio de ser invitados de excepción a un lugar mítico, un lugar donde por poco perdemos la vida para hacernos merecedores de hollar su suelo… ¡y tú te arriesgas a provocar la animadversión de unos seres viejos como el mismo tiempo! ¿En qué demonios pensabas? —Zando miró con interés la réplica de sí mismo—. Si es tan tonto como parece, ¿cómo ha podido luchar en mi lugar?<br />—Bueno, yo también me planteé esa misma cuestión —admitió Dolmur—, pero mirad —señaló pidiendo la espada a Zando. Éste se la tendió y Dolmur apuntó con ella a la vaina. Inmediatamente, el doble se puso en guardia, mirando fijamente la espada—. ¿Veis? Puede que no sea capaz de pensar por sí mismo, lejos de la influencia de Shazalar, pero eso deja espacio para lo principal… todo lo que queda es una replica de vos sin interferencias. ¡Incluida vuestra endiablada habilidad con la espada!<br />—No me gusta cómo te mira —señaló Zando—. Si se comporta como yo lo haría, mejor será que envaines muy lentamente —advirtió.<br />Dolmur obedeció al punto.<br />—Bien, supongo que he de aceptar lo que me dices. Si las replicas que genera el bosque están conectadas a la fuente, entra dentro de lo posible que al verse lejos de allí se vuelvan algo parcas en palabras.<br />—Queréis decir tontas —apuntó Dolmur.<br />—Sí, eso es, gracias por tu locuacidad —respondió Zando con acritud—. ¿Y cómo lograste que se formase? Quiero decir, tú tenías una vaina y ahora hay un doble.<br />—Quizá pequé de simplista, pero lo hice como si de una semilla normal se tratase.<br />—¿Qué quieres decir?<br />—Regué la vaina —dijo Dolmur encogiéndose de hombros.<br />—Inaudito —opinó Zando—. Y en tal caso, ¿cómo es que se parece a mí y no a ti?<br />—Yo no he dicho con qué la regué —dijo Dolmur con ademán teatral—. Digamos que últimamente habéis sangrado mucho.<br />—Ahora lo entiendo. Supongo que no te fue difícil guardar mis vendas usadas, todas ellas impregnadas por mi sangre. Después las mezclaste con agua y…<br />—Y la vaina creció ante mis ojos hasta crear un doble vuestro. Después sólo tuve que vestirlo y llevarlo hasta el lugar del duelo. Al verlo tan poco lúcido pensé que lo matarían a la primera estocada, cosa que tampoco me hubiese parecido mal.<br />—¿Cómo? —inquirió Zando extrañado.<br />—Pensadlo, Zando —explicó Dolmur—. Si vuestra réplica caía en combate todos os darían por muerto. Eso os permitiría comenzar de nuevo en otro lugar. Seríais libre para vivir de ahora en adelante.<br />—Entiendo —concedió Zando más tranquilo—, no es mala idea excepto por un detalle, mi honor.<br />—¡A veces creo que cruzáis la línea que separa la honorabilidad de la estupidez! —dijo Dolmur ofuscado. Su comentario ensombreció la mirada de Zando, que se tornó grave —. Os ruego me disculpéis, es sólo que no jugáis al mismo juego que Golo y no parecéis daros cuenta. ¡Vuestros enemigos hacen trampa y os engañan! No hacéis más que combatir con desventaja, acosado por sus maquinaciones. Por una vez, podríais adelantaros a ellos —Dolmur acabó su petición con expresión suplicante.<br />—Entiendo tu postura aunque no la comparta —contestó Zando—, pero jamás me prestaré a combatir con engaños y mentiras. Eso me haría ser como ellos —manifestó con actitud terca.<br />—Sabéis que eso no es cierto —insistió Dolmur—. Hoy ha muerto un hombre bueno por culpa de las maquinaciones de un tirano. Tenéis el derecho a responderle con su misma moneda. No pretendo que uséis sus tretas desleales y cobardes, simplemente os digo que aprovechéis las oportunidades que os brinda la vida.<br />—¿Haciendo que este doble vegetal pelee por mí? —la cara de Zando se torció con gesto agrio al plantearlo.<br />—Me temo que tal cosa ya no es posible —dijo Dolmur apenado—. Mirad, —dijo levantándole la camisa a la vaina. Ésta tenía un profundo corte de feo aspecto en el tórax. A su alrededor, donde la herida en un ser humano habría mostrado el purpúreo color característico, la vaina se había resecado, mostrando su verdadera naturaleza. Un líquido blancuzco manaba de la herida.<br />—Perece la corteza de un árbol seco —dijo Zando—, sin embargo, no parece muy afectado.<br />—Supongo que es por su falta de conciencia —explicó Dolmur—. Hace tan sólo una hora apenas era un corte profundo. Si continua así, al amanecer estará marchito.<br />—Entiendo. De modo que ha librado el combate por mí y ha vencido, ¿no es así?<br />—Sí. El tajo que recibió en el vientre hubiese sido mortal para vos. De hecho, creo que hubiese perdido de no ser porque vuestro adversario…<br />—Querrás decir su adversario.<br />—Eso es, perdón, su adversario creyó haber obtenido la victoria y bajó la guardia. En ese momento la vaina lo abatió con un certero tajo. La multitud no apreció la gravedad de la herida y yo me apresuré a quitar de en medio a la vaina alegando un profundo agotamiento del paladín de la aldea. Hemos llegado apenas unos instantes antes que vosotros.<br />—De modo que pretendes que me presente mañana y libre el próximo duelo como si tal cosa —dijo Zando rascándose la barba incipiente.<br />—Sin dudarlo. Después de lo que ha hecho Golo es lo mínimo que le debéis. Por no hablar de la alternativa. Imaginad: mañana os presentáis a informar a la multitud y les decís que en realidad era un doble el que había peleado por vos (pero sólo en una ocasión ¿eh?), así que decidís renunciar al duelo en nombre del honor y os entregáis a Golo para que os pueda ajusticiar y de paso continúe con su mandato sin más interrupciones. Suena genial, sin duda… por no hablar de lo que le ha hecho a Vera. Sinceramente, no creo que seáis capaz de dejarlo estar —concluyó Dolmur con expresión triunfal.<br />—Odio cuando tienes razón —rumió Zando—. Pero debe haber algún medio para justificar lo que voy a hacer. ¡Necesito creer que es lo correcto además de lo necesario!<br />—Justificar decís… veamos, ¿dónde habéis puesto ese Código vuestro?<br />Zando buscó en un bolsillo y le ofreció el Mert´h indú. Dolmur lo abrió y garabateó una frase en la última página. Después de releerla con expresión satisfecha, se lo devolvió a su amigo.<br />—“Cuando la bondad de una acción esté enfrentada a su legalidad, el hombre sabio elegirá ser bueno antes que legal. Esta premisa invalida cualquier máxima de este libro que vaya en su contra” —leyó Zando—. Es buena… —admitió rascándose la incipiente barba—. Creo que la asumiré como parte del Código —dijo sonriendo por primera vez aquel día—. ¡Qué demonios! Sea —aceptó.<br />Dolmur no pudo reprimir un grito de alegría.<br />—Antes de que te alegres demasiado —puntualizó Zando— debes saber que únicamente lo haré si vas esta misma noche a los límites del bosque a devolver la vaina. ¿Aceptas? —dijo Zando tendiendo la mano. Dolmur se la estrechó con efusividad, encantado.<br />Minutos después Zando y Dolmur se despedían en el exterior de la cabaña.<br />—Procura que no lo reconozcan —advirtió Zando mirando a la vaina—. Cúbrela con una capa al llegar junto al gentío.<br />—No os preocupéis, todo irá bien —aseguró Dolmur—. Volveré antes del amanecer.<br />—Despiértame a tu vuelta, aún hay algo que hemos de hacer —pidió Zando—. No podemos dejar a Crod allí solo por más tiempo —dijo señalando hacia la veta. <br />La cara de Dolmur se ensombreció al recordar al herrero caído.<br />—Es cierto, aún hemos de llevarlo con los suyos y darle sepultura —concedió Dolmur con expresión cansada—. Así se hará.<br />Dicho esto se volvió y comenzó a caminar tomando de la mano a la dócil vaina.<br />—Por cierto… —dijo Zando—. ¿Qué expresión puso Golo al verme acudir al duelo?<br />Dolmur iluminó el semblante de inmediato, sonriendo con maliciosa expresión. Zando se contagió, imbuido nuevamente de esperanza.<br /><br />Zando vio alejarse a Dolmur rumbo a la linde del bosque. A esas horas de la noche se intuía como una espectral silueta recortada en el horizonte nocturno. La visión le produjo un escalofrío que recorrió su espalda. Se trataba de la misma sensación que lo asaltara hacía meses, el día que perdió el control en los festejos. Una brisa fresca procedente del norte comenzó a soplar en ese momento.<br />—Ha sido un día agotador. Mi imaginación me juega malas pasadas, mejor será no enfriarse, viejo lobo —se dijo—, ya no eres un chaval.<br />Ciertamente, los últimos acontecimientos lo habían llevado hasta el límite. Sobrevivir a un envenenamiento y luchar a muerte no eran sucesos que pasasen sin dejar huella. Su estomagó protestó sonoramente, pidiendo alimento. Zando entró hacia la cocina buscando algo de comida.<br />Sorprendió a Vera bajando las escaleras, aturdida. Era la primera vez que le veía la cara con claridad tras los golpes recibidos. A la luz del candil, la hinchazón de su rostro presentaba un feo aspecto, deformando ligeramente sus equilibrados rasgos. Ella lo vio entrar e inmediatamente lo interrogó con la mirada. Seguía confundida por la visión que la había turbado hacía unos instantes.<br />—Zando… antes creí ver a alguien igual que… —Vera dejó la frase en el aire.<br />Zando la miró sin responder. Imaginó el miedo y la angustia soportados por ella. El tormento de verse indefensa, víctima de rufianes capaces de degollarla sin pestañear, de violarla y golpearla sin el más mínimo atisbo de remordimiento. Durante todo el día se había prohibido a sí mismo pensar en la posibilidad de perderla. De haberlo hecho, habría sido incapaz de pensar, de actuar de forma racional. Ahora que todo había pasado, oleadas de miedo reprimido anegaron su ser. Sus ojos se inundaron en lágrimas sin que pudiera o quisiera hacer nada por reprimirlas. Pese al vestido desgarrado y sucio, a la hinchazón y la sangre reseca en el rostro, los cabellos revueltos y despeinados y el rostro manchado y ojeroso de Vera, Zando pensó que jamás sus ojos habían tenido la fortuna de observar tanta belleza. Hasta ese momento, Zando no había tomado conciencia de hasta qué punto amaba a aquella mujer. Un profundo sentimiento de culpa lo hizo caer de rodillas, al pie de la escalera. De repente, todas sus convicciones se tambalearon peligrosamente. Su honor ya no importaba tanto como proteger a cualquier precio a Vera. Su desafío al Emperador casi le había costado la vida a la mujer más maravillosa que pudiera existir. Zando sintió la necesidad imperiosa de disculparse.<br />—Vera… casi te matan por mi causa. No podría soportar que te sucediese nada. ¡He estado tan ciego!<br />Vera se sintió impresionada viéndolo arrodillado, disculpándose. Lo miró con cariño y bajó las escaleras hasta situarse junto a él. Comenzó a acariciarle la coronilla con ternura mientras él se aferraba a ella, abrazando sus piernas.<br />—Olvidas que tu causa es mi causa —dijo con serenidad—. Tú has arriesgado tu vida por mí y por toda la gente inocente, no ya de Roca Veteada, sino de toda Hurgia. Lo de hoy sólo ha sido un accidente, nada más. Estaba segura de que acudirías, amor mío. En ningún momento dudé de ti. No puedo imaginar tener mejor protector. Eres mi caballero… y mi héroe.<br />Zando levantó la mirada, henchido de amor; era la primera vez que Vera confesaba sus sentimientos por él.<br />Vera le tomó la cabeza y lo indujo a levantarse suavemente. Zando se incorporó dócilmente, sin dejar de mirarla a los ojos. Intentó decir algo, pero ella puso sus dedos en sus labios, rogándole que guardase silencio.<br />—No quiero disculpas o arrepentimiento —le dijo—. Sé que ha sido duro, pero en cuanto amanezca un nuevo día volverás a ser el Zando obstinado y seguro de sí mismo de siempre, dispuesto a llegar a donde haga falta para defender sus ideales —Vera lo miró con intensidad a los ojos antes de añadir—. ¡Y es así como te amo! —dijo besándolo suavemente—. Si alguien ha obrado mal, he sido yo. Debí apoyarte y estar junto a ti sin permitir que mi miedo me impidiese alejarme, distanciarme. No podía soportar la idea de perderte. Una parte de mí estaba enfadada contigo por arriesgar la vida a diario. Ahora entiendo que fui una egoísta. Supongo que competía con esa parte tuya que alimenta tu espíritu. Me alegro de no haber logrado que renunciaras a tus ideales. No quería reconocer mis sentimientos por miedo a perderte. Perder a Alasia fue muy duro. No deseaba imaginar una vida junto a ti y, al caer el sol, ver aparecer a Dolmur con la noticia de tu muerte. Ahí fuera hay miles de personas que creen en ti, que no dudan de tu victoria día tras día. Supongo que he sido la única que sí ha dudado —reconoció—. Si aceptas mis disculpas, prometo no volver a fallarte. Ahora sé que es más valioso un presente cargado de incertidumbres que la promesa de un futuro de seguridad. Sólo quería aceptarte cuando tuviese la certeza de que no te matarían cualquier día. Ahora sé que me aferraba a una mentira —Vera concluyó agachando la cabeza y refugiándose en el pecho de Zando.<br />Recuperado el ánimo después de oír el valiente discurso de Vera, Zando le acarició dulcemente el pelo.<br />—Como has dicho hace un momento, no quiero disculpas o arrepentimiento —explicó—. Dices que no me has apoyado pero no imaginas hasta qué punto has sido la inspiración de mis actos, la ilusión que motivaba mi causa. Eres el rostro que deseaba ver cada día al volver de los duelos. Tu sonrisa, tus cuidados y tu paciencia han sido el alimento de mi coraje —Vera levantó la cabeza y lo miró en silencio—. Tienes derecho a esperar y no me siento molesto por ello. Es mucho más difícil estar en tu lugar que en el mío. Sólo Zatrán sabe el tormento que habrá supuesto esperar cada día temiendo lo peor. Es mi deber esperar, y puedo asegurarte que te esperaré el resto de mis días si es necesario.<br />—Nunca más te haré esperar —dijo Vera mirando alternativamente sus ojos y su boca.<br />Ambos se besaron apasionadamente, conscientes del tiempo perdido, de la incertidumbre de los días por llegar, unidos por el deseo de hacer de ese instante un presente infinito.<br /><br />Dolmur andaba con pasos prestos. A su espalda se oían quedamente los sonidos de la ahora tumultuosa aldea, transportados con una leve reverberación a través de las paredes del cañón rocoso por el que caminaba. Odiaba mentirle a Zando, y eso lo hacía sentirse despreciable en su fuero interno. La figura que lo acompañaba, la vaina creada con la artes de Shazalar, lo seguía de cerca sin perder paso.<br />El camino giró a la derecha y las paredes de roca se abrieron, ofreciendo al fin la visión de su meta. Tal y como había acordado, el Hechicero aguardaba con su ominosa figura recortada sobre la vegetación. Dolmur pensó en lo irracional de su miedo, pero eso no consiguió menguar su aversión hacia aquella figura encapuchada en tela tan negra como la misma oscuridad.<br />—Buenas noches —saludó al llegar. El Hechicero respondió asintiendo levemente con la cabeza—. Todo ha salido tal y como dijisteis. Zando aceptó mi historia y creyó que todo había sido una travesura mía.<br />—¿Acaso podía resultar de otro modo? —respondió con soberbia la negra figura. La capucha ocultaba su rostro, sumiéndolo completamente en sombras—. El oráculo jamás se equivoca. Así estaba escrito y así ha sido. No somos más que peones en un juego que nos supera a todos nosotros.<br />—Si tú lo dices… —Dolmur desconfiaba de toda aquella verborrea seudo mística—. En cualquier caso, sigo manteniéndome en mis trece; si a la vuelta de mi viaje a Ciudad Eje no me hubiese encontrado con él —dijo señalando al doble de Zando—. Jamás me abría prestado a este juego. He hecho lo que he hecho por respeto a la Fuente.<br />—No deberías despreciar aquello que no conoces, joven Dolmur —le advirtió la vaina—. Shazalar no se habría inmiscuido en los asuntos del mundo exterior de no tener poderosas razones.<br />—Razones que os negasteis a explicarme en nuestro anterior encuentro —reprochó Dolmur—. Diablos, casi me arrepiento de haber aceptado.<br />—Pero aceptaste, tal y como estaba escrito —terció el Hechicero con su voz profunda desde el negro interior de su capucha—. En realidad, nunca tuviste elección.<br />—No me confundirás con tu cháchara de ygartiano —replicó Dolmur molesto—. Pude negarme y eso es un hecho. No aceptaré el papel de mera marioneta.<br />El Hechicero no respondió, pero Dolmur pudo adivinar el blanquecino brillo de su sonrisa entre las sombras que rodeaban su rostro.<br />—¿Para qué insistir en algo consumado? —opinó la vaina—. Dolmur, aceptaste la proposición en un intento de ayudar a Zando. Tu motivación fue noble y los resultados son los esperados. El resto es pura cháchara, como bien has señalado. Zando creyó mi falta de conciencia, así como la gravedad de mis heridas —dijo, levantándose la túnica y dejando a la vista el feo tajo en su torso. Después pasó la mano sobre la zona afectada y ésta quedó restaurada de inmediato—. No es necesario ni conveniente que conozcas más por el momento. Como te dijimos en nuestro anterior encuentro, Zando está destinado a jugar un papel fundamental en el futuro inmediato de nuestro mundo. Las repercusiones de lo que aquí suceda, tendrán ramificaciones que apenas alcanzamos a entrever. Zando debe triunfar en su empresa como primer paso hacia ese futuro. La alternativa es demasiado aterradora.<br />—Si tan necesario es, ¿cómo no ayudáis más activamente a Zando? —preguntó Dolmur con suspicacia—. Ya puestos, a un hechicero le sería muy fácil amañar los combates y hacer que todo fuese más fácil.<br />—Una espada no se forja en una lumbre apagada —respondió solemne el Hechicero—. El acero debe forjarse en las más vivas llamas. Y no una sola vez, sino muchas. Sólo así adquirirá la fuerza necesaria. Es imperioso que Zando llegue por sí mismo a su destino. Lo ocurrido hoy sólo ha sido una mera cuestión de equilibrio. Nada debe interferir en el devenir de los combates. A partir de ahora es cosa suya.<br />Dolmur odiaba admitirlo, pero el Hechicero tenía razón. Zando se había convertido en una leyenda viva gracias a sí mismo, a la proeza llevada a cabo. De haber tenido facilidades, probablemente no hubiese obtenido semejante respaldo popular.<br />—Bien, creo que esto pone fin a nuestro trato —anunció la vaina—. El papel que Shazalar debía interpretar en este asunto ha tocado a su fin. Es hora de volver a la Fuente —dijo dirigiéndose a la espesura. Inmediatamente, su cuerpo comenzó a disolverse, volviendo a la nada de la que había salido—. Recuerda nuestro acuerdo, Hechicero —se oyó susurrar al boscaje.<br />Dolmur vio al ygartiano asentir en silencio. Interesado por aquel misterioso acuerdo, quiso preguntar, pero desestimó la idea, convencido de que no sacaría nada en claro.<br />—La reunión ha terminado —anunció el Hechicero. Inmediatamente, una figura inmensa surgió de las sombras, provocando un grito ahogado en el joven.<br />—¿Qué demonios? —exclamó Dolmur.<br />—Cálmate, sólo es mi escolta.<br />—Es cierto, lo recuerdo de nuestro anterior encuentro —admitió Dolmur suspirando—. ¿Tiene que hacer esa aparición teatral? ¡Hur, mi corazón late desbocado! A propósito, ¿la última vez no te acompañaban dos? —inquirió mirando al recién llegado.<br />—Digamos que se precisan los servicios de mi segundo escolta en otro lugar —respondió el Hechicero—. ¡Es todo! He de partir de inmediato. Saludos, mi joven amigo —y dicho esto se fue, dejando a Dolmur solo y lleno de preguntas sin respuestas.<br />—Adiós a ti también —dijo Dolmur al cabo de unos instantes—. Gracias por responder con vaguedades y dejarme lleno de preguntas maldito hechicero de…<br />—Te estoy oyendo muchacho, cuidado con lo que dices —oyó Dolmur susurrar a su espalda.<br />Se giró como el rayo, pero junto a él no había nadie. Antes de que pudiera pensar, sus piernas corrían veloces rumbo a la aldea.<br /><br />Zando besó dulcemente el rostro de Vera antes de abandonar el lecho. Dolmur, fiel a su costumbre, acababa de entrar ruidosamente después de su viaje nocturno. Temiendo despertarla, se apresuró a tomar sus ropas y cerró la puerta del dormitorio. Ya en la planta baja, Zando se enfundó los pantalones y se reunió con su joven amigo, que cortaba una generosa porción de queso.<br />—¿Ha ido todo bien en la linde del bosque? —preguntó Zando.<br />—Todo lo bien que cabría esperar —mintió Dolmur—. Cuando la vaina puso un pie en el bosque, recuperó el uso de su mente al instante. Y claro está, no se tomó muy bien mi ocurrencia. Tuve que deshacerme en disculpas durante un rato considerable. Por cierto, ¿que hacéis vestido a estas horas? ¿Vais a algún sitio?<br />—Vamos. Los dos. Está a punto de amanecer y el cuerpo de Crod aún yace solo en lo alto del pico, junto a la veta. Hemos de darle sepultura cuanto antes.<br />—Ya me encargué —explicó Dolmur con gesto cansado—. Me entretuve de camino al bosque y les conté los pormenores de lo sucedido a los aldeanos cuando pasé por Roca Veteada. Omití la parte en la que vos peleábais junto a Crod. Ellos creen que el rescate fue cosa del herrero, en solitario. Dijeron que ellos se encargarían de recoger su cuerpo.<br />—Demonios chaval, ¿es que no piensas nunca? —se enfadó Zando—. ¿Cómo se te ocurre entretenerte llevando un compañero como la vaina junto a ti? Podían haberlo visto. Eso ha sido una imprudencia.<br />Dolmur se sintió frustrado al no poder explicarle a Zando la verdad. Quería decirle que la vaina, lejos de ser un ser desposeído de mente y herido de muerte, tenía pleno control de todas sus facultades. De hecho, el emisario de la Fuente había cambiado la forma de su rostro al llegar a la aldea. No hubo peligro, puesto que nadie la hubiese podido reconocer con el rostro de un poeta que se suponía muerto desde hacía siglos. En vez explicar la verdad, Dolmur siguió interpretando su papel de bribón alocado.<br />—Lo siento —dijo con la boca llena—. He sido un imprudente, tenéis razón.<br />—Disculpas aceptadas —concedió Zando—, pero procura pensar las cosas antes de hacerlas. ¿Celebrarán algún tipo de funeral los habitantes de la aldea?<br />—Sí, a media mañana, en sus tierras. Los aldeanos se encargarán de despejar el terreno de turistas. Desean que sea una ceremonia privada. También quieren que pronunciéis unas palabras en su memoria.<br />—¿Yo? Bueno, excepto al final, Crod y yo no éramos precisamente uña y carne… En fin, supongo que no puedo negarme. Lo haré con gusto —aceptó Zando.<br />—Una cosa más, les he transmitido la orden a los soldados que custodian el perímetro para que escolten a Socur y lo pongan a buen recaudo.<br />—Veo que te has ocupado de todo...<br />—Bueno, me voy a echar un rato, aún puedo descansar un par de horas si me doy prisa —dijo Dolmur, introduciendo en su boca la última porción de queso.<br />—Tu descanso tendrá que esperar. Necesito que me acompañes a la veta.<br />—Vos me odiáis —se quejó Dolmur desplomándose teatralmente sobre la mesa—, ¿qué asuntos os reclaman al amanecer en semejante lugar? ¿Y para qué me necesitáis?<br />—No protestes ¿tienes idea de las noches que tuve que pasar en blanco cuando viajaba hacia aquí? Eres joven y podrás aguantar una noche sin dormir. No te lo pediría de no ser algo importante.<br />—De acuerdo, habéis conseguido despertar mi curiosidad, partamos antes de que caiga dormido sobre la silla.<br /><br />Despuntando los primeros rayos de sol, los dos hombres llegaban hasta la base de la pared pétrea surcada por la veta dorada. El cuerpo desmadejado del soldado caído desde lo alto, seguía abandonado sin que nadie lo hubiese reclamado.<br />—Es ahí, junto al cuerpo —señaló Zando—. ¿Ves ese arbusto aplastado? Creí ver algo a su izquierda. Ven, encendamos las antorchas.<br />—¿Para qué? Las lunas brillan con fuerza esta noche. Además, va a amanecer en un momento.<br />—No las necesito para iluminar el exterior —respondió Zando, misterioso—. Si estoy en lo cierto, vamos a desenmascarar uno de los mayores engaños de la historia y, de paso, vamos a confirmar el interés de Golo por esta aldea.<br />Así, con la ayuda de una yesca, encendieron dos antorchas y caminaron hasta el arbusto. A sus pies y bien camuflada, una oquedad parcialmente oculta por un tablón pintado con los tonos grises de la roca, se había mantenido escondida de miradas curiosas hasta ahora. Zando desprendió con facilidad el parapeto y acercó la tea al agujero. Una corriente hizo fluctuar las llamas.<br />—¡Increíble! —exclamó Dolmur que, por primera vez desde que saliera de la granja, había dejado de bostezar.<br />—Sí, de no ser por el desgarro en el arbusto, jamás lo habríamos visto. ¡Entremos!<br />Zando se introdujo reptando. Se trataba de una entrada ciertamente incómoda, aunque discreta. Al otro lado, la roca se abría a una estancia alargada donde cabía una persona en pie. A un lado del pasillo, montones de cajas cubiertas por una espesa capa de polvo estaban alineadas, unas encima de otras.<br />—¡Es un almacén secreto! —exclamó Dolmur al entrar—. Parece la guarida de un contrabandista. ¿Qué ocultarán esas cajas?<br />—Oro, evidentemente. <br />—¿Qué? —Dolmur se apresuró a revolver en la caja más cercana, rompiendo uno de los tablones laterales—. ¡Hay un saco grueso! Rasgadlo con la espada y saldremos de dudas.<br />Zando desenvainó su espada y cortó la recia tela. De inmediato, unas pepitas de oro cayeron al suelo, brillando con la cálida luz de las antorchas. Dolmur, incrédulo aún, tomó una y la inspeccionó con devoción.<br />—¡Es oro! —exclamó asombrado—. ¿Cómo es posible? La veta es de pirita. Todo el mundo lo vio.<br />—Te equivocas, todo el mundo vio lo que el viejo Grindon quería que vieran —dijo Zando con un brillo de triunfo en la mirada—. ¡Y ésta es la prueba!<br />—No lo entiendo, ¿cómo pudo engañar a tanta gente?<br />—¿Recuerdas la historia que nos contó Vera sobre la fundación de la aldea? El descubridor de la veta fue el propio Grindon, pero la noticia pronto trascendió al resto de la expedición. Interesados en el hallazgo, todos los colonos construyeron un gran andamio durante meses, una empresa gigantesca y desmedida para sus posibilidades, esperanzados por confirmar sus sospechas y asegurarse de que el mineral que brillaba era, en efecto, oro —Zando hizo una pausa e interrogó a Dolmur con la mirada.<br />—No sé a donde queréis llegar.<br />—Piensa Dolmur, piensa. ¿Crees realmente necesario construir todo aquel andamio gigante para saber si era oro lo que brillaba en la veta?<br />—¿De qué otro modo si no?<br />—Veamos, ¿dónde está la veta? Situada en una pared vertical. ¿No crees que es natural que al menos una parte del mineral, digamos pequeños fragmentos, hubieran caído abajo, a la entrada de la cueva donde nos hallamos?<br />—¡Es cierto! Ahora os entiendo. Sobre el suelo podrían estar esparcidos algunos guijarros de mineral.<br />—No sólo podrían. Debía haberlos forzosamente. Ahora piensa en Grindon, que se topa por casualidad la veta y toma una muestra del suelo, a sus pies. Descubre que se trata de un mineral enormemente valioso y le vence la avaricia; aquel hombre no deseaba compartir su hallazgo.<br />—Entiendo —se adelantó Dolmur—, de modo que recogió todos los fragmentos que había a los pies de la veta, asegurándose que nadie pudiese encontrar ninguna muestra.<br />—Así lo creo.<br />—Pero aún le quedaba por amañar el modo de hacer creer que todo aquello no era oro.<br />—¿Recuerdas cómo Vera nos relataba lo sucedido el día que el andamio llegó hasta la veta?<br />—Sí, le concedieron a Grindon el favor de ser el primero en extraer una muestra del mineral. Era su privilegio como descubridor del lugar.<br />—Bien, pues ahora imagina que eres Grindon y no deseas compartir todo aquel oro. ¿Qué harías? Exactamente lo que él hizo. Allí, encaramado a la vista de un público expectante y temeroso, tomó un trozo de oro, después fingió examinarlo, cuando en realidad lo sustituyó por un pedazo de vulgar pirita. Por último, se volvió con expresión destrozada, los ojos anegados en lágrimas y arrojó el fragmento a la desconsolada multitud.<br />—¡Brillante! —exclamó Dolmur—. Ese hombre engañó a todo el mundo. Nadie pensó en cuestionarlo. Lo aceptaron y abandonaron el lugar.<br />—Sí, pero no todo el mundo. Grindon creyó que, al enterarse de que allí no había nada de valor, la caravana de colonos abandonaría el lugar para siempre. Pero dado que la construcción de los andamios fue una tarea lenta y ardua, algunos de los colonos decidieron asentarse en el lugar. Fue una decisión lógica si pensamos en las enormes extensiones desarboladas para obtener la materia con la que construir el andamio. Sin pretenderlo, habían acondicionado el valle, haciéndolo propicio para instalarse. Apenas fueron unas pocas familias, pero sí las suficientes para arruinar los planes de Grindon.<br />—Entiendo, de manera que decidió comenzar a extraer el oro en la más absoluta soledad, sin ser descubierto.<br />—Y para eso, el único método que le aseguraba intimidad era excavar una mina oculta a los ojos de sus vecinos.<br />—Pero eso es una tarea imposible de acometer por un solo hombre —opinó Dolmur.<br />—Quizás tardase toda una vida en excavar estas galerías. Ven, averigüemos la verdadera magnitud de su obra —sugirió Zando.<br />Caminaron por el túnel unos diez metros hasta llegar a una bifurcación que ascendía en vertical. Unos toscos escalones tallados en la piedra eran el único método para ascender. Extremando las precauciones, comenzaron la ascensión. Cuando apenas llevaban unos quince metros, Zando señaló algo en la piedra.<br />—Mira esto Dolmur, aquí cambia la textura de la pared. El lado izquierdo presenta un aspecto menos tosco que el derecho, que ofrece un acabado más basto.<br />—Sí, es como si otra persona se hubiera encargado de horadar la roca. Alguien con otro modo de trabajar.<br />—Supongo que tarde o temprano confesó su secreto a su hijo. Por eso cambian las marcas. Le cedió el trabajo duro a su descendiente.<br />—Imagino toda una vida aquí, encerrado, trabajando sin descanso. Gridon debía estar loco —se lamentó Dolmur —. Es muy triste. De haber compartido su secreto con los demás, hubiera vivido rico el resto de sus días.<br />—Sí, es realmente triste. Continuemos —dijo Zando con energía—. Aún nos queda un buen trecho por subir.<br />Ascendieron durante al menos una treintena de metros hasta dar con una cámara tan espaciosa como el establo de Vera. Maravillados, contuvieron el aliento mientras miraban en derredor. Estaban dentro de la propia veta y los reflejos de las antorchas hacían que todo centellease con tonos áureos. Al lado de la abertura por la que acababan de subir, descubrieron una pequeña polea con un canasto y una larga cuerda.<br />—¡Esto es increíble! Apenas logró extraer una pequeña parte de todo el mineral —dijo Dolmur—. Pero estamos muy por debajo de la altura de la veta. ¿Cómo es posible?<br />—El yacimiento debe ser enorme, y la veta que emerge en la superficie es sólo una pequeña parte. Aquí hay suficiente oro como para comprar un reino.<br />—Un momento, hay algo que no entiendo —se extrañó Dolmur—, Golo ya posee todo un Imperio, ¿por qué iba a querer este oro? Él ya es inmensamente rico y poderoso. Además, ya puestos, si quería hacer uso de esta mina, podría simplemente haberla tomado por la fuerza.<br />—Ciertamente desconozco qué puede hacer desear a un Emperador todo este oro. Lo que sí entiendo es su modo de proceder. Un monarca, en contra de la opinión popular, no posee poder absoluto. El Senado y la realeza le han disputado pulsos de poder desde el mismo instante del nacimiento del Imperio. Golo no puede ignorar los designios del Senado. Desconozco cómo pudo Golo enterarse de la existencia de esta mina. Pero expulsar a los legítimos propietarios del terreno hubiese sido una estrategia arriesgada para él.<br />—¿Y por qué expulsarlos? Ya puestos, podría haberlos matado a todos. Así, nadie lo hubiese sabido nunca.<br />—Te equivocas, lo hubieran sabido los soldados encargados de llevar a cabo la matanza. Alguno de ellos podría irse de la lengua. Además, algún vendedor ambulante de los que pasan por aquí de año en año vería una mina donde antes habían estado un asentamiento de granjeros. Los campesinos de Roca Veteada visitan anualmente la ciudad de Sinie para vender sus cosechas. ¿Qué habrían pensado allí si de repente hubiesen dejado de acudir?<br />—Entiendo, no hace falta que sigáis —dijo Dolmur con expresión aburrida—, es mucho más sencillo expropiar para no despertar sospechas.<br />—En efecto. Supongo que fueron los mismos secuaces de Golo disfrazados de bandidos los que impidieron a los campesinos llevar sus cosechas a Sinie los últimos años. Según creo, Golo lleva preparando esto algunos años.<br />—¿Os dais cuenta, Zando? —preguntó de repente Dolmur en tono divertido—. Si eso es cierto y Golo está detrás de todo este oro, justo cuando casi había culminado su plan, os envió a vos con la taimada intención de liquidaros y así matar dos pájaros de un tiro. ¡De no haberos enviado, a estas horas Golo poseería esta mina!<br />Zando miró a Dolmur con cara de cómplicidad y ambos comenzaron a reír.<br /><br />De vuelta en la granja descubrieron que Brodim los esperaba lleno de impaciencia. Inquietos por la inesperada presencia del ministro, su primera reacción fue sospechar que algo andaba mal.<br />No estaban equivocados.<br />—Al fin llegáis —dijo Brodim saliéndoles al paso. El veterano senador los esperaba en el porche, acompañado por Vera—. Ha ocurrido algo terrible. Debéis acompañarme de inmediato a la aldea. El Senado en pleno nos espera —dijo en tono impaciente.<br />—Calmaos, Brodim —terció Dolmur—. No deberíais estar aquí, vuestra vida correrá peligro si os relacionan con Zando. ¿Qué puede ser tan importante como para arriesgaros de este modo?<br />—Mi vida corre peligro desde esta mañana, junto a la del resto de senadores —reveló Brodim con mirada ceniza—. El Senado en pleno ha cerrado filas en contra de Golo. ¡Jamás en toda la historia del Imperio había sucedido algo semejante!<br />—Ha debido ocurrir algo extraordinario para que los acontecimientos tomen semejante giro. Al menos dos tercios del Senado estaban en mi contra —opinó Zando—. Decidnos, ¿de qué se trata?<br />—Todo comenzó esta mañana, con la llegada de mis informadores procedentes de la capital —Brodim hizo una pausa teatral antes de continuar, según la costumbre de casi toda la clase política. Zando y Dolmur lo miraron expectantes—. Se trata de las arcas imperiales: están vacías.<br />—Eso es del todo imposible y vos lo sabéis, debe tratarse de algún tipo de error —negó Zando—. Las reservas imperiales son conocidas por su excelente salud financiera.<br />—Eso creíamos todos. Creedme Zando, no queda un solo inu en las arcas. Golo, de algún modo, ha conseguido acabar con las reservas imperiales en apenas una veintena de años.<br />—¿Cómo es posible tal cosa? —inquirió Dolmur—. Tenía entendido que los impuestos superaban con creces los gastos. La salud económica del Imperio es famosa por su gestión ejemplar.<br />—Y lo es —asintió Brodim—, pero mucho me temo que Golo y sus ínfulas de grandeza han conseguido lo que no consiguieron las guerras de la trifuerza. Golo ha sido famoso por acometer las obras más colosales desde tiempos del rey Fundador. Palacios, murallas, puentes, circos y coliseos han sido levantados ante la algarabía de sus súbditos desde que fuera coronado.<br />—Nunca cuestioné el ingente número de obras acometidas durante su mandato —admitió Zando—, pero, ahora que lo señaláis, admito que Golo ha construido en las últimas dos décadas casi tanto como los últimos diez monarcas juntos.<br />—En efecto —prosiguió Brodim—. Y no olvidemos sus demenciales banquetes y festejos anuales. El gobierno de Golo se ha caracterizado por el gasto desmedido. Pese a mis sospechas, ni yo ni nadie osó pedir cuentas al Emperador. Ahora, me temo que es demasiado tarde. Sin las reservas de oro, las tropas dejarán de recibir su salario.<br />—Y sin su salario, pronto abandonaran en masa los ejércitos —concluyó Zando—. ¡Maldición! Si los ejércitos se deshacen, estallarán guerras y motines por doquier.<br />—Así es —admitió Brodim—. Como podéis ver, la situación es desesperada.<br />—Un segundo… —dijo Dolmur—. ¿Decís que el Senado en pleno está en contra de Golo? ¿Dónde está entonces el problema? Destituidlo. Tenéis poder para ello ¿no?<br />—Temo que no —confesó Brodim abatido—. El cargo de Emperador es vitalicio. El Senado tiene potestad para condicionar su mandato, oponerse a la creación de leyes arbitrarias y vetar casi cualquier acto que el Emperador deseara acometer. Pero jamás para destituirlo. Nos guste o no, el único modo de cesar a Golo pasa por ti, querido amigo. Tu enfrentamiento al poder establecido ha resultado una bendición, después de todo.<br />—Ya veo —dijo Zando—. Pero aún queda una cuestión sobre la mesa. Nada de lo que me has dicho cambia mi situación. ¿Para qué desean verme los senadores?<br />—En realidad, no es eso lo único que han descubierto mis informadores. Hemos sabido del verdadero motivo que impulsó a Golo a desear esta aldea. Según mis fuentes, un habitante de esta aldea, un tal Meldon, trató de comprar un título nobiliario pagándolo con oro. Confesó a un noble de baja estopa que poseía el yacimiento más grande jamás descubierto. El noble, en un intento por ganarse el favor del soberano, comunicó a Golo la existencia del yacimiento. Poco tiempo después, tanto el noble como Meldon, habían perecido víctimas de sendos accidentes. Supongo que la idea de explotar un yacimiento de tan vasta capacidad incitó a Golo a despojarse del poco comedimiento que le quedaba. Así, contando con un oro que ya creía suyo, despilfarró las ya exiguas reservas del tesoro imperial.<br />“Pero el monarca no contó con la información incorrecta de Meldon. El yacimiento, lejos de pertenecer al campesino, era propiedad comunal en una perdida aldea donde malvivían estoicamente un grupo reducido de campesinos. Así que Golo se vio obligado a elaborar un plan para expropiarles sus granjas. Apostó soldados de incógnito con la misión de robarles y saquear sus cosechas durante varios años. Después envió un cobrador de impuestos para tener la excusa legal necesaria.<br />—Conocemos el resto —dijo Zando—. Y sabemos lo del oro.<br />Brodim lo miró con ojos desorbitados. En su mirada se dibujó un leve atisbo de desconfianza.<br />—¿Lo sabíais? —preguntó alarmado.<br />—Tranquilizaos Brodim —intercedió Dolmur—. Aunque os parezca increíble, nos hemos enterado hoy. Venimos de inspeccionar la mina. Ese oro puede salvar el Imperio.<br />—Cosa que sucederá si Golo vence —continuó Dolmur—. No creo que sea tan estúpido como para desperdiciar la oportunidad de enmendar su error. Así pues, ¿para qué necesitáis a Zando?<br />—El Senado no confía en Golo. Quieren acabar con él a toda costa—respondió Brodim—, y Zando es el único medio posible. Después de verlo luchar, creen que su victoria es un hecho consumado.<br />—Lo volveré a preguntar —dijo Zando—. ¿Para qué desean verme?<br />—Ellos… temen lo que puedas hacer cuando te hagas con el control del Imperio —respondió Brodim entre dientes.<br />—Ya veo —dijo Zando con el rostro lívido de cólera.<br />—¡Oh, vamos Zando, no os enfadéis! —intercedió Dolmur que conocía suficientemente a su amigo como para saber que estaba a punto de cometer una estupidez—. Yo sé que vuestras intenciones son honorables, Brodim lo sabe y Vera lo sabe. Fin de la lista. No podéis enfadaros porque no confíen en vos. Por el amor de Naelim, ¡son políticos!<br />Pese a las buenas intenciones de Dolmur, el enfado de su amigo no disminuyó un ápice, y lo que es peor, ahora era Brodim el que lo miraba con cara de pocos amigos por su comentario sobre los políticos.<br />—Está bien, ya me callo. ¡Sois un par de cascarrabias! Comunicadme el resultado de vuestra inminente discusión. ¡Estaré con Vera en la cocina!<br />Una vez a solas, Brodim relajó el ánimo antes de proseguir.<br />—Sabéis que confío en vos. Sois la persona más honrada que conozco —dijo en tono conciliador—. Pero debéis comprender los motivos del Senado.<br />—¿Comprender? —Zando seguía profundamente dolido—. ¿Es que jamás será suficiente? ¿Qué he de hacer para que confíen en mí? ¿Acaso no he renunciado a suficientes cosas por el Imperio?<br />—Lo sé, amigo mío, lo sé. Pero ellos no. Sólo se trata de una declaración de intenciones. ¿Qué trabajo os cuesta?<br />—¿Y qué he de declarar exactamente?<br />—Ellos se comprometen a perdonaros por vuestras faltas anteriores si juráis lealtad al Imperio y os comprometéis a ceder el mando en el mismo instante en que derrotéis a vuestro último contrincante. Asimismo cederéis todo el oro de la aldea, que pasará a manos del Imperio.<br />—Me perdonarán… —Zando estaba rojo de cólera—, que me perdonarán decís… —repitió rechinando los dientes—. ¡Es suficiente! Podéis ir y decirles a esos senadores que tendrán noticias mías si logro vencer. ¡Es todo! Es el último insulto que aguanto al Imperio —dijo retirándose al interior de la cabaña y dando un portazo.<br />Brodim se quedó solo en el exterior, mirando la puerta con expresión cansina.<br />—¡Malditos energúmenos! Sabía que ocurriría esto. Les advertí de ello —se quejó—. Ahora tendré que ingeniármelas para que ambas partes no se saquen los ojos. ¡Soy muy viejo para esto! —dijo tomando el camino de vuelta—. Van a ser dos días interminables.<br /></span></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-58685328567029801722011-04-10T23:55:00.001+02:002011-04-10T23:57:04.250+02:00CAPÍTULO XXI: LA RENUNCIA<div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XXI<br />LA RENUNCIA<br /><br /><br />Vera miraba con los ojos enrojecidos el cuerpo perlado de sudor de Zando. Llevaba toda la noche conteniendo el llanto, rezando obstinada al Dios Yemulah, implorando para que aguantase otra hora con vida. El hombre yacía en su cuarto, tendido en el camastro. Había estado buena parte de la madrugada debatiéndose entre la vida y la muerte, presa de convulsiones y vómitos, pero al fin se había calmado. Pese a todo, su temperatura era aún demasiado alta como para considerarlo fuera de peligro. Tenía la cara mortalmente pálida, en claro contraste con las oscuras ojeras que contribuían a realzar su desmejorado aspecto. Incluso parecía como si las arrugas de su rostro se hubiesen acentuado. Normalmente, Zando no aparentaba en absoluto su edad, pero esa noche daba la impresión de haber envejecido una veintena de años.<br /> Un suave toc toc sonó en la puerta, alertando a Vera. Se trataba de Dolmur, que abrió la hoja e hizo señas a la mujer para que abandonase el cuarto. Ésta salió en silencio, no sin antes besar en la frente al enfermo.<br />—Al fin lo han encontrado —anunció Dolmur en el pasillo—. Ya llegan, acabo de divisarlos, bajemos.<br />—¡Espera! —dijo Vera tomando a Yuddai de la cómoda—. Esta espada es su posesión más preciada, no veo prudente que nadie conozca su existencia —dijo, metiéndola bajo la cama—. Por ahora bastará con dejarla aquí. Ahora sí, vamos a recibirlos. <br /><span class="fullpost"><br />Vera acompañó al joven y ambos salieron al porche. Acababa de amanecer y el aire soplaba gélido. Agotada por la noche de vigilia, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Dolmur, atento, la cubrió con su chaqueta. Él tampoco había descansado aquella noche terrible en la que ambos creyeron perdida toda esperanza.<br />Afortunadamente, lo peor ya había pasado, o esa era la idea a la que ambos se aferraban; pensar en la alternativa era demasiado duro.<br />Las figuras que se acercaban a paso vivo pronto llegaron hasta ellos. Se trataba de uno de los ayudantes de Dolmur, un rapaz que apenas había abandonado la pubertad llamado Ezenio. Junto a él caminaba el único hombre capaz de ayudar a Zando.<br />—He venido en cuanto me he enterado —dijo Saled, el arquero, con expresión preocupada—. Me localizaron hace unas tres horas, camino de Ilicia. No quise esperar, debía asegurarme de que mi familia estaba a salvo. Solicité el permiso de Zando y partí en cuanto anocheció. Pese a la promesa del Emperador, no descansaré tranquilo hasta verlos con mis propios ojos.<br />—Os lo agradezco —dijo Vera tomándolo de las manos—, aprecio el sacrificio que supone vuestro retorno. Os acompañaré hasta su lecho.<br />—Por favor… —Saled la siguió con premura y en cuanto llegaron al aposento de Zando, el iliciano lo examinó atentamente. Le entreabrió los ojos, preguntó por los síntomas y examinó cuidadosamente las manos. Ambas mostraban una marca alargada de color blanquecino—. Es lo que suponía —dijo al fin—. Ha sido herido por mi flecha.<br />—Eso es imposible, yo mismo vi sus manos después del duelo —afirmó Dolmur—. El filo de la punta no lo rozó.<br />—Temo que no fue el filo, sino el astil —explicó Saled—. Fue la fricción la que lo hirió. Las quemaduras leves no dejan marcas inmediatas.<br />—Entiendo —asintió Dolmur—, pero… sigo sin saber cómo estamos en esta situación. ¿No se supone que sólo se envenena la punta del proyectil?<br />—Así es como lo dicta la tradición, mas en esta ocasión se untó toda la flecha con veneno —Saled inclinó la cabeza, avergonzado—. Yo… lo siento, eran órdenes de Golo. Quería asegurarse de que Zando…<br />—Muriese, podéis decirlo, maese Saled —dijo Vera con una marcada expresión de desdén.<br />Saled palideció, abochornado.<br />—Lo lamento, no he sido justa —se disculpó Vera—. Dolmur me ha explicado que usaban a vuestra familia como rehenes. No os considero culpable de lo ocurrido. Decidnos, ¿podemos mantener las esperanzas?<br />—Eso creo —respondió Saled con una sonrisa cansada. Su rostro delataba el cansancio tras toda la noche cabalgando—. El veneno hubiera sido mortal de haber entrado en contacto con su sangre. Una gota basta para matar a un hombre en unos segundos. Afortunadamente, ha sido su piel la que ha absorbido una ínfima porción de la ponzoña. Si ha superado la noche, podemos esperar que sobreviva.<br />Dolmur y Vera se abrazaron, dichosos. Si la mujer reía emocionada, el joven no era menos. Ahora que la sombra de la muerte se había esfumado, Dolmur cayó al fin en la cuenta.<br />—Un momento… —dijo mirando a Saled—, ¿cuánto tardará en recuperarse?<br />—Con suerte un par de días, dado que su naturaleza es excepcionalmente fuerte —afirmó Saled—. A eso del mediodía podéis despertarlo e intentar darle algo de beber. Nada de comer hasta mañana. Sus tripas rechazarían el alimento sólido. ¡Ah! Se me olvidaba: nada de magia. El veneno usado es inmune a las artes de la hechicería. Si llamáis a algún sanador, podría empeorar su estado. Dejad que la naturaleza siga su curso.<br />—En tal caso, hoy no podrá afrontar su duelo —Dolmur se sentó en una silla con los brazos caídos hasta el suelo—. ¡Maldición!<br />—Así es, pase lo que pase, hoy no podrá pelear —Saled estaba tan abatido como ellos—. Yo…, me alegro de haber estado bajo su mando, aunque sólo sea…<br />—¡Un día! Eso es lo que tardará en venirse todo abajo. ¡Un día! Esta tarde al atardecer, todo habrá acabado. ¡Golo, maldito, sucio, ruin, infame, tramposo! —Dolmur era la viva imagen de la desesperación.<br />—Disculpad si yo le veo el lado positivo —señaló Vera con acritud—. Entiendo lo importante de su gesta, pero no deseo que le hagan más daño. Si el Emperador quiere mi casa y mis tierras que se las quede y se pudra.<br />—¡Oh Vera! —exclamó Dolmur asombrado—. Él no os lo dijo, ¿no es cierto?<br />—¿Decirme? ¿A qué te refieres, Dolmur? —preguntó Vera asustada—. ¡Habla!<br />—Si Zando se rinde será entregado al Imperio para ser ejecutado. Su única salida es vencer. Nosotros, por otro lado, tampoco correríamos mejor suerte. Recordad que nos consideran sus cómplices por la muerte del soldado que pretendía incendiar vuestra propiedad.<br />—¡Oh, Hur bendito! —exclamó Vera—. ¿Qué vamos a hacer ahora?<br /><br />Zando despertó cuando el sol anunciaba el mediodía. Pese a los intentos de Dolmur por turnarse con Vera para velar a su amigo, ésta no se había separado de su lecho en todo el día.<br />En cuanto el enfermo superó los primeros instantes de confusión, dedujo su suerte sin necesidad de explicaciones. Terco, intentó incorporarse de inmediato, pero la cabeza le dio un vuelco y cayó hacia el lecho de nuevo.<br />—¿Cuánto tardaré en recuperarme? —preguntó. Su voz aún sonaba espesa.<br />Vera, con lágrimas en los ojos, le respondió.<br />—No lo suficiente, lo lamento. No podrás acudir al combate de hoy.<br />Zando guardó silencio durante un minuto. Después, con la testarudez que lo caracterizaba, se intentó incorporar de nuevo pese a las protestas de su cuidadora. Volvió a sentir aquella sensación de mareo abrumadora, pero esta vez resistió y logró sentarse en la cama.<br />—Eso está por ver —declaró—. La rendición nunca ha sido una opción.<br />—¡Eres… eres…! —Vera amenazaba a Zando con el dedo en ristre—. ¡Eres un cabezota! —gritó, y salió corriendo de la habitación.<br />Zando oyó el desgarrador llanto de la mujer alejarse escaleras abajo. Inmediatamente, unos pasos rápidos precedieron la llegada de Dolmur.<br />—Veo que estáis despierto —dijo—, nos habéis dado un buen susto. ¿Qué le habéis hecho a Vera? A veces podéis ser algo brusco.<br />—Acércate muchacho, la habitación me da vueltas —pidió. Dolmur se sentó junto a él en el borde de la cama—. Vera no se ha tomado demasiado bien mi intención de continuar.<br />—¿Qué? —Dolmur miró gravemente a Zando—. No podéis hablar en serio. Ni siquiera os tenéis en pie. El duelo ha terminado, ¿me oís? Acabado.<br />—He dicho que eso está por ver —insistió Zando, obcecado—. Ayúdame a bajar. He de refrescarme con agua fría. Eso me despejará.<br />—¡Estáis loco! —se lamentó Dolmur mientras accedía a ayudarlo—. Y me convertís en vuestro cómplice… ¡Vera me va a matar! ¡Y vos vais a pillar una pulmonía!<br />Los escasos metros que los separaban de la planta baja resultaron un escollo difícil de salvar, viéndose obligados a detenerse hasta cinco veces, aunque finalmente Zando logró llegar hasta el porche. Su intención de refrescarse se vio truncada cuando Vera irrumpió en escena con un tono admonitorio que ni siquiera Zando fue capaz de ignorar.<br />—El único líquido que vais a ver es la infusión que os beberéis ahora mismo. Y tú —dijo señalando a Dolmur—, si lo vuelves a ayudar desearás no haber nacido. ¿Entendido? —preguntó marchándose a la cocina sin esperar respuesta.<br />Zando, con ojos implorantes miró a Dolmur.<br />—Ya la habéis oído —dijo éste atemorizado—. Acabo de darme cuenta de una cosa: ella me da más miedo que vos. ¡Así que no volváis a pedirme ayuda!<br /><br />El resto del día transcurrió entre un tira y afloja donde Zando luchó contra el tiempo, tanto como contra Vera. La mujer, pese a ser consciente de que la renuncia al combate lo condenaría a muerte, insistía en no dejarlo presentarse al duelo, donde estaba convencida de que lo matarían. Sin embargo, la alternativa iba en contra de todo cuanto Zando creía: la huida. No estaba dispuesto a considerar siquiera tal posibilidad, por más que Vera le razonase que no había deshonra ni cobardía en ello: había hecho todo cuanto estaba en su mano; era el momento de pensar en él.<br />—Vera, sé que tu intención es noble, pero no alcanzas a comprender las consecuencias de una huída —explicaba Zando—. El duelo se ha convertido en un símbolo para las gentes del Imperio, especialmente las humildes. Huir sería como robarles la fe. Ellos creen en mí. Si muero intentándolo, podrán atesorar el recuerdo de una gesta. Me convertiré en un símbolo que Golo, o cualquier otro tirano, jamás podrán derrotar —a medida que hablaba, los ojos de Vera se anegaban en lágrimas—. Llegados a este punto, mi vida no tiene relevancia. Lo siento, pero combatiré aunque esté convencido de mi derrota.<br />Vera no insistió. Pese a rechazar con denuedo los argumentos de Zando, en el fondo sabía que decía la verdad. Resignada, se refugió en su pecho y lo abrazó con todas sus fuerzas, sin dejar de llorar.<br /><br />Cuando aún faltaban un par de horas para el combate, Dolmur volvió de la aldea. Se había ido poco después del mediodía para intentar socavar información acerca del duelo o, en su defecto, tratar de encontrar una salida a toda aquella situación.<br />La expresión de su cara anunció el fracaso de su búsqueda.<br />—Lo lamento —se disculpó—. He puesto al ministro Brodim al corriente de nuestra situación, pero no ha logrado averiguar nada que nos pueda ser de utilidad. El combate está concertado y el oponente presente. No caben aplazamientos, máxime si las heridas de Zando son consecuencia del combate previo.<br />—Esperaba eso —se lamentó Zando—. ¿Has averiguado algo sobre mi contrincante?<br />—Me temo que sí.<br />—¿Te temes? —preguntó Vera alarmada—. Explícate, por Hur.<br />—Como bien sabéis, en este combate le corresponde a Zando elegir armas —aclaró Dolmur—. Desconozco el nombre de vuestro rival, pero uno de mis contactos lo ha visto ejercitarse a distancia. Dicen que es un espadachín formidable. Necesitaréis estar al cien por cien para vencerlo.<br />Zando se levantó entonces y caminó unos pasos hasta situarse a unos metros del porche de la casa. Desenfundó su espada y acometió unos mandobles. Su recuperación había sido asombrosa pero sus golpes carecían de fuerza y aún le fallaba la coordinación. Parecía una sombra de sí mismo.<br />—Esperemos que en las dos horas que me quedan me recupere lo suficiente —afirmó.<br />Dolmur se acercó a Vera y le susurró al oído:<br />—¿No se supone que lo ibais a convencer para huir? —preguntó—. No lo veo muy dispuesto, la verdad.<br />Ante los acongojados ojos de Dolmur, Vera rompió a llorar de nuevo.<br /><br />El destino, caprichoso, quiso que los acontecimientos tomasen un nuevo rumbo aquel aciago día. Cuando aún quedaba una hora para la partida hacia la arena de duelos, un destacamento de soldados se presentó en la granja. El militar al mando, un hombre corpulento de ademanes enérgicos, se adelantó para entregar un pergamino lacrado con el sello imperial. Zando leyó la misiva, intrigado por el contenido: el Emperador Golo solicitaba una entrevista con Zando antes del combate. Desconfiado, Zando dudó sobre la conveniencia de aceptar la invitación, aunque finalmente se decidió. Su situación no podía empeorar más aún.<br />De este modo, Zando y Dolmur se dispusieron a partir escoltados por la patrulla.<br />Antes, Zando entró con Vera en la cabaña. Tras cerrar la puerta y asegurarse un poco de intimidad, la miró a los ojos. Ante la posibilidad de no regresar con vida de la aldea, deseaba decirle cuanto la amaba, consolarla, decirle que conocerla era lo más precioso que le había pasado en la vida… pero no pudo. Vera, colocando un dedo sobre sus labios, le pidió que guardara silencio.<br />—No digas nada —dijo—. Sólo prométeme que volverás. Prométemelo. Tú nunca rompes tus promesas —sus ojos imploraban desesperadamente una respuesta afirmativa.<br />—Volveré —prometió—. No sé cómo, pero volveré.<br />Ella lo abrazó una vez más antes de dejarlo ir.<br />—Disculpad —los interrumpió Dolmur, impaciente—. Necesito coger algo de mi mochila antes de irnos.<br />—Claro que puedes —dijo Vera—. No necesitas pedir permiso en mi hogar, ya lo sabes. ¿Qué necesitas?<br />—Es… algo personal, sólo eso. ¡Ahora vuelvo! —dijo, corriendo escaleras arriba.<br />—Trama algo —dijo Zando.<br />—Sí, es como un libro abierto —corroboró Vera—. Esperemos que no haga ninguna tontería.<br />Dolmur bajó enseguida y ambos partieron con los soldados. Pronto, el grupo de hombres no fue más que una mancha borrosa. Vera contuvo su llanto hasta que los soldados se perdieron en la distancia.<br /><br />Media hora después, Zando aguardaba impaciente en el exterior de la tienda del Emperador. Todo el perímetro estaba franqueado por la guardia de élite, los dragones blancos. Parecidos a estatuas de piedra, rodeaban los aposentos de Golo las veinticuatro horas del día. Nadie podría llegar hasta él sin pasar su cerco, y Zando sabía lo imposible de aquella acción. Incluso él, en su mejor momento, perecería en el intento.<br />No obstante, la guardia de Golo no preocupaba a Zando. Lo que realmente lo incomodaba era aquella misteriosa entrevista. Desde que lo viese en la celda de la Torre Imperial, no había vuelto a tener ocasión de hablar con su antiguo soberano. Si en aquella ocasión se había mostrado como un siervo fiel y arrepentido, esta vez su actitud iba a ser bien distinta. Costaba pensar que entre ambos encuentros apenas hubiesen transcurrido unos meses.<br />Dolmur aguardaba junto a él, mirando inquieto en derredor, impresionado por estar metido en lo que él denominaba un nido de víboras.<br />—Esto no me gusta Zando, si deciden acabar con nosotros… —insinuó en voz baja.<br />—De haber querido hacerlo, lo hubieran intentado en la granja —razonó Zando—. Además, la multitud nos ha visto introducirnos en el campamento imperial. No, Golo no pretende hacernos nada, al menos de momento.<br />—Me gustaría tener vuestra seguridad, yo no me sentiré tranquilo hasta que salga de aquí.<br />En ese momento, el soldado salió de nuevo, indicándole a Zando que podía pasar, no sin antes desarmarse. <br />—No te muevas de aquí, enseguida vuelvo —le dijo a Dolmur mientras le ofrecía su espada.<br />El interior de la tienda estaba tenuemente iluminado. Zando agradeció en silencio la feliz coincidencia, ya que su piel estaba aún algo pálida; su aspecto no era del todo saludable y no deseaba que Golo apreciase su debilidad. El soberano lo esperaba sentado en un sillón alto realizado en madera tallada, semejante a un trono. A ambos lados, dos fieros guardianes lo franqueaban con celo, sin apartar la mirada de él.<br />—Os admiro —comenzó Golo sin preámbulos—, realmente os admiro. Jamás creí que un hombre de vuestro talante mostrase tal osadía.<br />—Mi única aspiración era serviros —respondió Zando, sereno—, lamentablemente tardé mucho en darme cuenta de que no merecíais mi respeto.<br />—Ciertamente, fuisteis un magnífico perro guardián, fiel y obediente —desdeñó Golo con un movimiento de la mano—. Lástima que perdieseis el buen juicio en el templo. Me estropeasteis un magnífico día.<br />—Es bueno saber que mi soberano muestra más interés por una celebración que por la fidelidad de uno de sus generales. Jamás podré agradecer lo suficiente a la providencia que sufriese aquel desliz —Zando se acercó un poco más a Golo, inclinándose y mirándolo fijamente a los ojos—. Entonces no lo supe, pero aquello me liberó.<br />Zando se arrepintió de su gesto al sentir un fuerte mareo acompañado de un zumbido en las sienes. El ambiente en la tienda del monarca era asfixiante, y la caminata desde la granja lo había dejado agotado. Levantó la cabeza lentamente, procurando no titubear o tambalearse. Golo no debía sospechar su momento de debilidad. Afortunadamente, el Emperador no se percató de ello; su gesto lo había enfurecido. <br />—¡Basta de juegos! —estalló Golo—. No me interesan lo más mínimo tus ridículas experiencias. Podrás engañar al resto con tus mentiras, pero no a mí. ¡No a mí! —Golo señaló a Zando con el dedo alzado y la cara roja de ira. Durante unos instantes bufó de rabia antes de proseguir, más controlado—. El honor y ese Código obsoleto en el que te amparas no son más que un puñado de mentiras para hacer más manipulables a los hombres. Esa es la única verdad que te ha sido revelada, y el único motivo que nos ha llevado a esta situación. Tú no buscas redención, sólo codicias el poder, maldito embustero.<br />Zando no contestó, limitándose a mirar fijamente a Golo, con expresión imperturbable.<br />—¿Acaso crees que no lo sé? —prosiguió Golo bajando el tono—. Has descubierto mi secreto y pretendes arrebatarme lo que me pertenece como cabeza del Imperio.<br />Zando, que aún luchaba contra sus nauseas, sintió dar un vuelco al corazón al oír aquello. El ministro Brodim tenía razón, existían intereses ocultos que iban más allá de unos simples impuestos. Con suerte, Golo se lo revelaría en su infantil ataque de furia. <br />—Pero no lo vas a lograr, maldito bribón —dijo Golo con aire de autosuficiencia—, yo sé que los pordioseros que habitan estas tierras no te importan lo más mínimo. Sólo ansías hacerte con el poder y la riqueza, como todos. ¡A mí no me engañas! —Golo sonrió antes de continuar. Su voz sonó baja y sibilina cuando lo hizo—. Pero no te voy a dejar, ¿sabes? He hecho mis averiguaciones. Sé cual es tu debilidad, mi querido general rebelde… ¡y la has dejado sola y desprotegida en su granja!<br />—¿Qué? —Zando sintió esfumarse el mareo mientras todo su cuerpo se tensaba preparado para el combate. Al fin entendió el motivo de aquella entrevista—. Eso es imposible, una guarnición de mis mejores hombres vigilan el perímetro de la granja.<br />—¿De verás? —Golo sonreía triunfalmente—. Dime, ¿cuántos guardias acudieron a entregar mi invitación? ¿Acaso no los contaste? Yo te responderé: entraron una docena. ¡Justamente tres más de los que salieron!<br />Zando apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. Había sido un estúpido y había caído en la más burda de las trampas.<br />—Si osáis tocarle un solo pelo a Vera… —amenazó avanzando con los brazos extendidos.<br />Como dos relámpagos, los guardias de Golo se interpusieron en su camino con las armas prestas.<br />—Calma, mis dragones —increpó Golo a sus hombres—. Él no me hará nada… o ella morirá —Golo se deleitó al ver el pánico reflejado en los ojos de Zando—. Sí, mi insubordinado lacayo, en estos momentos tres de mis hombres, disfrazados de bandidos, han asaltado la propiedad de Vera y la retienen con órdenes estrictas. Si intentas rescatarla o te presentas hoy al combate, ella morirá. Así que más te vale no intentar ninguna artimaña… si aprecias la vida de la campesina.<br />Zando resopló apretando los puños, intentando asimilar la realidad que lo atenazaba, luchando por resistir el impulso de asesinar allí mismo a Golo. Un pasaje del Mert´h indú acudió a su mente en ese crítico momento: “El buen guerrero planea sus acciones cuando la tormenta de la ira ha cesado”.<br />—Tendréis noticias mías —dijo al fin—. No sé cómo ni cuándo, pero volveremos a vernos —aseguró, girándose para marcharse.<br />—¿Es eso una promesa? —inquirió Golo divertido—. En tal caso supongo que nos veremos en tu ejecución por traidor. O quizás en el funeral de la ramera, si osas presentarte al duelo.<br />Zando salió en tromba de la tienda, sin molestarse en replicar, dejando a Golo recreándose en su perversidad.<br />—Mmm… Quizás sí sea un hombre de honor después de todo —opinó Golo para sí mismo. Después se dirigió a un estante y tomó una botella de vino y una copa. Sirvió una generosa porción y levantó el cáliz—. Brindo por mi victoria. ¡Larga vida al Imperio!<br /><br />Dolmur supo que algo había salido terriblemente mal al ver la expresión de Zando. Éste salió en tromba de la tienda y lo arrastró cogiéndolo del brazo. El joven intentó razonar con él, pero su amigo estaba fuera de sí. ¿Qué demonios habría pasado en la entrevista? Dando empellones a todos cuantos se cruzaban en su camino, volvieron sobre sus pasos, esta vez sin la escolta armada de Golo. Cuando llegaron a los límites del campamento imperial, se detuvieron en seco. Zando miró alrededor, observando el descorazonador panorama. Los habituales espectadores de los duelos se congregaban ya alrededor de la calle, luchando por hacerse con un lugar para presenciar el evento.<br />—Tardaré una eternidad en cruzar la calle si me ven —dijo Zando, frustrado.<br />—¿Vais a decirme de una vez qué ha ocurrido? ¡Estoy harto de que me ignoréis! —exclamó Dolmur elevando la voz. No deseaba gritarle a Zando, pero se sentía confuso y asustado—. Por favor… —dijo más sereno.<br />—Lo lamento —se disculpó Zando—. Golo ha aprovechado nuestra ausencia para secuestrar a Vera. Si me presento al combate o intento rescatarla, la matará.<br />Dolmur no sabía qué lo impresionaba más, si ver a Zando con aquella expresión de terror, o la noticia misma.<br />—Eso es imposible, los soldados que apostasteis alrededor de la granja os hubieran informado. Debe ser un farol.<br />—Los soldados tenían órdenes de dejar pasar a cualquier emisario con bandera blanca. Dejaron entrar a un destacamento oficial y, al verlos regresar con nosotros, no prestaron atención al número. Tres de los hombres del Emperador se descolgaron del grupo ante nuestras narices. Golo nos ha engañado con la más burda de las trampas.<br />—Muy ingenioso. ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Dolmur contagiado ahora de la angustia de Zando—. ¡Debemos impedir que Golo se salga con la suya!<br />—Lo sé —el rostro de Zando se ensombreció aún más—. Golo la matará de todos modos. No puede dejar vivir a un testigo de su infamia. Vera vivirá sólo mientras sirva para chantajearme. Después se deshará de ella.<br />—¿Estáis seguro de eso?<br />Zando asintió en silencio<br />—Entonces hay que intentar rescatarla —dijo, obcecado—, debe haber un modo. ¡Tiene que haberlo!<br />Zando no respondió, y aquello logró poner a Dolmur al borde del pánico. Hasta ese momento no se había dado cuenta del peso que soportaba aquel hombre sobre sus hombros. En muchos sentidos, era un pilar sobre el que se apoyaban muchas personas.<br />—No os dejaré hundiros, ¿me oís Zando? Entiendo vuestro desánimo, pero tenemos que hacer algo —dijo cogiéndolo de los hombros—. Veamos… vos siempre decís que cada asunto debe afrontarse sin pensar en problemas futuros. Pues bien, nuestro primer problema es ocultar vuestra identidad. Si la multitud os reconoce, no os dejarán moveros libremente —Dolmur miró nervioso alrededor—. Enseguida vuelvo, no os mováis —dijo, y se fue como una exhalación.<br />Momentos después regresó con un bulto bajo la camisa. Zando seguía plantado en la misma posición, con la mirada perdida y absorto en lúgubres pensamientos.<br />—Tomad —dijo sacando una capa—, se la he comprado a uno de los soldados acampados.<br />Zando tomó la prenda y se la colocó. Se trataba de una capa de viaje militar.<br />—Poneos la capucha, así —lo ayudó Dolmur—. Si camináis con la cabeza baja, no os reconocerán. ¡Listo! Ahora la siguiente cuestión… —Dolmur trató de pensar, nervioso, pero fue incapaz de trazar un plan de acción—. Dejadme sólo un minuto y os diré qué hacer a continuación.<br />—Hay que ir a la herrería de Crod —dijo Zando, mirando a su amigo con expresión agradecida. Pasado el instante de pánico, mostraba de nuevo su característica expresión de determinación—. Debo comunicarle mi decisión de abandonar el duelo. La vida de Vera vale más que cualquier cuestión de honor. No canjearé la vida de la mujer a la que amo por nada ni nadie. Lo primero será abandonar el campamento imperial sin ser visto. Si salimos juntos me reconocerán, pues nos vieron entrar juntos aquí. Necesito que salgas tú primero. Nos veremos en la herrería. ¡Vamos, el tiempo cuenta en nuestra contra! <br />Dolmur salió disparado en dirección opuesta a la herrería de Crod, y tal como habían supuesto, enseguida se vio rodeado por los curiosos que lo interrogaron sobre la visita de Zando al campamento Imperial. Dolmur se detuvo y les aseguró que Zando seguía reunido con el Emperador. Después se deshizo de los curiosos y salió disparado al lugar convenido.<br />Zando se puso en movimiento instantes después, y cruzó los escasos metros que lo separaban del hogar de Crod. Tal y como esperaba, nadie le salió al paso. Entró en la vivienda sin llamar y oyó voces en la planta de arriba. Subió las escaleras presuroso y sorprendió a Crod hablando con un nutrido grupo de aldeanos. Todas las miradas se volvieron en su dirección.<br />—Lamento presentarme de este modo —se disculpó Zando—. Necesito hablar con vos —señaló a Crod—, bajad conmigo a la herrería, se trata de un asunto privado.<br />Su tono de voz y su rostro expresaron tal apremio que Crod lo siguió sin refunfuñar. Una vez abajo, Zando explicó la situación lo más concisamente posible.<br />—Lamento dejaros en la estacada —se disculpó Zando—, pero no puedo dejar que maten a Vera. Hoy no combatiré en el duelo. Espero que me perdonéis por faltar a mi palabra.<br />Crod, que había escuchado en silencio toda la historia, apretó los puños mirando al suelo antes de responder.<br />—Yo… —comenzó titubeando. Zando esperaba una reacción bastante airada de aquel hombre seco al que nunca había caído bien, máxime ahora que confirmaba los temores del herrero dejando en la estacada a los aldeanos—, me disculpo ante vos —dijo al fin—. Os juzgué mal. <br />—¿Cómo? —Zando no daba crédito.<br />—Habéis oído bien. Nunca creí que vuestras intenciones fueran del todo honestas. Mas ahora, viendo cómo os arriesgáis a morir en el cadalso con tal de salvar la vida a una aldeana, no puedo menos que rendirme a la evidencia. Sois un hombre leal, después de todo. <br />—Pero… ¿y el duelo? Yo me comprometí a salvar a la aldea.<br />—Y os lo agradecemos, pero… ya habéis hecho suficientes cosas por nosotros. Es hora de que libremos nuestras propias batallas. Eso también os lo debemos a vos.<br />Zando no esperaba esa respuesta. De repente, toda la animadversión que sentía hacia el herrero se había esfumado. Pese a mostrarse hostil desde el día que llegó a la aldea, nunca lo había guiado más afán que el de proteger a los suyos. Más aún, entendía su deseo personal de rescatar a Vera aunque ello supusiese renunciar a la única posibilidad de conservar su modo de vida y sus propiedades. ¡Y ni siquiera había dudado! Zando se maravilló ante la nobleza y la sencilla bondad de los aldeanos. Jamás en toda su vida había librado un combate más justificado que aquel. Tras toda una carrera de estériles batallas, se sintió orgulloso de combatir al fin por una causa válida.<br />—Una cosa más… —añadió Crod—. Os debo una disculpa —Zando intentó decirle que no había necesidad, pero Crod alzó la mano solicitando silencio—. Cuando llegasteis hasta aquí, Roca Veteada moría de desidia. Era cierto que nos hallábamos en la ruina, pero aquello no era excusa para dejar a su suerte nuestros hogares y nuestro modo de vida sin hacer nada. Vos, sin esperar nada a cambio, nos ayudasteis, mostrándonos que el respeto y la dignidad no deben perderse nunca. Con vuestra tenaz ayuda reconstruimos la aldea, y aquello… me hizo sentir mal conmigo mismo. Como alcalde, mía era la responsabilidad de hacer las cosas que vos hicisteis. Mi animadversión hacia vos no era más que un sentimiento de culpa no confesado. En el fondo yo… os envidiaba.<br />Zando asintió en silencio. Era consciente del esfuerzo que debía haberle costado a un hombre tan orgulloso como Crod admitir que se había equivocado.<br />El portón de la herrería se abrió con un chirrido y Dolmur entró jadeando.<br />—Me ha costado, pero he logrado despistarlos dando un rodeo —dijo—. ¿Habéis puesto al corriente a Crod?<br />—Estoy al tanto de todo —respondió el aludido—. Y creo que se impone una incursión de rescate —dijo tomando un gran mazal de la herrería—. ¿Cuál es el plan?<br />Zando y Dolmur se miraron atónitos.<br />—No os miréis de ese modo —advirtió Crod—. Como alcalde de Roca Veteada, Vera es mi responsabilidad. ¡No me quedaré al margen esta vez!<br />—Está bien —asintió Zando—. Vuestra ayuda es bienvenida.<br />—¿Tienes ya un plan, Zando? —inquirió Dolmur—. Apenas falta media hora para el duelo, ¡debemos darnos prisa!<br />—He pensado en ello —respondió Zando—. Lo primero es ganar tiempo y ahí entras tú, Dolmur. Necesito que te quedes y trates de alargar el momento del combate todo cuanto puedas. El Emperador no debe sospechar que me he ausentado. Habrás de ser ingenioso.<br />—Podéis contar con media hora de retraso o no me llamo Dolmur.<br />—Bien, eso nos dará tiempo —siguió Zando—. Crod, vos y yo partiremos de inmediato hacia la granja. Ya trazaremos un plan por el camino.<br />—Estoy listo —aseguró Crod con férrea determinación.<br />—Bien, vayámonos pues —dijo Zando.<br />Los tres hombres partieron en silencio.<br /><br />Unos cuarenta minutos más tarde Zando y Crod llegaban hasta las afueras de la granja. Se habían acercado por el sudeste, amparándose en la escasa protección que les ofrecían un grupo de fresnos silvestres. Más allá no existía nada tras lo que ocultarse, sólo el desolado llano. Caminaban solos, sin la protección de los soldados al cargo de Zando; cuantos más hombres los acompañasen, más posibilidades tendrían de ser descubiertos. En realidad, Zando hubiese preferido afrontar solo el rescate, pero sus intentos por disuadir al herrero para que desistiese en su empeño de acompañarlo, habían resultado inútiles.<br />—Esto pinta mal —señaló Crod entre jadeos—. La casa debe estar a unos cien metros y hay un par de hombres en el exterior, vigilando. Si nos acercamos un palmo más, nos verán.<br /> —Estoy de acuerdo —corroboró Zando—. No podemos arriesgarnos a que nos vean. La matarían antes de que pudiésemos recorrer la mitad de esa distancia —explicó rebullendo inquieto, tratando de buscar la solución a aquel dilema imposible. Sabía por su experiencia en situaciones similares que los soldados de Golo estaban en franca ventaja. Necesitarían al menos la cobertura de una noche nublada para poder acercarse con un mínimo de garantías, pero no disponían de ese tiempo; Vera estaría muerta mucho antes—. ¡Maldición! Si al menos contásemos con la ayuda de un ygartiano…<br />Crod colocó el puño sobre el corazón al oír nombrar a un hechicero, lleno de repulsión. Los ygartianos no eran bien vistos en casi ningún rincón del Imperio.<br />—Por favor Vera… —rezó Zando—, no podré ayudarte si no me echas una mano. Eres una mujer lista, haz lo que espero de ti.<br />—Si alguien puede hacerles frente a esos malnacidos es Vera. Esa mujer tiene un genio capaz de hacer retroceder a la misma muerte —aseguró Crod—. Confiemos en ella.<br />—Sí, esperemos… —dijo Zando poco convencido.<br /><br />Vera despertó tendida en el suelo, en el comedor de su propia casa. Sintió una punzada de dolor en la cabeza, a la altura de la sien derecha. Intentó llevarse la mano a la zona dolorida pero estaba maniatada de pies y manos. Su rostro miraba a la pared, de modo que rodó sobre sí misma para poder mirar alrededor. Cuando se volvió, un escalofrío de terror la recorrió: un hombre de aspecto desaliñado la miraba con expresión divertida. Estaba sentado en su mecedora y jugueteaba con una daga herrumbrosa y llena de muescas. A juzgar por la luz que se filtraba por las ventanas, la puesta de sol estaba cercana. Lo último que Vera recordaba era estar caminando hacia la cerca de las ovejas, después de la marcha de Zando para su entrevista con el Emperador. Por lo visto, había sido sorprendida y asaltada en su propiedad.<br />Vera comprendió enseguida las implicaciones de su secuestro.<br />—Es inútil —dijo con firmeza—. Zando jamás abandonará. No permitirá que el cobarde de Golo lo chantajee.<br />El hombre, vestido con ropa insulsa y mugrienta, se levantó furioso y pateó a Vera en el estómago. Cuando juzgó que era suficiente, paró y la cogió por el pelo, levantando su cabeza para mirarla.<br />—No te atrevas a ensuciar de nuevo el nombre del Emperador —advirtió—. No tengo orden de matarte hasta el anochecer, pero siempre puedo decir que intentaste escapar —amenazó rozando su cuello con la daga.<br />—Resultas muy susceptible para ser un simple bandido, soldado —se mofó Vera casi sin aliento—. Sospechaba que erais soldados disfrazados, pero ahora ya estoy segura. Un simple bandido no hubiera reaccionado así. Me has dicho justo lo que deseaba averiguar. Los militares no sois muy listos, ¿no es verdad? —se burló. Lejos de amedrentarse por los golpes, Vera lo miraba desafiante.<br />—¿Con que una mujer difícil? —dijo el soldado mirándola con interés de arriba abajo—. Te conservas bien para tu edad, quizá encuentre un nuevo modo de enseñarte respeto —dijo al tiempo que le manoseaba el seno.<br />Vera gritó de impotencia y se retorció hasta que lo hizo desistir. Pese a las lágrimas que corrían por sus mejillas, sus ojos mostraban un fiero despecho.<br />—¡Jolto! —llamó su captor.<br />Al momento entró otro hombre con apariencia similar y se cuadró ante el primero.<br />—A la orden, sargento Socur —saludó.<br />—Idiota, no debes comportarte como un soldado mientras dure la misión —lo recriminó Socur.<br />—Lo siento… Socur. Como la mujer estará muerta al anochecer…<br />—Eso no es excusa, estúpido, y aunque no fuera así, no debes bajar la guardia. ¿Habéis visto algo sospechoso Gerdo y tú?<br />—No, no hemos visto a nadie. No podrían acercarse a la granja a menos de cien metros sin ser descubiertos.<br />—Bien, he decidido que la señora necesita irse al otro mundo con una lección de modales aprendida —Socur señaló a Vera sonriendo con maldad antes de añadir—, llévala arriba y métela en un dormitorio. Enseguida subo.<br />Jolto obedeció sin rechistar. Pese a los intentos de Vera por resistirse, la colocó sobre sus hombros y la subió escaleras arriba. Abrió la primera puerta que se encontró y la arrojó al suelo.<br />—No te muevas y no te resistas —advirtió—. Socur puede ser un hombre muy desagradable —dijo, y cerró la puerta tras él.<br /><br />Socur salió al exterior de la granja y rodeó el edificio hasta la parte posterior. Gerdo oteaba la planicie con aire aburrido, aunque sin perder detalle.<br />—¿Nada sospechoso? —preguntó Socur.<br />—Habría que estar loco para intentar acercarse hasta aquí durante el día —respondió Gerdo.<br />—Bien, Golo nos matará si fallamos —aseguró Socur—, pero no creo que le importe si nos divertimos durante la misión —añadió guiñando un ojo a su compañero—. Creo que voy a pasar un buen rato con la furcia. Si quieres, cuando acabe con ella, te la paso después. Si somos rápidos, nos dará tiempo a los dos antes del anochecer.<br />—¿Y Jolto? Él también querrá pasar un buen rato.<br />—Que lo jodan. Si ese maldito novato quiere violarla tendrá que ser después de degollarla. No creo que pudiera con ella estando viva.<br />Gerdo rió ante la ocurrencia de Socur, que se alejó de nuevo hacia la casa. El aburrido vigilante se alegró de obtener por fin un poco de diversión.<br /><br />Vera yació unos instantes en el suelo, aturdida, mirando con ojos desorbitados bajo la cama. No podía creer la suerte que tenía; Jolto, el soldado que la había encerrado, no se había molestado en inspeccionar el cuarto. Si lo hubiese hecho, se habría dado cuenta de que no era su dormitorio, sino el de Zando. Desde su posición a ras del suelo podía ver a Yuddai, la espada legendaria. Vera se arrastró de espaldas bajo la cama y pugnó por sacar la espada de su vaina. Una cuarta del filo se deslizó sin problemas y Vera comenzó a cortar la cuerda que la maniataba. Conocía las extrañas propiedades de aquella arma y apretó con fuerza, sabiendo que no podría cortarse las muñecas. El afilado filo dio buena cuenta de la soga y pronto sus manos estuvieron libres. Extrajo la espada de su vaina completamente y procedió a cortar las ataduras de sus pies. El corazón le latía desbocado cuando sintió unos pasos subir la escalera. En el momento en que las ataduras cedieron, la puerta se abrió dando paso a Socur, que la miró con expresión divertida mientras ella se ponía en pie de un salto.<br />—Vaya vaya, mira por donde, la gatita ha resultado tener colmillos —se burló al ver la espada—. Apuesto a que no eres capaz de levantar la hoja del suelo.<br />De hecho, sí que podría, y Vera lo sabía perfectamente. La aleación de Yuddai era muy liviana y, pese a su pesada apariencia, no tendría problemas en enarbolarla.<br />—Acércate y podremos comprobarlo, cerdo —respondió Vera fingiendo tambalearse bajo el peso de la espada. Mostrarse torpe e insegura le otorgaría ventaja en aquella terrible situación. Sabía que el arma que asía no servía para herir a nadie, así que decidió sacar partido de aquello. «En la mayoría de las ocasiones —le había explicado Alasia—, las mujeres sufren a manos de los hombres por carecer del instinto de autodefensa. Si cualquier mujer maltratada tuviese conciencia de lo fácil que es herir o matar a un hombre, probablemente abandonarían su lugar de víctimas indefensas. Una patada en la entrepierna imposibilita a cualquier hombre durante el tiempo suficiente para escapar, es solo cuestión de atreverse. A veces, lo difícil es vencer el temor». ¡Cuánta razón tenía su hermana! Sin embargo, el hecho de tener a un hombre con intenciones mortales frente a frente, era un hecho que atenazaba los músculos. Vera se enfureció consigo misma por permitir que aquel cerdo la asustase. Si debía morir aquel día, lo haría luchando—. ¡Vamos, acércate si te atreves, maldito cobarde! —increpó de nuevo. <br />La pulla hizo enfurecer a Socur, que se abalanzó como el rayo hacia Vera, esperando que el peso de la espada le impidiese defenderse con soltura. Lo que se encontró, en cambio, distó mucho de lo que había presupuesto: Vera levantó el arma con facilidad, colocándola frente a la trayectoria de su puño. Socur, asustado, creyó que el filo cortaría su mano, pero el resultado fue otro bien distinto. Sintió como los huesos de su mano chocaron contra un muro invisible en el momento en que tocó la hoja. El impacto lo hizo salir despedido hacia atrás, cayendo al suelo aparatosamente.<br />Sin concederle tregua, Vera le propinó un fuerte puntapié en las costillas, dejándolo sin aliento y encogido de dolor. Aprovechando la debilidad temporal de su captor, volvió a golpearlo, esta vez en la cabeza, tratando que perdiese el sentido. Pese a no lograr su objetivo, sí consiguió al menos desorientarlo lo suficiente como para intentar deshacerse de él. Entre angustiados jadeos, lo arrastró hasta la ventana. Donde, pese a los esfuerzos del hombre, ella consiguió arrojarlo al exterior, no sin antes verse obligada a golpearlo nuevamente en la cabeza, esta vez con un cuenco que tomó de la mesilla.<br />En su caída, Socur rodó por el tejado hasta el suelo, y a punto estuvo de caer sobre Gerdo, que saltó asustado al ver a su compañero dar con sus huesos en tierra. Inmediatamente, corrió en dirección al porche, dejando sin vigilancia la parte posterior de la vivienda. Vera, que contaba con ello, reunió el coraje suficiente y se deslizó por el tejado inclinado del primer piso, no sin antes arrojar a Yuddai por delante. Pese a intentar caer rodando, se lastimó el tobillo izquierdo al golpear el suelo. Tomó la espada y miró a Socur, que aún respiraba, aunque había perdido el conocimiento. Con fuertes punzadas de dolor, cojeó en la única dirección libre de vigilancia, el noreste, hacia la veta y el lugar más retirado del valle. Si la suerte la favorecía, podría salvar la distancia que la separaba de la arboleda, donde podría huir al amparo de la vegetación.<br />Mas sus esperanzas se esfumaron al oír las voces de sus captores amenazarla desde la casa. Miró hacia atrás y vio como los dos soldados que custodiaban su morada corrían tras ella, veloces. Pese a su tobillo lastimado, Vera apretó el paso, decidida a escapar como fuese. Entre jadeos de angustia, logró llegar a la arboleda cuando apenas la separaban una veintena de metros de sus perseguidores. Sacando fuerzas de flaqueza, comenzó a zigzaguear entre los árboles, intentando despistarlos.<br />Los soldados, por su parte, se dividieron tratando de rodearla. El único recurso que le quedó a Vera fue continuar su huida hacia el cañón que terminaba en la veta dorada. Finalmente, se encontró a los pies del filón dorado, sin más salida que la escarpada vereda que conducía a lo alto del picacho. Después nada, excepto el vacío.<br />—No me cogerán viva —se dijo a sí misma—. Si he de morir me llevaré a uno de ellos conmigo.<br />De este modo, comenzó la ascensión, trastabillando peligrosamente cada vez que su dolorido tobillo le fallaba. Si lograba llegar arriba, sólo uno de los soldados podría atacarla a la vez. Si era necesario, saltaría al vacío arrastrando a su atacante.<br /><br />Zando creyó morir de angustia al oír gritar a Vera. Únicamente la manaza de Crod le impidió salir corriendo en dirección a la granja en ese momento.<br />—Aún no, debemos esperar la oportunidad. Tarde o temprano cometerán un error —lo tranquilizó el alcalde.<br />Zando hizo un supremo esfuerzo para asentir. Todo su ser deseaba correr hacia Vera y enfrentarse con los viles asesinos que la retenían. Justo cuando creyó enloquecer de impotencia, uno de los soldados entró en la casa. Era uno de los que custodiaban la entrada. Momentos después, otro hombre salió para rodear la casa y hablar con el guardián de la parte posterior.<br />—Algo está sucediendo —dijo Crod—, quizás ahora se presente la oportunidad que esperamos.<br />Ambos hombres siguieron con el corazón en un puño la cadena de acontecimientos que siguieron. Cuando los dos guardias del exterior acababan de volver a sus posiciones originales, el tercero cayó pesadamente por la ventana trasera, junto a su compañero. El guardián corrió despavorido al interior de la casa, momento en el que divisaron a Vera caer desde el primer piso.<br />—¡Ésa es Vera Valin, sí señor! —exclamó Crod—. Te dije que confiaras en ella. Esa mujer tiene un genio de mil demonios, maldición. Ni los soldados han podido someterla.<br />Zando no contestó. Sus pies ya corrían en dirección a la granja. Desgraciadamente, Vera tomó la dirección opuesta y pronto la casa ocultó su huída.<br />—¡Hemos de darnos prisa! —increpó Zando—. La he perdido de vista y los soldados ya van tras ella.<br />Entre jadeos y tropiezos, Crod se las apañó para no perder paso tras Zando. El orondo herrero aún poseía unas piernas fuertes y capaces, pese a su abultado vientre. Su angustiosa carrera los llevó al fondo del valle, en dirección a la veta. De cuando en cuando, se detenían a escuchar. Los soldados se gritaban consignas para dirigir su búsqueda, ignorantes de la presencia de los dos hombres. De este modo, el avance de Zando y Crod fue más rápido, permitiéndoles ganar terreno frente a sus rivales.<br />Sus sospechas se confirmaron al llegar a los pies del pico que lucia la dorada franja. Llegaron apenas después que los soldados, que ya se disponían a seguir a Vera en dirección a la cumbre. <br />—¡Deteneos! —rugió Zando—. No deis un paso más. Aquí termina vuestra infamia. Arrojad las armas al suelo, ¡ahora!<br />Vera se detuvo en seco al oír la atronadora voz de Zando. Estaba a punto de coronar su ascensión. Miró hacia abajo dando gracias a Hur, con lágrimas en los ojos. Zando y Crod amenazaban a los soldados, que situados en el comienzo de la vereda, dudaban entre seguirla o rendirse.<br />—No pienso enfrentarme a ese hombre, lo he visto luchar en los duelos. No tendríamos posibilidades —dijo Jolto, asustado.<br />—¡Idiota! —lo insultó Gerdo—. El Emperador nos matará igualmente. Nuestra única posibilidad está allí arriba —explicó señalando a Vera—. Si la alcanzamos, él no se atreverá a tocarnos. ¡Vamos!<br />Los soldados comenzaron la ascensión a toda velocidad, sin mirar atrás. Zando maldijo entre dientes mientras él y Crod los seguían. El herrero, debido a su obesidad, y él, por su debilidad a causa del veneno, no podían competir en velocidad con los soldados, hombres jóvenes y entrenados.<br />—Llegarán antes que nosotros —dijo Zando—. Si cogen a Vera… —no quería pensar en esa posibilidad.<br /><br />Vera observó aterrada cómo sus esperanzas se desvanecían al ver a los soldados correr hacia ella. Pese a los esfuerzos de Zando y Crod, los soldados la alcanzarían en unos instantes. Desesperada, miró alrededor. Su primer plan consistía en bloquear el final de la vereda, donde los obligaría a enfrentarse a ella de uno en uno. Si los soldados luchaban en el empinado y resbaladizo sendero, ella estaría en franca ventaja. Desgraciadamente, si sus captores caían, podrían arrastrar a Zando y a Crod con ellos. El segundo plan de acción consistía en retroceder hasta el final del pequeño llano que coronaba la cima, donde sería presa fácil, pero podría dejar espacio para que la rescatasen. Decidida, avanzó hasta el fondo de la plataforma; pasase lo que pasase, no pondría en peligro a sus seres queridos.<br /> Enseguida, los soldados la alcanzaron, rodeándola. Momentos después llegaron Zando y Crod. Durante un instante, toda la escena pareció congelada, acumulando tensión hasta el punto de ruptura. Después, la tragedia se desencadenó como el rayo. Gerdo ordenó a Jolto capturar a Vera y usarla como rehén, mientras él trataba de contener a los dos hombres. Zando, debilitado aún por los efectos del veneno, y agotado después de la subida, cayó de bruces al suelo en cuanto coronó la cima, rodando hasta el mismo borde del abismo. Al ver a su enemigo inconsciente, el soldado sintió renacer sus esperanzas. Ahora era Crod quien le hacía frente con su poderoso mazal. Pero el soldado se sentía confiado; un viejo orondo no lograría abatir a un soldado imperial. Con un grito de guerra atronador Crod comenzó el combate lanzando golpes con su mazal.<br />Vera observó impotente cómo Zando caía desplomado mientras Jolto, el soldado que pretendía capturarla, avanzaba hacia ella decidido. Una vez más, Vera decidió usar la extraña capacidad del arma para repeler ataques mortales. Situada en un rincón que daba a su izquierda hacia el abismo, y a su derecha con un murallón vertical de roca, levantó a Yuddai en actitud defensiva, ligeramente orientada a su derecha para incitar un ataque por la izquierda. Jolto, en efecto, atacó por el exterior, pretendiendo desarmarla con un golpe rotundo. En el último instante, Vera adelantó su cuerpo, situándose en la trayectoria del golpe, sólo escudada por la espada. El poder del arma sólo funcionaba cuando algún tipo de ser vivo peligraba. Jolto, que sólo pretendía desarmarla para tomarla como rehén, intentó refrenar su estocada, mas ya era tarde. Al impactar su espada contra el filo de Yuddai, sintió como si ésta chocase contra un muro de acero. La sacudida lo hizo salir proyectado hacia el abismo, cayendo sin remisión y aullando de pánico.<br />Aliviada por el éxito de su plan, Vera levantó la mirada, pero lo que observó le heló la sangre en las venas.<br />Mientras Crod peleaba con valentía tratando de defender a su camarada caído, Socur, el tercer secuestrador, ascendía la vereda con la espada presta. El soldado debía haber recuperado el conocimiento y ahora acudía al combate con la cara manchada de sangre y una fiera obstinación en la mirada. Vera pensó en golpear a Gerdo, mas con Yuddai le resultaría imposible. Decidida pese a todo a ayudar a Crod, arrojó la espada a un lado e intentó golpear al soldado con los puños.<br />Fue como intentar golpear a un toro. El soldado giraba a un lado y otro, golpeando, defendiendo y amagando. Los golpes de Vera le hacían más daño a ella que a él. Frustrada, y viendo que Socur se les echaba encima, la emprendió a patadas, tratando de hacer caer a Gerdo. Esta vez tuvo éxito y el soldado cayó de bruces justo cuando Socur coronaba la cima. Crod, viéndose rodeado, se volvió a hacer frente a la nueva amenaza mientras Vera golpeaba al otro soldado en el suelo.<br />Gerdo, agobiado por los desesperados esfuerzos de la mujer, se revolvió con un manotazo, haciendo caer a Vera en dirección al abismo. En el último instante, una presa la asió del cabello y la arrastró de vuelta a la plataforma.<br />—Aún no —le dijo Gerdo jadeando—, te necesitamos viva, puta —dijo arrojándola contra la pared de roca.<br />Vera sintió cómo se le rompía una costilla al golpear contra la piedra. Después, se encogió de dolor, incapaz de moverse. Atormentada por el daño recibido y llena de impotencia, vio cómo los soldados rodeaban a Crod, atacándolo sin piedad. Luchando en franca ventaja, le lanzaban estocadas que lo herían poco a poco, debilitándolo, sin arriesgarse a ser golpeados por el mazal del valiente herrero. Al cabo de unos minutos de feroz combate, Crod apenas podía asir su arma, herido de gravedad y agotado hasta la extenuación. Tenía el tórax y las cuatro extremidades surcadas de cortes y pullas de las que manaba abundante sangre. Pese a todo, seguía plantando cara.<br />Vera sollozó, incapaz de apartar la mirada de aquel hombre que perdía la vida intentando salvar la suya. Sacando fuerzas de flaqueza, logró ponerse en pie y, sin importarle su propia suerte, se arrojó hacia Gerdo, que le daba la espalda. Éste se debatió con furia, golpeándola con la empuñadura de su espada. Crod, se volvió hacia ella tratando una vez más de auxiliarla, pero el gesto desinteresado le costó caro. Socur aprovechó su descuido para asestarle un tajo mortal en la espalda.<br />Crod cayó fulminado.<br />—Muy bien —exclamó Socur, satisfecho—, ahora vamos a terminar lo que habíamos empezado en la granja —afirmó—. Pero primero, vamos a encargarnos de Zando. El Emperador sabrá agradecérmelo.<br />Socur se volvió, dispuesto a matar a un hombre inconsciente, pero Zando lo observaba en pie, con el rostro transfigurado por el dolor.<br />—Creo que no —dijo desenvainando la espada.<br />Zando avanzó caminando hacia ellos, con la guardia presta. Socur y Gerdo trataron de rodearlo, tal y como habían hecho con Crod. Pero esta vez la historia fue bien distinta. Los soldados atacaron alternativamente, intentando así distraer su atención. Socur amagó con la intención de entretenerlo para que Gerdo pudiese herirlo. Pero Zando, lejos de seguirles el juego, realizó un giro completo con la espada, trazando un círculo que zigzagueó de arriba abajo mientras su cuerpo saltaba sobre la estocada del soldado. Al terminar el giro, Gerdo y su cabeza cayeron en direcciones opuestas.<br />Ahora sólo quedaba Socur.<br />—De modo que acabar lo que empezaste en la granja…—dijo Zando recordando las palabras de Socur—. Eso no suena nada bien —dijo apuntándolo con la espada.<br />—¡Suplico piedad! —imploró Socur arrojando el arma al vacío—. Dicen que no matáis al enemigo que se rinde ante vos. ¡Os lo suplico, perdonad mi vida!<br />Zando miró en dirección a Vera. Ésta respiraba entrecortadamente a causa de la costilla fracturada, y la mitad de su rostro estaba hinchado a causa del golpe en la sien.<br />—¿Intentó violarte este patán? —le preguntó Zando.<br />—No… —Vera dudó—, fue el soldado que cayó al abismo —mintió.<br />—Mi dulce Vera —dijo Zando mirándola con admiración. No había creído la piadosa mentira de la mujer—, incluso a los que te denigran y amenazan perdonas… Sea pues —concedió.<br />Sin previo aviso, descargó el canto de su espada sobre la sien de Socur, golpeando con fuerza. El hombre cayó aturdido, pero vivo. Después lo levantó en vilo y lo golpeó repetidamente con el puño en las costillas, fracturándolas.<br />—Ahora sabes lo que se siente, canalla —dijo Zando—. Aunque… aún falta algo —anunció antes de patear con violencia la entrepierna de Socur—. Esto es por lo que querías hacerle a Vera. No creo que puedas volver a usarlos.<br />Socur se retorció en el suelo, sin aliento, reducido a una masa gimoteante.<br />Ignorándolo, Zando se arrodilló junto a Crod. El alcalde yacía muerto con una mueca de dolor en el rostro, los ojos aún abiertos.<br />—Ha sido un honor pelear junto a vos —dijo Zando cerrándole los ojos—. Que Hur os acoja en su seno y os colme de dicha en la otra vida.<br />Después, tomó a Vera entre sus brazos y la ayudó a incorporarse, abrazándola con sumo cuidado. <br />—Creí que te había perdido —le dijo con los ojos anegados en lágrimas—. Yo… no sé si habría podido soportarlo.<br />—Shhh —lo tranquilizó Vera—. Ya pasó todo. Ahora estamos juntos. Sabía que acudirías en mi ayuda. No podría soñar con tener un caballero más valeroso y capaz. Estoy orgullosa de ti —dijo Vera acariciándole la mejilla—. Y de él, bendito sea —añadió mirando el cuerpo sin vida de Crod—. Ayudadme, quiero despedirme —pidió.<br />Zando la ayudó a inclinarse. Vera gimió de dolor, pero no desistió en su empeño. Con dulzura, besó a Crod en la frente, rezando una plegaria por él. Al levantarse de nuevo, Vera miró a Zando, súbitamente sorprendida.<br />—¡Oh! ¡El duelo! —exclamó—. Con todo lo sucedido, no había pensado en ello hasta ahora. ¿Qué va a pasar ? Ya ha anochecido y no te has presentado.<br />—Lo sé —la tranquilizó Zando—, tenía cosas más urgentes que hacer.<br />—¡Pero serás declarado prófugo! ¡Golo se habrá salido con la suya!<br />—Ya pensaremos en algo, cada cosa a su tiempo —la tranquilizó.<br />Vera insistió aún durante un rato, pero Zando era terco cuando se decidía por algo, y había decidido no pensar en ello de momento. Su única prioridad era la de llevar a la malherida Vera de regreso a su casa, donde podría atenderla como era debido. Después de maniatar a Socur y recoger a Yuddai, bajaron con dificultad la vereda. Al llegar al fondo, Zando observó algo a los pies del tajo. Intrigado, se dirigió hacia el lugar, volviendo momentos después.<br />—¿Qué ha despertado tu curiosidad? —inquirió Vera.<br />—No es nada de lo que debamos preocuparnos ahora —restó importancia Zando—. Volvamos a casa.<br />Vera suspiró. Aquel día no lograría sonsacarle nada más.<br /><br />Tras una vuelta lenta y dolorosa, Zando, Vera y su prisionero, llegaron hasta la granja. Zando temía que los aguardasen los hombres de Golo dispuestos a detenerlo por su abandono. Afortunadamente, no parecía haber ningún soldado por las inmediaciones. Únicamente Dolmur aguardaba en el porche, mirando inquieto en todas direcciones. Cuando los reconoció, el joven corrió hacia ellos dando saltos de alegría. Si Zando no se lo hubiera impedido, habría saltado sobre Vera en un intento de abrazar a la mujer. El joven hablaba atropelladamente, haciendo tantas preguntas que era imposible entenderlo. De repente cayó en la cuenta, mirando alrededor.<br />—Un momento… —dijo—. ¿Y Crod? ¿Dónde está el herrero?<br />—Crod luchó con valentía —dijo Zando—. Ha caído en combate.<br />Dolmur enmudeció, sin saber qué decir. Los tres amigos caminaron en silencio, abrumados por la pérdida sufrida. Cuando pasaron junto al establo, Zando pidió a Dolmur que atase a Socur a una de las vigas. Mientras el joven realizaba el encargo, Vera y él continuaron hacia la casa. <br />No fue hasta llegar junto al porche que Zando reparó en algo que no debía estar ocurriendo: en la distancia, como todas las noches desde hacía semanas, se escuchaban los alegres festejos que celebraban sus victorias. Al haberse convertido en costumbre, Zando no se había dado cuenta de que aquella noche no hubieran debido oírse las risas ni los cánticos.<br />Dolmur llegó del establo.<br />—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó mirándolo—. ¿Qué se supone que están celebrando?<br />—Bueno, os lo explicaré si prometéis no retorcerme el pescuezo —respondió Dolmur alarmado.<br />En ese momento, todas las miradas se volvieron hacia la puerta principal, que se abría desde dentro.<br />—¡Aguardad aquí! —dijo Zando alertado.<br />Después entró con un empellón en el interior. Ante él, una figura familiar lo miraba con una sonrisa. Zando se detuvo en seco.<br />—¿Cómo es posible…? —preguntó perplejo al ver las facciones de la figura.<br /></span></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-87765568607450985192011-04-08T19:09:00.004+02:002011-04-08T19:15:37.864+02:00CAPÍTULO XX: UN DUELO MUY ESPECIAL<div style="text-align: justify; font-style: italic;">Hola a todos, como podréis comprobar los duelos han comenzado. Aprovechando la ocasión os pongo un nuevo dibujo del genial Anel donde nos hace una interpretación de cómo ha imaginado a Zando combatiendo. Si os gusta y queréis ver más ejemplos de su arte os recuerdo que lo podéis visitar en <a href="http://anettointheguetto.blogspot.com/">http://anettointheguetto.blogspot.com/</a><br /></div><br /><div style="text-align: justify;"><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://1.bp.blogspot.com/-SSjwMDDUBQg/TZ9CEcYW6dI/AAAAAAAAAJM/RR_3jvPmLUk/s1600/zandobook1.jpg"><img style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center; cursor: pointer; width: 606px; height: 331px;" src="http://1.bp.blogspot.com/-SSjwMDDUBQg/TZ9CEcYW6dI/AAAAAAAAAJM/RR_3jvPmLUk/s400/zandobook1.jpg" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5593261906322713042" border="0" /></a>CAPÍTULO XX<br />UN DUELO MUY ESPECIAL<br /><br /><br />Durante un instante, todo el mundo contuvo la respiración. La multitud observaba atónita, sin atreverse a pestañear. Ante ellos, Zando se giró y envainó su espada. No esperó a ver caer a su oponente; de sobra sabía que el golpe era fatal. Un momento después, lo oyó desplomarse sin vida. La multitud estalló en vítores y la locura colectiva se apoderó de las masas.<br />Zando había vencido en un duelo más.<br />La alegría popular, sin embargo, contrastaba notablemente con las expresiones del emperador y los senadores. Éstos habían presenciado el duelo desde un improvisado estrado construido para la ocasión que, pese a la precariedad de la estructura, había cumplido con creces su función. De este modo, Golo y el gobierno en pleno, sentados en una posición elevada sobre la plebe, miraban con caras que hubiesen pasado por estatuas de piedra, demostrando sin miramientos el malestar que el resultado del duelo les causaba. Sus rostros, serios y circunspectos, contrastaban con los tapices y banderines de colores que los rodeaban como si de un torneo se tratase.<br /><span class="fullpost"><br />Zando los miró brevemente antes de emprender camino, saludándolos con una leve inclinación de cabeza. En otras circunstancias, ese gesto hubiera bastado para hacerlo arrestar, pero ya no. En realidad, a los únicos a los que Zando había saludado eran al ministro Brodim y a algunos de los senadores que eran fieles a su causa. Pese a todo, no pudo evitar un impulso de curiosidad, y miró en dirección al soberano. Golo lo observaba con expresión cruel y confiada. Zando casi podría afirmar que estaba disfrutando. Aquello lo inquietó sólo un instante, pero pronto desechó la idea; ahora tenía asuntos inmediatos por los que preocuparse.<br />Así, en lugar de dirigirse, como era su costumbre tras los duelos, de regreso hacia la granja de Vera, se internó entre la multitud en compañía de Dolmur. El gesto, como no podía ser de otro modo, enloqueció de dicha al gentío. La gente celebraba su victoria a su paso, vitoreándolo, con constantes intentos de agasajarlo. Zando detestaba todo aquello, pero entendía que les debía un intercambio de saludos y acaso escuchar sus ánimos como si no los hubiese oído hasta la saciedad. Así, pese a los continuos tirones de Dolmur incitándolo a avanzar, las paradas eran continuas: una oronda mujer le ofrecía los mejores quesos de su tierra mientras un angustiado campesino del norte le pedía que defendiera su aldea de los ataques de las hordas úmbricas. Un trovador le pedía datos sobre su heroica vida para confeccionar los cantares de sus andanzas. Una madre, convencida de sus poderes divinos, le pedía que tocase a su hijo enfermo…<br />Si todos los días le costaba al menos una hora burlar a la multitud hasta llegar a las afueras de la aldea, hoy, habiéndose internado directamente en el maremagno de tiendas de campaña y carretas que componían el interminable asentamiento de turistas, creyó que nunca lograría salir de allí. Para empeorar las cosas, el emperador y la corte habían desplazado sin tapujos a casi un millar de personas para establecer su campamento en primera línea. Los desplazados, obstinados, se habían reubicado alrededor del centro de la aldea, hacinando aún más un espacio ya saturado de tiendas y carretas, en lugar de dirigirse a los pocos terrenos despejados de la periferia.<br />Al cabo de lo que a Zando se le antojó una eternidad, y justo cuando sentía flaquear su paciencia, Dolmur le indicó con un gesto que habían llegado. Ambos se introdujeron en el interior de una modesta tienda de lona situada a unos quinientos metros del centro de la aldea. Pese a que algunos curiosos lo aguardaron en el exterior, la mayor parte de la multitud se dispersó al perder de vista a su idolatrado héroe.<br />En el interior esperaba Brodim que, lejos de tener que dar explicaciones para moverse con soltura entre las tiendas, había llegado mucho antes que ellos. Vestía una capa larga con capucha que había usado para preservar su identidad. Si el emperador descubría su conexión con Zando, el ministro estaría perdido. La cara del enjuto hombre se iluminó al ver a Zando de cerca.<br />—¡Alabado sea Hur! —dijo estrechándole la mano con efusividad—. Al fin puedo asociar un rostro a vuestro nombre.<br />Era cierto. Pese a compartir varios años de amistad en la capital, Brodim jamás había visto el rostro de Zando. Como hombre de principios que era, y pese a tener la oportunidad, jamás se había descubierto en presencia de Brodim.<br />—Para mí también es un placer poder mostrarme como soy —contestó Zando, sentándose en uno de los cojines repartidos por el suelo. Al inclinarse, su rostro reveló un fugaz amago de dolor.<br />—¿Estáis bien? —inquirió Dolmur preocupado.<br />—No es nada, sólo las secuelas de combatir a muerte una vez al día.<br />—Lo decís como si fuese la cosa más natural del mundo —opinó Brodim.<br />—Digamos que le doy la importancia que merece. Al principio era más fácil. Los contrincantes eran guerreros mediocres y llegaban a la aldea muy espaciados, de modo que me recuperaba aceptablemente bien antes del siguiente duelo —Zando se rascó las costillas antes de concluir—. Ahora, sin embargo… bueno, digamos que me hago viejo.<br />—Pronto acabará todo, debéis aguantar un poco más —animó Dolmur—. Sólo quedan cuatro duelos, ¡vamos a lograrlo!<br />—Me gustaría estar tan seguro como tú, jovencito —terció Brodim—. Me temo que el emperador está maquinando algo —afirmó ensombreciendo la expresión—. Aún no sé qué es lo que trama, pero en los últimos días se ha mostrado extrañamente complacido. Conociendo a Golo, sin duda tiene motivos fundados para estar de tan buen humor.<br />—Y eso no significa nada bueno para mí —señaló Zando.<br />—Eso me temo —aseveró Brodim—. Estad atento a cualquier jugarreta. El emperador ha estado destituyendo mandos en la rama verde del ejército. Ha sustituido sistemáticamente a militares cualificados por verdaderos maestros del combate, sin importar su formación marcial. Según tengo entendido, los propios verdes están indignados con su conducta.<br />—Supongo, pero no harán nada —suspiró Zando—. Después de todo son militares. Les pagan para cumplir órdenes, sin cuestionarlas.<br />La puya estaba dirigida contra sí mismo. Ahora que al fin se había liberado del lastre que suponía su rígida mentalidad, Zando se lamentaba por los años perdidos en el ejército. Finalmente, ante la torva expresión de su amigo, fue Brodim el que retomó la palabra.<br />—Tengo una cuestión que agradecería me respondieseis —inquirió—. Se trata de lo sucedido en el templo, el día que perdisteis… —incómodo, Brodim no terminó la pregunta.<br />—¿El día que perdí el control? No os preocupéis, podéis preguntar sin tapujos.<br />—En efecto, sí. Yo mismo hablé con vos esa mañana y no parecíais ni de lejos a punto de enloquecer. ¿Qué ocurrió?<br />—Ni yo mismo lo sé —admitió Zando—. Sólo os puedo decir que oí unas voces en mi cabeza durante la ceremonia. Era como si alguien me hablase al oído. Antes de poder reaccionar, había perdido cualquier contacto con la realidad. Nunca me había pasado nada similar y no ha vuelto a suceder desde aquel día.<br />—Ya veo —dijo Brodim—. En cualquier caso, el motivo de esta cita no ha sido el de saciar mi curiosidad —confesó—, os he citado aquí para informaros de algo nuevo: ha llegado a mis oídos que el interés de Golo por la aldea va mucho más allá de unos impuestos impagados. Según mi fuente, el emperador tiene una motivación mucho más personal en Roca Veteada. Desgraciadamente, no he alcanzado aún a averiguar de qué se trata. Decidme, ¿existe algo aquí susceptible de provocar la atención de nuestro bien amado líder?<br />—Puedo afirmar con rotundidad que no —contestó Dolmur con vehemencia—. ¡Maldición, aquí se morirían de hastío hasta las ratas!<br />—Aunque pueda parecer que no —lo corrigió Zando—, no debemos darlo por sentado. El Mert´h indú dice: “El hombre que sólo acepta una verdad jamás comprenderá la verdadera naturaleza del mundo”. Si el emperador está interesado en Roca Veteada, sin duda aquí hay algo fundamental para él.<br />—Bien, pondré entonces a indagar a mis hombres —dijo Dolmur.<br />—¿Tus hombres? ¿Es que el mundo se ha vuelto loco? —Zando no daba crédito. Aquel jovenzuelo bocazas y libertino ahora tenía una cuadrilla de hombres bajo su mando.<br />—No deberíais extrañaros tanto —advirtió Brodim sonriendo—. Este joven tiene un talento excepcional para la política. Ha sido todo un descubrimiento para mí. Su capacidad para motivar a la gente es sin duda un gran don.<br />—¿Motivar? —inquirió Zando—. ¿Has oído Dolmur? El bueno de Brodim confunde la manipulación con la motivación.<br />Brodim rió la broma, no así Dolmur, que miraba altanero el techo con fingido orgullo, lo que contagió la sonrisa a Zando. Rindiéndose a la evidencia, Dolmur desistió en su intento por darse aires y palmeó con energía. Inmediatamente, un joven con aspecto de roedor entró en la tienda. Tras un breve intercambio de frases en voz baja, el pillastre salió disparado.<br />—Ya está —dijo Dolmur orgulloso—, si realmente hay algo de valor en la comarca, pronto lo sabremos. Ellos desconocen la historia del lugar y no conocen a los habitantes locales. No darán nada por hecho. Rastrearán hasta el último rincón.<br />—Veo que has pensado en todo —admitió Zando—. Pero no estaría de más consultar en los archivos de la capital. Desgraciadamente, estamos un poco lejos.<br />—Eso no es problema, querido amigo —afirmó Brodim—. ¿No pensaréis que el Senado en pleno puede ausentarse de la capital sin una adecuada vía de comunicación con los ministerios? —preguntó mientras rebuscaba en su túnica.<br />—¡Oh! ¿Significa eso que habéis conseguido la narlina que os pedí? —preguntó Dolmur con el semblante iluminado.<br />—Así es, aquí tienes —dijo tendiéndole una esfera plateada del tamaño de un puño—. Haz buen uso de ella, estas condenadas narlinas cuestan un ojo de la cara. No es fácil conseguir una sin marcar.<br />—Ya veo que las más altas cotas de civilización han llegado hasta este perdido lugar —dijo Zando impresionado—. ¿Puedo verla? —preguntó alargando la mano.<br />La esfera, de un fino pulido semejante a un espejo, brillaba reflejando el distorsionado rostro de Zando en su esférica superficie. Una fina línea la circundaba, delatando el mecanismo de apertura. En un extremo, un pequeño níode brillaba con intensidad emitiendo el característico fulgor verde esmeralda.<br />—Veo que está cargada. ¿Existen puntos de recogida intermedios? —preguntó Zando.<br />—Me temo que estáis algo anticuado —explicó Dolmur—. Las narlinas actuales pueden recorrer la faz de Hurgia sin necesidad de ser recargadas. En cuanto escriba el resultado del duelo, esta pequeña maravilla saldrá volando hacia la capital hasta el punto de recogida. Los habitantes de la capital conocerán el resultado de la contienda mañana al amanecer. Después, mi red de informadores lanzará otras como ésta hacia cada reino del Imperio. A lo sumo en dos días, todo el Imperio estará informado sobre lo acontecido el día de hoy.<br />—Entiendo. Veo que lo tenéis todo controlado. En tal caso, supongo que hemos terminado la reunión.<br />—Aún no —respondió Brodim mirando a Dolmur con complicidad—. Queda por tratar el asunto más importante —entonces, ante un atónito Zando, el ministro tomó un paquete y lo desenvolvió con cuidado—. Bien, hoy por fin será desvelado el misterio. He traído todos los sabores.<br /> —¿Sabores? —Zando seguía sin comprender, para mayor hilaridad de sus amigos. <br /> —Por supuesto. Hoy conoceré al fin vuestro más escondido secreto. ¿De qué sabor os preparo el té? —preguntó Brodim lleno de curiosidad.<br /><br /> Esa noche, después de la cena, Zando salió al porche a contemplar el firmamento. Insólitamente, sólo tres de las siete lunas eran visibles en ese momento sobre la línea del horizonte, despuntando sobre las copas de Shazalar. Drumkandum, la luna roja y Vélar, la verde, por el sureste y Usie, con su tono grisáceo, por el noreste. Su brillo se veía mitigado, no así sus colores y su tamaño, magnificados por la atmósfera. Pronto ascenderían y se verían como realmente eran, pero durante unos minutos, mostrarían ese aspecto ensoñador. Sobre los satélites, las estrellas refulgían en un cielo inauditamente oscuro y límpido.<br />La granja de Vera, situada en lo más profundo del valle, y en un plano levemente superior al resto de construcciones, ofrecía una magnífica vista de los tumultuosos campamentos que poblaban esos días la comarca. Como todas las noches, miles de fogatas relumbraban conformando un tapiz multicolor, reflejando la gama de carromatos y tiendas. Un murmullo de voces y cantos llegaba hasta allí, mitigados por la distancia. Mientras durasen los duelos, continuarían los festejos, y ni todo el rigor del invierno bastaría para impedirlo.<br />Zando se alegró de ser el causante de todo aquel jolgorio popular, pese a que una parte de su ser demandaba la sobriedad del recogimiento. Toda aquella gente no acertaba a comprender la magnitud, las consecuencias de su lucha. Reían y bebían, danzaban y festejaban, alegres de ser testigos de un acontecimiento excepcional. Si al menos no viesen todo aquello como un espectáculo… ¿Qué pensarían los familiares de la gente a la que había matado? Ellos no lo tendrían en tan alta estima. Antes, Zando jamás se había permitido pensar en ello. Un hombre de armas no se plantea tales cuestiones. La delgada línea que separa la cordura de la locura, la bondad de la maldad, podría quebrarse si uno pensaba demasiado en todo aquello.<br />Pero… ¿era Zando ahora un hombre de paz?<br />Había renunciado a su vida, a todo cuanto le había dado sentido y la decisión casi le había costado la cordura. Un hombre de su edad no suele cuestionarse tales asuntos. El cambio parece algo destinado a hombres que aún han de vivir el grueso de su historia.<br />Y sin embargo, él había osado cambiar. Cierto es que había tenido que pagar un precio muy alto. Hur sabía que aún lo seguía pagando. A diario arriesgaba su vida. Pese a haber renunciado a las armas, luchaba con más entrega que nunca. ¿Cuántos años hacía desde la última sangre vertida por su filo? ¿Cuántos hasta que los acontecimientos recientes lo habían obligado a ello? Zando sonrió al pensar cual hubiese sido la respuesta de Dolmur a esa cuestión: «No podéis excusaros pensando que vuestra mano no ha empuñado una espada —le hubiese señalado—, las órdenes también matan. Y lo harán mientras exista un solo hombre dispuesto a empuñar un arma y obedecer los designios de otro». Lo que antaño hubiese supuesto un escollo insalvable entre su joven amigo y él, ahora se había transformado en un nexo de unión entre ambos.<br />Cuando Shazalar concedió su beneplácito a la presencia del joven en sus fronteras, Zando tuvo sus dudas al respecto. Entonces creyó que las vainas podían haber confundido cobardía con bondad. Pese al acto aparentemente desinteresado de arriesgarse para advertirle del peligro, un asomo de duda lo había importunado hasta hacía bien poco; una parte de él pensaba que quizás Dolmur se había arriesgado a advertirle por puro interés: tal vez no se creía capaz de salir vivo del bosque sin su ayuda. Ahora sabía que no. Aquellos seres habían mirado en el alma de Dolmur mucho más profundamente que él. En muchos aspectos, esa fachada burlona y alocada escondía un hombre íntegro. Sólo hacía falta animarlo a sacar adelante esa persona de bien.<br /> ¿Sería él el más indicado para ello? Cada día se le hacía más duro empuñar su espada. Era éste un miedo íntimo y no confesado, pues nadie debía conocer sus temores. No se trataba de dudas morales, ya que nadie obligaba a sus oponentes a luchar contra él —ellos creían que sí, pero ahora Zando sabía que la libertad personal no es algo que se pueda hipotecar ante nadie—. De hecho, siempre intentaba la rendición pacífica de su rival antes de cada combate. Desgraciadamente, sólo uno, un hombre que había servido hacía años bajo su mando y le debía la vida, había renunciado a combatir. El resto habían caído bajo su filo. ¿Y todo por qué? Por unos malditos impuestos reclamados a gente pobre. Zando maldijo en silencio a Golo. Ese sí era un combate que deseaba librar.<br /> —¿Quién es el desafortunado en el que pensáis? —le preguntó Vera sorpresivamente. Tan ensimismado estaba en sus reflexiones que no la había oído llegar.<br /> —¿Disculpad? —Zando no entendía de qué hablaba la mujer.<br /> —La baranda del porche —señaló ella—, la aferráis con tanta fuerza que la vais a romper.<br /> Era cierto. Sus manos asían el pasamano con fuerza.<br /> —Ya está —dijo soltando la presa—. Estaba pensando en Golo. Nada de esto debía haber llegado tan lejos.<br /> —Da miedo pensar en ello. Ese hombre controla las vidas de millones de personas. Es triste pensar que un lugar como Roca Veteada haya despertado sus iras. Debe ser un hombre bastante desequilibrado.<br /> —No es pena precisamente lo que sentía yo hace unos instantes —confesó Zando con ironía—. Me gustaría ser capaz de albergar sentimientos tan puros.<br /> La mujer se sonrojó, pero la noche ocultó su rubor.<br /> —Es una vista maravillosa —dijo, cambiando de tema—. Hacía mucho que no se veían las estrellas tan cristalinas. Supongo que Dolmur estará allí, entre la muchedumbre.<br /> —Así es. Tiene que coordinar y atender multitud de asuntos. Pero me ha dicho que volverá cuando termine. Desea pasar la noche con los suyos, como él nos llama.<br /> —¿Eso dijo? Es un chico encantador. ¿Quién me iba a decir a mí que viviría rodeada por dos hombres tan apuestos? —dijo sonriendo—. Me alegra no estar sola. ¿Sabéis? Echo mucho de menos a Alasia.<br /> El recuerdo de su hermana hizo que Vera se entristeciera. Pese a estar más que sobradamente abrigada, la mujer sintió un escalofrío. Zando se apresuró a pasarle el brazo por los hombros.<br /> —Estáis helada —dijo—. Quizá debierais pasar al interior.<br /> —No, enseguida estaré bien —negó Vera, acercándose aún más a Zando—. Necesito tomar el aire. Yo… no deseo desperdiciar este regalo para la vista —explicó señalando las lunas—. En momentos como éste da la sensación de que el mundo realmente funciona bajo los designios de un dios bondadoso. ¡Hay tanta paz en el ambiente!<br /> —Rezo porque tengáis razón —dijo Zando.<br />Sentía el cuerpo de la mujer junto al suyo, su respiración, la forma de sus caderas, el aroma de su pelo… Zando evitó a duras penas un estremecimiento. En todo el tiempo que llevaba conviviendo con aquella mujer valiente y solitaria, había llegado a respetarla, quererla y admirarla. Pero de un tiempo a esta parte la admiración y la amistad habían dado paso a un sentimiento más intenso y profundo. Ninguno de los dos era un crío y a Zando le constaba que ella conocía sus sentimientos. Cuando él la miraba, sus ojos se perdían en los suyos. En las últimas semanas, Vera había remendado multitud de heridas en su castigado cuerpo. Sentir sus manos sobre su piel, pese a ser en tales circunstancias, lo había hecho enloquecer de deseo.<br />Pero no podía hacer más que esperar, no mientras la barrera que ella había levantado entre ambos siguiese interponiéndose. Si Zando hubiese dudado de los sentimientos de Vera, no se habría sentido tan torturado, pero le constaba que ella sentía lo mismo. Recordaba cómo se había mostrado interesada en él el lejano día de los festejos. Entonces, Zando la había herido con su rechazo. Ahora, pese a estar más que dispuesto a compartir sus días con ella, él era el rechazado. Sin embargo, el arrebato que asaltaba a veces a la mujer cuando lo sorprendía embelesado mirándola, eran detalles que la delataban.<br /> Pero algo la hacía retirarse, huir, alejarse de situaciones comprometidas. Zando buscaba el momento para demostrar sus sentimientos, pero la mujer parecía poseer un sexto sentido que la empujaba a huir de él. No demostraba abiertamente que no quisiera nada, pero tampoco permitía que se pusieran las cartas sobre la mesa.<br /> Excepto ahora, que lo abrazaba sin tapujos.<br />—Vera… —Zando la giró lentamente, hasta situar su rostro frente al suyo—, las lunas son preciosas, pero no rivalizan contigo —la tuteó.<br /> Los ojos de la mujer aguantaron su mirada. Zando esperó que se retirase al interior, que le ofreciese cualquier excusa. Pero la mujer le sostuvo la mirada incluso cuando le pasó los brazos por la cintura. Su expresión era levemente angustiada, como si en su interior se librase una dura lucha que sólo ella comprendiese. Sus ojos, en cambio, lo invitaban a hacer algo que Zando llevaba soñando desde hacía meses. Acercó lentamente sus labios a la boca entreabierta de la mujer. Podía sentir su aliento en forma de suaves jadeos. Las manos de Vera lo rodearon por la cintura, apretado con fuerza. Zando se dejó llevar y besó suavemente a Vera. Fue un beso dulce, comedido, apenas insinuado. Había soñado con ese momento en la soledad de sus noches, y en su imaginación se sentía transportado al paraíso. Pero la realidad resultó infinitamente más plena y estremecedora. Los labios de Vera, suaves y cálidos, correspondieron su gesto con entrega. Recorrieron la superficie de su boca con delicadeza, buscando acariciar cada rincón. Zando se entregó sin reservas, besándola apasionadamente, como si la vida les fuese en aquel beso.<br /> Vera, como si un dique se hubiese partido en dos en su interior, sorprendió a Zando con una pasión desmedida, como si ya no le quedasen fuerzas para resistir un sentimiento reprimido durante demasiado tiempo. Sus manos arrancaron la camisa de Zando, retirándola del interior de los pantalones, buscando penetrar en su torso, recorrerlo con sus dedos. Vera apretó con avidez el pecho de Zando, sus uñas arañaron la carne, llevadas por el frenesí.<br /> Zando gimió entonces, encogido de dolor. Vera había arañado sin querer una de sus heridas más recientes, provocándole una punzada. Él quiso continuar como si nada hubiese ocurrido, pero Vera se retiró como si estuviese en contacto con brasas ardiendo. Sus ojos lo miraban llenos de pánico.<br /> —No tiene importancia, de veras, es sólo una herida —explicó Zando.<br /> Pero Vera permaneció en silencio, sin moverse. Su rostro mostraba signos de lucha interna.<br /> —No es nada… —repitió Vera. Su rostro había adoptado una fiera expresión—. ¿No es nada? ¡Mírate! —gritó mientras le arrancaba todos los botones de la camisa y señalaba la multitud de moretones, puntos a medio curar y cicatrices, todas ellas recientes—. Ni siquiera puedo abrazarte sin temor a hacerte daño. ¿Es que no lo entiendes? Esto no debía haber pasado, no mientras tú…<br /> —No mientras arriesgue la vida a diario—terminó Zando.<br /> —He perdido a una hermana, Zando —dijo Vera con fiera determinación—. No perderé a un amante. No lo soportaría —dijo, y se perdió en el interior de la cabaña.<br /> Zando aguardó en silencio, demasiado aturdido para reaccionar, pero un leve movimiento a su derecha lo hizo alertarse.<br /> —Soy yo, Zando —dijo Dolmur saliendo de entre las sombras—. Lamento lo que os ha pasado. Lo lamento de veras.<br /> —Ya, yo también lo lamento —admitió Zando suspirando—. ¿Cuánto llevas ahí?<br /> —Bueno… —dijo Dolmur sopesando la barandilla de madera del porche—, digamos que estoy de acuerdo con Vera: habéis estado a punto de destrozar este pobre listón.<br /><br /> Al día siguiente, Zando se presentó puntual a su cita contra el Imperio. La exigua plaza de Roca Veteada rugía abarrotada por la multitud. Irónicamente, los escasos aldeanos que Zando pudo distinguir, se apretaban en el balcón de la única vivienda con dos plantas en toda la aldea: la herrería de Crod. Los ávidos forasteros saturaban el resto del espacio, haciendo casi imposible moverse en los instantes previos al combate. Según le había explicado Dolmur, algunos de ellos llevaban allí esperando desde la madrugada. El emperador y su corte se habían acomodado en sus confortables sillones tapizados en seda, e instalados en los andamios montados a la entrada de la urbe, elevados unos dos metros sobre el gentío. Según pudo apreciar, Golo se afanaba en dar algún tipo de orden a un peculiar hombre de aspecto fiero y rostro tatuado.<br /> —No me gusta esto —opinó Dolmur, que aguardaba junto a él el inicio del duelo—. Normalmente os espera vuestro oponente dispuesto para el combate. Hoy, sin embargo, aún no se ha presentado nadie.<br /> —Es cierto —convino Zando—. Si unimos eso al hecho de que Golo esté sonriendo abiertamente, no augura nada bueno. Brodim nos advirtió que tramaba algo.<br /> —Pronto saldremos de dudas, a juzgar por el súbito clamor; vuestro oponente acaba de presentarse.<br /> En efecto, al fondo de la calle, delante del asiento de Golo, se abrió un corredor que dejó pasar a un hombre de aspecto fibroso y cara afilada.<br /> —Debe ser una broma —exclamó Dolmur sorprendido—, habéis abatido a contrincantes más rudos. Ese hombre no os durará tres segundos.<br /> —No me fío —receló Zando—. Mira sus ojos… parece un halcón.<br /> En ese momento, y entre los abucheos del público, hizo su entrada Hidji, el árbitro de los combates. El hombre, un juez de la capital, había sido asignado por el emperador para salvaguardar la legalidad de los combates. De aspecto huraño, y vestido con la emblemática túnica negra y roja de los jueces, se situó entre ambos contendientes. Sus ademanes eran fríos y calculados, con movimientos parcos y concisos. Obligado a ejercer labores arbitrales en contra de su voluntad, su semblante traslucía a las claras la sincera repulsa que todo aquel asunto del duelo le provocaba.<br />Y si a Hidji le molestaba ejercer de árbitro, él mismo provocaba una reacción similar en el gentío. Su supuesta imparcialidad había quedado en entredicho en numerosas ocasiones. Algunos contrincantes de Zando habían excedido los límites legales del combate ante la total pasividad de Hidji, usando armas ilegales o fingiendo la rendición para atacar después. En una ocasión, Hidji incluso había intentado descalificar a Zando alegando una trampa inexistente. Afortunadamente, cambió de opinión ante la lluvia de piedras procedente de los cientos de testigos presenciales. Desde entonces, se había mostrado sensiblemente más comedido en sus juicios.<br /> El fugaz vistazo que dedicó a Zando torciendo en una mueca de disgusto sus finos labios, bastó para convencerlo de que volvería a jugársela a la menor oportunidad. Su cara reflejaba la vileza como un estanque en calma la luna llena.<br /> —Damas y caballeros, majestad y senadores —comenzó con una amplia reverencia—, el combate va a dar comienzo —la multitud estalló en vítores—. Hoy se enfrentará Zando contra Saled, maestro arquero de la división verde.<br /> —¡Maldición! —bramó Dolmur—. ¿Un arquero? ¿Qué clase de duelo es este? Creía que los combates debían ser cuerpo a cuerpo.<br /> —Tranquilo Dolmur, esperemos un poco más. Aún deben explicar las condiciones. Las reglas del duelo no especifican nada al respecto —lo tranquilizó Zando.<br /> Hidji explicó a continuación como acontecería el combate. En aquella ocasión le correspondía al Imperio decidir la suerte de armas. Zando podía elegir alternativamente cómo deseaba batirse, según normas extraídas directamente del Mert´h indú. El Código era claro al respecto: Zando debía escoger arma en uno de cada dos duelos y a los representantes del Imperio les correspondía elegir en el resto. De este modo, se había visto obligado a combatir con dagas, espadas ligeras, pesadas, hachas e incluso una maza. Todas ellas armas cuerpo a cuerpo, donde podía usar el Omni como ventaja. Esta era la primera ocasión en que se elegían armas de larga distancia.<br />Desgraciadamente, aquella no fue la única sorpresa.<br />Según explicó el árbitro, recurrirían a una antigua tradición iliciana: el duelo de serpientes. Parte del público asistente silbó sorprendido al oír aquello.<br />—¿En qué consiste ese duelo de serpientes? —inquirió Dolmur preocupado al ver la tensa expresión de Zando.<br />—Es una metáfora —explicó—. Hace referencia al uso de flechas envenenadas. Un roce basta para acabar con la vida del hombre más fornido. Sólo se usan dos flechas, una para cada contendiente, que deben estar situados a unos cincuenta pasos. A la señal del árbitro, ambos arqueros toman las flechas del carcaj y disparan. Normalmente mueren los dos duelistas. Rara vez sale ileso uno de los contendientes. Hace falta un gran dominio del arco y una rapidez felina para atreverse a intentarlo.<br />—Ahora entiendo la expresión del emperador —dijo Dolmur—. Aunque su hombre muera, él habrá vencido —el joven miró a Zando con expresión circunspecta—. Decidme, ¿qué tal arquero sois? —sus ojos imploraban una respuesta afirmativa.<br />—Domino el uso del arco, si ese es tu temor —respondió Zando para alivio de Dolmur—. Pero…<br />—Odio cuando hay un pero —protestó Dolmur.<br />—Me duele terriblemente el codo —continuó Zando—, eso es todo. No podré ser el más rápido. Él disparará su flecha antes que yo.<br />—¿E… eso es todo? ¡Y lo decís sin inmutaros! —Dolmur había palidecido—. ¿Estáis completamente seguro?<br />—Del todo —respondió Zando con la mirada imperturbable.<br />—¡En nombre del cielo! ¿Qué vais a hacer entonces? No lo entiendo, parecéis hecho de piedra. Debí quedarme con Vera en la granja. No sé si se puede morir de un ataque a los veinte años, pero a este paso lo voy a averiguar.<br />—Estate tranquilo, ya improvisaré algo —respondió Zando mientras se adelantaba a su posición de combate—. Vigila a Hidji, no me fío de él. ¡Ah, y no te sitúes a mi espalda! —advirtió.<br />—¿A vuestra espalda…? ¡Por los Siete Altísimos! Pretende esquivar la flecha… se ha vuelto loco.<br />Zando caminó hasta el punto donde debía batirse, dejando a Dolmur presa de la ansiedad. A la distancia estipulada, Saled, el arquero, ejecutaba nerviosos movimientos con el brazo a modo de calentamiento. Ya tenía enfundado el carcaj a su espalda.<br />Mientras Zando se colocaba el suyo, no dejaba de darle vueltas a todo aquello. Trataba de pensar cómo le podría otorgar algún tipo de ventaja el estado de Omni. Cuando lo invocaba, parecía como si el resto del mundo se volviese predecible. En ese estado, Zando era capaz de reaccionar instantáneamente a cualquier ataque. A los ojos de los demás, parecía que jugase con el contrincante. Su espada ya estaba allí para parar cualquier golpe. Pero esta vez no se trataba de un duelo a espadas.<br />Zando sopesó las posibilidades. Intentar competir de igual a igual con un maestro del tiro con arco en su estado era imposible, de modo que barajó otras vías de acción. Su segunda opción, intentar esquivar el proyectil, se vino abajo en cuanto miró tras de sí; pese a haberse formado un corredor de seguridad entre el gentío, el peligro de que la saeta pudiese herir a alguien era demasiado alto. Si el proyectil no hacía diana en él, su trayectoria probablemente se escorase en la distancia hasta alcanzar a algún desdichado. Sería como condenar a muerte a alguien entre la multitud. No había tiempo para evacuar a toda esa gente. Si conseguía anticiparse, como en el resto de los combates, sabría con toda certeza cuándo dispararía Saled, pero… ¿qué utilidad práctica obtendría de eso? Se le agotaba el tiempo y no lograba decidir un plan de acción.<br />—Contrincantes… ¡preparados! —avisó Hidji.<br />Un mozo corrió a entregarle un arco. Como era de prever, no estaba todo lo tenso que sería de desear. Zando se planteó realizar una protesta e intercambiar el arma, pero finalmente desistió y aceptó el arma; acababa de tener una idea.<br />—Dolmur tiene razón, debo haberme vuelto completamente loco —murmuró entre dientes.<br />Se había decidido al fin. De saberlo, Dolmur habría opinado que su plan era una auténtica locura, pero… ¿qué otra opción le quedaba? Se jugaría todo a una sola carta, arriesgando el todo por el todo.<br /><br />Dolmur observaba al árbitro con desconfianza. Mientras Zando y el iliciano llamado Saled se situaban en posición con los arcos preparados, Hidji se colocó perpendicular a ambos hombres, ofreciéndoles su perfil. En su mano izquierda asía un banderín, que Dolmur supuso sería para dar la señal para que ambos contendientes disparasen.<br />El momento esperado por todos los asistentes no se hizo esperar y a un gesto del siniestro árbitro, se hizo el silencio. Con gran parsimonia alzó la mano izquierda sosteniendo el banderín. Era el brazo que daba hacia la posición de Zando. El derecho, en cambio, lo dejó pegado al muslo, oculto a los ojos de su amigo y donde Saled pudiese verlo.<br />—¡A mí no me engañas, maldita rata tramposa! —susurró Dolmur con los dientes apretados.<br />Corrió entonces alrededor de la zona despejada para el duelo hasta situarse detrás de Hidji, justo donde pudiera ver los movimientos que hacía el árbitro con el brazo derecho.<br />—Guerreros… ¡preparados! —gritó Hidji—. Cuando baje el banderín, podéis disparar.<br />Los contrincantes clavaron sus ojos en el banderín. Sin embargo, Saled enseguida bajó la mirada. El arquero no prestaba atención al brazo levantado, sino al muslo de Hidji donde descansaba su mano derecha. Tal y como sospechaba Dolmur, un leve movimiento de los dedos del corrupto árbitro, y Saled podría anticiparse unas décimas de segundo al instante en que bajaría el banderín. En efecto, el pulgar, el índice y el resto de falanges, levantadas levemente, comenzaron a caer ordenadamente, siguiendo una secuencia que nadie excepto un ojo atento hubiese podido ver.<br />Hidji estaba efectuando una cuenta atrás.<br />Dolmur actuó sin pensar.<br />—¡Alto! —gritó al tiempo que se dirigía a la posición de Hidji.<br />Todas las miradas se fijaron en él, pero lejos de amilanarse, tomó la iniciativa y saludó cortésmente al público.<br />—Ciudadanos del Imperio —habló de viva voz—, no debéis inquietaros. Como representante del muy noble Zando —al oír el nombre la multitud estalló en vítores—, me veo en la obligación de recordar a lord Hidji que debe levantar ambos brazos y no sólo uno. No queremos que nadie piense que se pueden dar algún tipo de ventajas, ¿no es verdad, árbitro? —preguntó en voz baja para que sólo Hidji pudiese oír esto último. Se había saltado adrede cualquier cortesía o formalismo en el tono. La gente rió con ganas la broma y algunos incluso empezaron a silbar, molestos por la incorrección.<br />Dolmur se acercó aún más a Hidji antes de añadir:<br />—He visto vuestro patético intento de amañar el duelo. Si osáis volver a intentarlo, no será necesario que Zando se ocupe de vos. Yo mismo os haré una visita una noche de éstas —dijo con expresión feroz—. Puede que amanezcáis con una daga en la espalda, yo no soy tan legal como él —advirtió. No estaba bromeando.<br />Después, sonriendo de nuevo, ejecutó una reverencia y se retiró entre aplausos junto a Zando, para dejar paso al duelo. Si hubiese mirado hacia atrás, habría visto temblar las piernas de Hidji.<br />—Te lo agradezco, pero no era necesario —dijo Zando cuando Dolmur llegó junto a él.<br />—¡Pero ese mentecato pretendía hacer trampas! —respondió Dolmur, acercándose.<br />—Sí, con la mano derecha, ya me había dado cuenta.<br />—Un momento… ¿lo sabíais?<br />—En mi oficio, no se llega a mi edad sin prestar atención a los detalles —respondió Zando con un encogimiento de hombros.<br />—Pero cómo…, quiero decir, ¿no os importa? ¿Y si no llego a intervenir? ¿De veras no hubieseis hecho nada?<br />—En el estado de Omni puedo anticiparme al momento en el que va a disparar. No era necesario hacer nada. Cuando todo esto acabe, ese Hidji y yo tendremos una larga conversación, pero por ahora, me interesa tenerlo confiado.<br />—Entiendo, he metido la pata de nuevo —dijo Dolmur suspirando. Después se retiró para dejar paso al duelo.<br />—Una cosa más —le dijo Zando volviendo la cabeza—. Gracias.<br />Dolmur sonrió y asintió con la cabeza. «Ahora todo depende de vos, amigo mío», pensó.<br /><br />Zando respiró profundamente buscando el estado de calma interior que abría paso al Omni. Solía imaginar un interruptor en el mango de su espada, pero esta vez, dado que no empuñaba ninguna, simplemente apeló a la energía que lo inundaba, sin más. El Omni, fiel a su cita, entró como un torrente en su ser, tornándolo más consciente, haciendo de su mente y su cuerpo un solo ente. Enfocó entonces su atención en la figura del arquero que tenía frente a él, obviando el resto del mundo, que pareció desdibujarse a su alrededor. En ningún momento prestó atención al árbitro. Si hubiese pretendido disparar su flecha, habría enfocado toda su atención en él. Lo que realmente servía a sus propósitos era apreciar claramente el instante en que Saled colocase su flecha en el arco. Si se movía un instante antes, su oponente adivinaría sus intenciones y le resultaría casi imposible llevar a buen puerto su plan.<br />El árbitro levantó nuevamente el banderín, esta vez con ambas manos. Saled, como era de prever, no miraba en esta ocasión hacia el muslo, sino hacia las manos de Hidji. Todo el cuerpo del iliciano estaba tenso, preparado para actuar al más leve gesto por parte del árbitro. Zando, pese a mirar únicamente a los ojos del arquero y percibir extrañamente desdibujada a la multitud, era consciente de que los espectadores tenían sus miradas clavadas en su oponente. Desconocía cómo podía tener tal certeza, pero estaba seguro de ello. Si sobrevivía a los duelos que aún le quedaban por disputar, investigaría las posibilidades de su descubrimiento.<br />Finalmente, después de unos segundos que a la mayor parte del público le parecieron eternos, el banderín descendió. Antes de que cruzase por la frente de Hidji en su descenso hacia la cintura, la suerte estaba echada.<br />Zando captó, ralentizado, el instante en que todo llegó a su desenlace. En cuanto Saled apreció el descenso del banderín, su brazo extrajo la flecha del carcaj y la colocó en el arco a tal velocidad que los allí presentes hubieran jurado que la flecha se había materializado de repente. No con menos rapidez tensó el proyectil y disparó.<br />Zando, que aguardaba, apuró al límite, forzando su reacción. No intentó en ningún momento alzar su mano en dirección a su carcaj. Se limitó a esperar sin soltar el arco, sin romper su posición, inmóvil. Vio como la saeta mortal apuntaba a su corazón, tal y como esperaba. En el preciso momento en que los dedos del arquero soltaron la presa sobre el culatín de la flecha, Zando arrojó su arco al suelo. En un angustioso duelo contra la velocidad, sus manos corrieron en dirección ascendente, mientras el proyectil recorría los cincuenta metros que los separaban a una velocidad angustiosamente mortal. Las manos de Zando palmearon con fuerza, a un par de cuartas frente a su pecho en el mismo instante en que la flecha llegaba a su cita contra su corazón.<br />Curiosamente, Zando supo que lo había logrado antes de atrapar la flecha a escasos centímetros de su pecho. De algún modo, incluso en un acto tan desesperado como aquel, su sexto sentido, agudizado por el Omni, lo había salvado. Si hubiese palmeado una fracción de segundo antes o después, habría fracasado.<br />Sin mover un ápice el cuerpo, Zando miró fijamente el astil entre sus manos, mientras comenzaba a reír de felicidad. Enseguida sintió un peso sobre su espalda y unos brazos alrededor del cuello entre gritos de alegría. Era Dolmur que gritaba feliz por su triunfo. A los gritos de su amigo pronto se unieron los de la multitud. El gentío había enloquecido de dicha al ver a su héroe vencer de nuevo. Zando, poco a poco, se recuperaba de la impresión. Se volvió entonces y miró a Dolmur a los ojos, asintiendo. Ambos hombres eran conscientes de lo que acababan de jugarse. Dolmur miró por encima de sus hombros y señaló a Saled.<br />—El duelo aún no ha terminado —dijo.<br />Zando giró en silencio, encarándose de nuevo con el arquero. En su mano aún asía la saeta mortal que había intentado acabar con su vida. Lentamente, tomó su arco del suelo y colocó la flecha en el arma. Dolmur alzó un brazo rogando silencio. Pronto, todos callaron, aguardando el desenlace. Como la multitud esperaba, Zando habló antes de disparar.<br />—Tu causa es indigna —dijo levantando la mirada para poder mirar a la cara a Golo. El emperador rebulló en su asiento, rojo de ira—. Ríndete y vive, no merece la pena morir por nada. Tal y como se han desarrollado las cosas, no tienes posibilidades de sobrevivir. Únete a mi causa.<br />Saled miró a Zando y luego al emperador. Su rostro reflejaba un gran conflicto interno.<br />—¿Qué demonios le pasa? —inquirió Dolmur, que aguardaba la respuesta situado tras Zando—. Si teme que Golo lo ejecute por rendirse, al menos tendría una oportunidad uniéndose a nuestra causa. Si elige seguir con el duelo, morirá sin remedio. <br />—Me temo que no es tan sencillo —dijo Zando con tristeza—. Nunca lo es.<br />—¿A qué os referís? —preguntó Dolmur.<br />Pero Zando no respondió. En su lugar bajó el arco sin llegar a destensarlo y preguntó dirigiéndose a Saled:<br />—Dime, soldado, ¿tienes familia?<br />Los ojos de Saled se abrieron de par en par al oír mencionar a su mujer e hijos. Dolmur comprendió enseguida el dilema de aquel hombre.<br />—¿Te gustaría verlos? —preguntó de nuevo Zando—. Yo puedo hacer que vengan hasta aquí.<br />El hombre se derrumbó entonces, cayendo arrodillado. Por sus mejillas corrían lágrimas de súplica.<br />—¡Golo! —bramó Zando—. Un buen emperador jamás amenazaría a la familia de un súbdito. ¿No estás de acuerdo?<br />El emperador se incorporó como activado por un resorte. Su respuesta afirmativa fue tan rápida que sonó más a una confesión que cualquier documento escrito. Hubo quien se rió del soberano mientras la gran mayoría lo abucheó sin tapujo. Algunos soldados imperiales se precipitaron en dirección a la multitud con las espadas desenvainadas, pero a un gesto de Zando, la multitud cayó.<br />—¿Acaso he de recordar al Imperio que mientras no se dilucide la contienda no tiene jurisdicción aquí? —preguntó Zando, colérico—. ¿Obtendréis por la fuerza el respeto que no os ganáis con vuestros actos? ¡Retroceded de inmediato! —exigió.<br />Los soldados dudaron ante su autoridad, mirando alternativamente a éste y a su emperador. La leyenda que había acompañado a Zando los últimos meses surtía su efecto; incluso sus enemigos le rendían respeto. Finalmente, a un gesto de Golo, los soldados se retiraron con la consiguiente vuelta de los abucheos.<br />Golo, en un intento vanamente conciliador, trató de serenar los ánimos dirigiéndose a la multitud, pero ésta lo ignoró de nuevo.<br />Temiendo que la situación degenerase, Zando solicitó el silencio de las masas. Al punto, todos callaron. Así, un Golo aturullado por la ira pudo dirigirse al fin al gentío.<br />—Vuestras insinuaciones ofenden al Imperio y a mí mismo, su emperador —dijo dirigiéndose a Zando—. Ningún soldado ha sido obligado a pelear contra su voluntad —nuevos silbidos sonaron como protesta—, y ninguna familia ha sido retenida como rehén. Un destacamento acompañará a la familia del soldado Saled hasta aquí si así lo desea —ofreció con los puños apretados. Después se sentó con violencia de nuevo, dando por zanjado el asunto.<br />Zando se volvió nuevamente hacia Saled.<br />—¿Te rindes pues? —ofreció de nuevo—. No deseo más sangre en mis manos.<br />Saled se levantó e inclinó la cabeza antes de responder:<br />—Me rindo.<br />La multitud enloqueció de dicha con el resultado del duelo.<br />Con la ayuda de Dolmur, que ejerció como buenamente pudo de improvisado guardaespaldas, llegaron hasta Saled, inundada ya la zona despejada de la calle de mil admiradores enfervorecidos. Zando le tendió la mano al arquero.<br />—Bienvenido a mi hueste—dijo.<br /><br />Minutos después, Golo casi arrancó de cuajo la lona de su lujosa tienda al entrar en ella. Su furia y frustración, alimentadas por el incidente del duelo, lo habían descontrolado. La emprendió a golpes con el mobiliario, derribando estantes, volteando la mesa y arrojando cojines y vasos por doquier. Acompañó cada lanzamiento con gritos de furia acompañados de obscenidades. Sus escoltas, los dragones blancos, presenciaban el espectáculo sin cambiar el rictus facial del que siempre hacían gala. Mas su volubilidad pronto tornó la furia en congoja y, al cabo de unos minutos, su ánimo se enfrió lo suficiente como para llamar a Tolter. El reservado ygartiano entró como una sombra, acompañado por un par de criados que se afanaron enseguida en paliar el caos reinante en la estancia.<br />—Acompañadme hasta mis aposentos privados, he de hablar con vos —señaló Golo con una mano en las sienes.<br />Tolter lo siguió hasta la cortina que franqueaba el paso a un lujoso dormitorio. El emperador, cruzado de brazos, se detuvo en seco ante la colgadura de tela, mirando con impaciencia a su nuevo consejero. Éste titubeó unos instantes antes de comprender la muda demanda de su soberano. Con una inclinación de cabeza a modo de disculpa, corrió la cortina y se hizo a un lado para dejar pasar a Golo, que entró resoplando y airado. De inmediato, sus escoltas se alinearon rodeando su estancia, aunque sin penetrar en ella.<br />Tolter se planteó en silencio si merecía la pena la suma de dinero que había aceptado por aquel trabajo. Un maestro asesino no debía rebajarse a mera niñera de un noble consentido. Por otro lado, el montante cobrado, bien merecía aguantar los reproches de aquel malcriado ególatra. La duda pues, apenas duró un parpadeo y Tolter adoptó de nuevo la pose sumisa que tanto agradaba a Golo. ¿Cuánto pagarían por asesinar al emperador? Quizás, cuando todo aquel asunto hubiese finalizado, alguien estuviese dispuesto a contratar sus servicios; se convertiría en el primer asesino que lograba acabar con la cabeza viviente del Imperio. La idea provocó un imperceptible movimiento en la curva de sus labios. Para un hombre que parecía hecho de hielo, aquello equivalía a una amplia sonrisa.<br />—¡Esto va muy mal! —comenzó Golo hablando en voz baja—. Faltan tres combates para la debacle, ¡tres! Y Zando aún vive. Me dijisteis que podía confiar en vos. ¿Acaso queréis volverme loco, Tolter? —la amenaza implícita en la pregunta no pareció alterar a su consejero, que lo miraba con pétrea expresión.<br />—Un dicho arendiano dice, “Si tienes la paciencia suficiente, verás al desierto comerse a la montaña” —la cadencia empleada fue suave, conciliadora. Tolter no se había dado por aludido al oír la amenaza—. Lo sucedido el día de hoy sólo ha sido una muestra de los recursos de nuestro enemigo. Pero ni siquiera él podrá vencer los desafíos que aún debe afrontar. Sigo estando convencido: Zando no sobrevivirá a los duelos— Tolter se acercó antes de añadir en tono confidencial—. Los úmbricos han contestado afirmativamente, mi emperador.<br />—¿Cómo? —el rostro de Golo se iluminó se repente—. ¿Significa eso que habéis logrado convencer a…? —Golo dejó la pregunta en el aire. Tolter asintió en silencio—. ¡Excelente! Jamás creí que tal cosa fuese posible. No sé cómo lo habéis logrado, en verdad sois un hombre de recursos. Eso suma una nueva garantía a nuestra causa.<br />—Así es —concedió el ygartiano.<br />—Veo que valéis lo que os pago —concedió Golo—. Es todo, podéis iros.<br />Tolter efectuó una reverencia antes de salir, dejando a Golo a solas con sus pensamientos.<br />—¡Criado! —llamó Golo inmediatamente. Un diligente muchacho entró al acto en su estancia—. Deseo ver a mi nuevo capitán. ¡Ve!<br />El criado dejó a Golo esperando y maquinando en silencio.<br />—Puede que tengáis razón, Tolter —se dijo a sí mismo—, pero un buen soberano siempre cubre sus espaldas.<br /><br />Dolmur acompañó a Zando de vuelta a la granja. En contra de los consejos del joven, el veterano luchador había insistido en volver pronto junto a Vera. Zando podía ser un magnífico guerrero, pero era un desastroso diplomático. Aquel día había hecho historia, con un duelo digno de ser recordado. Con toda seguridad, a estas horas se estarían redactando las crónicas del combate. Las narlinas habrían volado ya a su destino, fieles a su cita de cada día con las prensas de la capital. Dolmur hubiese querido redactar personalmente la crónica de lo acaecido, pero en vista de la insistencia de su amigo en que lo acompañase, había dejado la tarea en manos de otro.<br />El pueblo, por su parte, deseaba compartir aquella noche de fiesta y celebración con su héroe, pero una vez más, Zando había declinado cortésmente la infinidad de invitaciones con las que le agasajaba el gentío. Los duelos le exigían un alto nivel de concentración, explicaba, de modo que no podía permitirse ni una distracción. Dolmur sonrió al imaginar qué dirían si lo vieran pasar el día cuidando del sembrado y el ganado de Vera.<br />—¿Dolmur? —dijo Zando por encima del ruido de las celebraciones que tronaba a sus espaldas.<br />—¿Sí?<br />—¿Queda mucho para llegar a la granja? —la voz de Zando sonó espesa.<br />Dolmur se alarmó. Zando había recorrido aquel camino muchas más veces que él. Algo malo le ocurría a su amigo si era incapaz de discernir por donde caminaban.<br />—¿Qué os pasa? ¿Os encontráis bien? —inquirió preocupado.<br />Zando se detuvo antes de responder.<br />—A decir verdad, no. Me siento terriblemente mareado y me cuesta enfocar la vista —Zando respiró profundamente antes de seguir—. Creo que hemos celebrado demasiado pronto mi victoria —afirmó tambaleándose.<br />—¡Zando! —gritó Dolmur mientras lo ayudaba a guardar el equilibrio—. ¿Qué estáis insinuando?<br />—Creo que he sido vencido, después de todo —respondió masajeándose la mano derecha. Después se desplomó entre los brazos de Dolmur.<br />Éste colocó a Zando en el suelo, presa del pánico. Tardó aún unos instantes en comprender lo que había sucedido.<br />—¡Maldición! —gritó al contemplar la mano de Zando. Su aspecto era levemente violáceo y estaba inflamada—. Lo flecha lo hirió, después de todo… —dijo, mirando a Zando a la cara.<br />El guerrero apenas respiraba.<br /></span></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-69550998726765423532011-04-06T00:18:00.002+02:002011-04-08T19:01:55.467+02:00CAPÍTULO XIX: EL RETORNO DE DOLMUR<div style="text-align: justify;"><div style="text-align: justify;"><span style="font-style: italic;">Hola a todos. Hoy, junto al capítulo, adjunto una imagen en la que he estado trabajando. Se trata de un matepaint inspirado en las selvas Ygartianas. Forma parte de un proyecto personal en el que iré tratando de reflejar los paisajes por los que transcurre (o transcurrirá, como en este caso) la aventura. Espero que os guste.<br /></span><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://4.bp.blogspot.com/-O-qvnyzckH0/TZuXwgpUFEI/AAAAAAAAAI0/LsY4pPtxrjM/s1600/Ygartia.jpg"><img style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center; cursor: pointer; width: 668px; height: 207px;" src="http://4.bp.blogspot.com/-O-qvnyzckH0/TZuXwgpUFEI/AAAAAAAAAI0/LsY4pPtxrjM/s400/Ygartia.jpg" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5592230221963334722" border="0" /></a><br /></div><div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XIX<br />EL RETORNO DE DOLMUR<br /><br /><br />El sol despuntó un día más en un cielo límpido y cristalino. Parecía que el clima, pese a los rigores invernales, quisiera acompañar el humor festivo que aquellos días presidía Roca Veteada.<br />Zando despertó tendido boca arriba en su camastro. Las sábanas apenas estaban revueltas. Desde que tomara la decisión de renunciar a su vida anterior, no había vuelto a tener las terribles pesadillas que hacían un tormento de sus noches. Lo que antaño fuese una lucha que acababa con su cuerpo anegado en sudor y las sábanas deshechas en el suelo, ahora era un sueño profundo, relajado y sin sobresaltos.<br /> Desperezándose, sintió el aguijón del dolor casi en la totalidad de su cuerpo. Se sentó en el catre e inspeccionó su piel, buscando los restos de sus recientes combates. En las piernas, la cadera, el torso y el rostro tenía moratones de mayor o menor consideración. Pese a su innegable superioridad en los duelos, los enfrentamientos dejaban dolorosas secuelas, recordándole su falibilidad. Los adversarios enviados por Golo eran formidables; en el último duelo había tenido que emplearse a fondo para vencer. Como consecuencia, esa mañana lucía dos nuevos hematomas, uno en su costado izquierdo y otro en la parte externa de su muslo. Zando palpó la zona y notó un dolor sordo. Al menos de momento, seguía sin heridas de importancia.<br /><span class="fullpost"><br /> Pero lo que realmente le preocupaba eran sus músculos y articulaciones. La muñeca de la mano con la que asía la espada se le había abierto hacía días, y la rodilla izquierda le dolía terriblemente al flexionarla. Eso, sin mencionar los tirones y desgarros que surgían cuando forzaba los músculos reto tras reto.<br /> —Estás oxidándote, viejo —se dijo—. Pero aún debes aguantar un poco más. Sólo un poco —con un suspiro terminó de vestirse y abrió la ventana.<br /> El sol había terminado de despuntar sobre la lejana mancha en la que se intuía el Bosque Oscuro. Se comenzaba pues, a apreciar el mar de tiendas de campaña y carromatos diseminados por lo largo y ancho de la aldea. Los otrora monótonos llanos del valle presentaban un aspecto multicolor, conformando un caótico mosaico en el que cada cual se instalaba donde podía. Desde que se corriera el rumor del desafío al Imperio, como les gustaba llamarlo a los forasteros, no habían cesado de llegar curiosos al lugar. Al principio fueron un par de juglares con la intención de cantar las hazañas de tan noble guerrero, como ellos las llamaban, pero pronto se contaron por decenas los visitantes que llegaban a diario, algunos de clases realmente pudendas.<br />Cada victoria lograda parecía aumentar exponencialmente el interés hacia su causa. La mayor parte de los habitantes de la aldea habían cedido sus propiedades para que los forasteros tuviesen un trozo de tierra en el que instalarse. Y lo que al principio había sido un movimiento más o menos espontáneo —Zando tenía sus dudas estando Dolmur de por medio—, se tornó multitudinario negocio de la noche a la mañana. Los inesperados visitantes pronto demandaron medios para subsistir e, inmediatamente, comenzaron a llegar comerciantes para abastecer las necesidades del mar de gente que se apelotonaba en la zona. De este modo, se instalaron vendedores de comida que proveían las necesidades básicas. Pero con la llegada de clases con más poder adquisitivo, llegó el resto: vendedores de licor, cerveza y vinos especiados. Comerciantes de telas, vestidos y trajes a los que incluso se les dio un toque local, al incluir una franja de tela salpicada de bordados dorados en un intento por imitar la veta que daba su nombre a la aldea. Pronto se estableció una moda que parecían seguir todos los forasteros ante los atónitos ojos de los nativos. Pero no acabó ahí la cosa, los fabricantes de armas de los lugares más lejanos de Hurgia hicieron su aparición para vender su mercancía. Increíblemente, hombres que en su vida habían manejado una espada, las compraban sin dudar. Hubo incluso un comerciante iliciano que trató en vano de ofrecer una fortuna a Zando por usar una de sus espadas en los duelos.<br /> Los artesanos, igualmente, hicieron acto de presencia en el lugar y enseguida distribuyeron colgantes, pinturas y mil artículos que conmemoraban la gesta de Zando. Esto último lo molestó especialmente, tratando en vano de impedir que usaran su nombre.<br /> Crod, por su parte, supo aprovechar la situación en beneficio de la aldea. Lo que inicialmente empezó como un ofrecimiento desinteresado de los aldeanos por ceder sus baldíos terrenos para acoger a los visitantes, pronto se convirtió en un próspero negocio en el que se cobraba un alquiler a cada nuevo forastero. La prima cobrada dependía del poder adquisitivo y del terreno ocupado. Pronto, los aldeanos tuvieron suficientes inus como para pagar sus impuestos y reconstruir sus casas con comodidad.<br />Todos, excepto Vera.<br /> La mujer sabía lo mucho que molestaba todo aquello a Zando y se había negado a admitir a nadie en su propiedad. Su granja, la más retirada del valle, se había transformado en un oasis de paz donde Zando podía refugiarse del mar de curiosos que lo buscaban con mil pretensiones. Allí podía entrenar y descansar entre combate y combate, sin ser distraído. Al menos, la mayor parte del tiempo. Como el mismo Zando había comprobado, existían compromisos, que ni él podía rechazar. Si un gobernador o un noble solicitaba una audiencia, era recibido con la mayor cortesía; su experiencia en el ejército le había demostrado que era mejor no ofender a gente poderosa.<br />Pero si todo esto lo irritaba, lo peor estaba por venir. Los recién llegados informaban de una larga caravana procedente de la capital en la que viajaban el emperador en persona y la mayor parte del Senado. La noticia lo dejó atónito justo cuando creía que nada podría asombrarlo.<br />Fue entonces cuando cayó en la cuenta: faltaban sólo cinco combates para alcanzar su objetivo. Después de meses librando duelos, el final estaba próximo. Realmente, nunca pensó en llegar tan lejos. Aquel día en el que usó la estratagema del duelo para tratar de salvar a los habitantes de la aldea, quedaba ya muy lejano. Las intenciones de su gesto no pretendieron trascender aquel día. Y ahora, el gobierno en pleno acudía a presenciar el desenlace del desafío.<br />Zando miró de nuevo el paisaje, preguntándose si aquellas gentes creerían realmente en su causa. Los rescoldos de algunas fogatas aún humeaban, salpicando el paisaje de columnas grisáceas que eran dispersadas por el viento.<br />En ese momento entró Vera en su estancia.<br />—Ya veo que mis ruegos resultan inútiles —dijo enarcando una ceja—. No logro convenceros de que permanezcáis en la cama más allá del amanecer —Vera inspeccionó preocupada el hematoma de su costado—. Supongo que ahora saldréis a realizar vuestros ejercicios —añadió, besándolo en la mejilla—. Os espero en la cocina con un buen desayuno. No tardéis demasiado —dijo saliendo de la habitación.<br />—Sí —respondió Zando para sí mismo—, no tardaré, mi señora.<br /><br />El sol brillaba en su cenit cuando Dolmur llegó a la granja. Vera, que estaba en el huerto tratando de quitar las malas hierbas, lo vio venir desde la distancia. Uki, el perro de Vera, salió disparado ladrando al intruso, pero enseguida comenzó a dar saltos de alegría al reconocer al joven. Nada habían sabido de Dolmur desde que partiera de la aldea hacía meses, con la misión de tratar de hacer toda la presión posible sobre el asunto del duelo. Vera le hizo señas con el brazo y Dolmur aceleró el paso. Al llegar junto a ella, frenó su caballo con un seco tirón de las riendas y desmontó de un salto. Vestía ropajes mucho más lujosos que cuando partiera. Su camisa era de seda verde y la chaqueta, sin mangas y con bordados plateados, le daba un aire distinguido. Los pantalones, bombachos y agrisados, se remetían en unas botas altas de montar. El conjunto le daba un aspecto maduro, a lo que contribuía la perilla que lucía en el mentón. <br />—¡Vera! —saludó—. No os imagináis cuánto os he añorado —dijo al tiempo que la abrazaba con fuerza. Ella le devolvió el abrazo—. Tengo tanto que contaros… ¿dónde está Zando? Al llegar a la aldea me informaron de que no abandona vuestra propiedad si no es para batirse en duelo —Dolmur hablaba atropelladamente, con la cara iluminada por la alegría. <br />—Nosotros también te hemos echado de menos —respondió Vera en tono pausado, mirándolo de arriba abajo—. ¡Vaya! Pareces todo un caballero —señaló mientras inspeccionaba su ropa—. Ven conmigo, te llevaré junto a Zando, aunque primero dejaremos a tu caballo en el establo, junto a un rebosante bebedero de agua limpia. Mientras tanto, cuéntame, ¿es cierto que el emperador viene de camino?<br />—¡Oh! Ya lo creo que sí. Yo mismo he pasado junto a su caravana hace tan sólo una hora. Se puede decir que todo el gobierno de Hurgia está de camino —Dolmur se detuvo y la miró a los ojos antes de añadir—. Nunca pensé que alcanzaríamos semejante éxito. Todos esos políticos tienen el miedo pintado en sus rostros.<br />—Pues tú eres el artífice de todo esto, jovencito. Aquí nos hemos limitado a verlas venir.<br />—¡Ja! Eso sí es bueno. No negaré que he trabajado duro estos meses en la capital, pero sin nuestro común amigo y su endiablada habilidad con la espada, nada de esto habría ocurrido. Yo sólo he sido el humilde transmisor de sus gestas.<br />Vera ensombreció su rostro al oír esto último. Ya habían llegado al establo.<br />—¿Eh, Zando está bien, no? ¿No lo habrán herido últimamente? —preguntó Dolmur preocupado.<br />—No te preocupes, no tiene heridas de consideración, si es a eso a lo que te refieres —respondió Vera mientras ataba el caballo junto al abrevadero. El animal abrió las fosas nasales y resopló antes meter el hocico en el agua—. Es sólo que ya no es un jovencito. Él parece no darle importancia, pero las secuelas de los combates se le acumulan. Cada vez tarda más en recuperarse. Tiene todo el cuerpo magullado —explicó Vera angustiada—. Dolmur, yo… estoy aterrorizada con todo esto —dijo con un hilo de voz.<br />—Estad tranquila —dijo abrazándola un tanto azorado—. Él es capaz de lo que se proponga, ya lo sabéis. Logrará su objetivo y pronto nos reiremos de todo esto. Ya lo veréis. Además —dijo torciendo el gesto en tono de burla—, es el hombre más cabezota que conozco. Si llegara el caso, los derrotaría embistiéndolos. ¡Su cabeza es granito puro!<br />Vera rió su gracia con poca convicción, pero sirvió para tranquilizarla. Después, ambos caminaron hasta la casa. Vera le indicó que aguardase en el porche mientras ella entraba con pasos sigilosos. A Dolmur le extrañó tanto misterio. Vera volvió enseguida con cara de resignación.<br />—Me temo que sigue reunido —explicó—. Deberás aguardar un poco.<br />—¿Reunido? ¿Con quién?<br />—Tengo entendido que se trata de nobles fumbricianos. Desde un tiempo a esta parte, Zando es un hombre muy solicitado. Casi a diario vienen hasta aquí toda clase de gente a parlamentar. A él no le hace gracia, pero los atiende. Desconozco de qué pueden estar hablando. Cuando le pregunto sobre ello suele sonreír y decirme que se trata de hombres codiciosos con intenciones poco honestas.<br />—Mmm, de modo que eso os dice ¿eh? Es típico de él —Dolmur se rascó la perilla mientras pensaba—. Creo saber de qué hablan —aclaró mientras se sentaba en una de las mecedoras de madera que había en la tarima de la entrada. Con un gesto invitó a Vera a acompañarlo—. Ahí dentro —explicó abriendo los ojos con grandilocuencia— se habla de traición.<br />Vera lo miró asustada, provocando la risa del joven.<br />—No os inquietéis, os lo explicaré —dijo—. ¿Nunca os habéis preguntado cómo es posible que en un Imperio aparentemente unificado como el nuestro exista un ejército tan poderoso?<br />—Nunca me lo había planteado. Supongo que los militares velan por guardar la paz de forajidos y demás gente de mal.<br />—Eso es lo que cree la mayor parte de la gente, pero no es tan simple. Tratándose de política, nunca lo es —Dolmur hizo una pausa y miró durante un instante hacia arriba, tratando de organizar sus ideas antes de seguir—. Veamos, el Imperio abarca todo el territorio conocido, ¿no es cierto? —Vera asintió—. Así pues, no tendría sentido mantener el gasto que supone tan vasta organización, con sus cuarteles e infraestructuras.<br />—Tiene sentido, sobre todo cuando cada reino posee su propio ejército.<br />—¡Exacto! —sonrió Dolmur—. Veréis, en la antigüedad, en tiempos anteriores a la llegada del rey Fundador, los Siete Reinos, separados entre ellos por fronteras naturales, se disputaban el centro de las tierras conocidas, la zona más fértil, extensa y rica.<br />—Lo que hoy en día es el territorio central del Imperio —corroboró Vera.<br />—Eso es. Los archivos hablan de guerras interminables por el control de ese inmenso territorio, donde, de un modo cíclico, alguno de los reinos o una alianza de varios, dominaban durante un periodo de tiempo más o menos extenso. Así fue durante eones, un periodo oscuro donde el marcado sentimiento de individualidad de cada pueblo les impedía ver la obvia solución a sus disputas.<br />—Es mejor compartir en paz que luchar en una guerra sin final.<br />—Sí. Así fue hasta que llegó Féldaslon con sus ejércitos invencibles. Nadie sabe de dónde vino ni cómo llegó aquí. Algunos piensan que más allá del interminable océano existen otras tierras habitadas por un pueblo de leyenda. Otros, sin embargo, creen que llegó de los cielos. De un modo u otro, este ejército, muy superior en fuerza a los reinos autóctonos, pronto se hizo con el territorio central, aislando a cada pueblo a la periferia, hasta sus tierras. Así, separados unos de otros, el nuevo poder los fue conquistando de uno en uno, hasta someterlos a todos. De este modo surgió Hurgia, el Imperio que hoy conocemos.<br />—Desconocía los pormenores de la historia —explicó Vera—, pero ¿qué tiene eso que ver con la entrevista de Zando?<br />—Ahora llego a eso, las historias deben ser contadas con cierto grado de misterio —dijo Dolmur guiñando un ojo—. Como os estaba diciendo, los siete reinos cayeron, pero no fue ésta una conquista brutal, sino todo lo contrario. Los ejércitos invasores asediaban los pueblos y ciudades, tratando de minimizar el número de bajas. Una vez sometido un territorio, se respetaban las costumbres, los cargos, el sistema de gobierno…<br />—Es decir, se les permitió conservar su identidad como pueblo.<br />—En el más amplio sentido de la palabra. Sólo se les impuso una condición: su sometimiento al Imperio y ceder un tercio de sus tropas a la fuerza central.<br />—Ahora lo entiendo. De este modo, Ciudad Eje siempre contaría con un contingente muy superior al de cada reino por separado.<br />—Ciertamente. Pero todo eso sigue sin responder a vuestra pregunta.<br />—Supongo que ya llegamos a eso, ¿no es así? —preguntó Vera con una fingida expresión de hastío.<br /> —Inmediatamente. El caso es que, ese respeto mostrado hacia cada pueblo, no bastó para apaciguar su espíritu guerrero y conquistador. El rencor racial es algo difícil de erradicar y en la práctica totalidad de los reinos sobrevivió un sentimiento de independencia visceral. Esto dio como resultado un intento tras otro de rebelión al poder central. Y siglo tras siglo, los motines, sublevaciones y demás han sido la tónica dominante, dando lugar a conflictos armados en los cuatro puntos cardinales. El ejército pues, no es algo de lo que podamos prescindir los habitantes de Hurgia si deseamos que la paz perdure y los periodos de guerras no retornen como un mal endémico.<br />—Creo deducir el final de todo esto —interrumpió Vera—. Ahora, por primera vez en siglos, el equilibro se ha roto. ¡Zando tiene bajo su mando la práctica totalidad del bastión verde!<br />—¡Bravo! Lo habéis deducido muy bien. Dicho de otro modo, un cuarto de las fuerzas imperiales pronto estará en sus manos.<br />—Entiendo —dijo Vera con el rostro repentinamente pálido—. Por eso están aquí estos nobles frumbricianos. ¡Bendito Hur! Tratan de sobornar a Zando para que una su ejército al suyo y así sublevarse.<br />—Eso es lo que cualquiera deduciría, sí. Tratan de aprovechar la oportunidad única que se ha presentado. No serán los últimos que veáis, sobre todo si Zando continúa venciendo. Tratarán de sobornarlo con promesas de riquezas y poder.<br />—Zando nunca haría tal cosa —protestó Vera.<br />—En efecto, pero ellos no lo conocen como nosotros. Tratarán de convencerlo antes del último combate. Si tal extremo llega a ocurrir, no necesitará a nadie, pues vencer al emperador significaría poseer el control de la totalidad de los ejércitos.<br />—Y pensar que nosotros sólo pretendíamos ganar tiempo para pagar nuestros impuestos…<br />En ese momento se abrió la puerta con un fuerte empujón. Dos hombres bien vestidos y con cara de pocos amigos salieron en tropel, apenas esbozando un amago de saludo con la visera de sus floridos sombreros cortesanos. Instantes después apareció Zando con cara de padecer úlcera y mascullando entre dientes.<br />—Ya veo que seguís con ese encanto natural tan característico de vos —dijo Dolmur—, ¡y haciendo amigos por doquier!<br />—¡Dolmur muchacho! —la faz de Zando se iluminó—. Por fin te dejas caer de nuevo por la granja —añadió estrechándole la mano. Dolmur hizo gesto de abrazar a Zando, pero se quedó a medio camino.<br />—Eh, sí. Aquí me tenéis nuevamente. Ya veo que os ha ido bien. Tengo mucho que cont…<br />—Sí, sí, ahora me lo cuentas. Pero antes ven, coge una azada y acompáñame al huerto. Hay malas hierbas que quitar.<br />Dolmur palideció.<br />—¡Oh Zando, no seas cruel! —le regaño Vera—. Te ruego lo disculpes —explicó dirigiéndose a Dolmur—, ha estado desarrollando un extraño sentido de la ironía que él califica como humor.<br />—¿Acaso no te ha hecho gracia, pequeño bribón? —inquirió Zando, campechano—. En cualquier caso yo sí debo terminar con el huerto. Acompáñame y explícame todo lo sucedido por la capital.<br />—Yo me quedaré aquí preparando un almuerzo digno de nuestro invitado —dijo Vera mientras los hombres se marchaban.<br />Ambos caminaron hasta el huerto. A Dolmur le extrañó que un hombre en la situación de Zando se dedicase a cultivar legumbres, a lo que éste le respondió que jamás consentiría en holgazanear viendo trabajar a una mujer para él.<br />—Como si trabajar en la granja durante el día y batirse en duelos mortales al atardecer fuesen actividades complementarias—, opinó Dolmur.<br /><br />Así, mientras el joven observaba trabajar a Zando, comenzaron a ponerse al día. Dolmur le informó sobre los detalles de logística. Le indicó cómo había movilizado a una veintena de camaradas, compañeros de juergas y poemas, que le habían ayudado conmovidos por las generosas donaciones de Brodim. Con su ayuda, habían organizado una campaña capaz de llegar en una sola jornada hasta el último rincón de la capital. Más adelante, y respaldados por un centenar más de colaboradores convenientemente pagados, habían realizado tareas tales como arengar a las masas, crear y distribuir panfletos, exagerar las hazañas de Zando —esto último no agradó al aludido— y contactar con los hombres clave del Senado.<br />—La reacción de la gente ha superado cualquier expectativa —explicaba Dolmur—. Al principio, tuve que pagar los servicios de todos ellos, pero pronto tenía a cientos trabajando para mí de forma altruista. Parecía que todo el mundo quería tomar parte en la historia aportando su esfuerzo. Os habéis convertido en una leyenda en vida, ¿sois consciente de ello?<br />—No lo creo, aún me queda mucho para eso. La gente olvida pronto. Mi fama no es más que un espejismo —dijo Zando mientras arrancaba un matojo de grama—. ¿Te falló alguno de los nombres que te di? —inquirió cambiando de tercio.<br />—A decir verdad, sólo uno. El viejo Martucen había fallecido y su hijo no quiso dignarse en recibirme. El resto eran hombres razonablemente amables… tratándose de políticos.<br />—Entiendo. ¿Qué me dices del ministro Brodim?<br />—Ha sido el impulsor de todo el proceso. Sin los fondos que puso a mi disposición y su apoyo en el Senado, no hubiéramos podido llegar tan lejos. Es un buen hombre. Después del combate de esta tarde os espera en la tienda de un amigo. Yo os llevaré hasta él.<br />—Bien, estoy deseando verlo —Zando levantó la cabeza y miró a Dolmur a los ojos antes de añadir—. ¿Qué hay de mi encargo? ¿Lograste traer lo que te pedí?<br />—¿Acaso lo dudáis? Me pusieron bastantes pegas en el banco donde os guardaban vuestras posesiones, pero al final entraron en razón. Son unos fieles custodios, sin duda. Aguardad aquí, enseguida os lo traeré, he dejado el bulto en mis alforjas —dijo, saliendo disparado al establo.<br />Pronto volvió con un fardo alargado que entregó a Zando. Éste desplegó la tela y extrajo una espada. Su diseño era estilizado, pese a mostrar un tamaño más que considerable. La empuñadura, elegante y adusta, pertenecía a una espada bastarda. La vaina, de cuero negro y rematada en plata labrada, se deslizó casi sin fricción cuando Zando desenvainó. La hoja mostraba inscripciones de lo que Dolmur intuyó que era una lengua en desuso. El metal era de color gris mate y su aspecto era el de un arma que jamás había sido usada. Zando la blandió con reverencial respeto. <br />—Es extraña —opinó Dolmur—. ¿Cómo es posible que sea tan liviana? Nunca había visto un metal como ése.<br />—Yo sí, sólo en una ocasión. ¿Sabes algo del mito de las Siete Espadas Legendarias?<br />—No, pero deduzco que ésta es una de ellas.<br />—En efecto. Nadie sabe cuál es el misterioso metal del que están forjadas ni su origen. Se sabe de la existencia de seis de ellas. Los que las poseen las guardan como el tesoro más preciado —Zando miraba el arma con auténtica admiración.<br />—Un momento, si sólo se conocen seis, ¿por qué habla el mito de siete espadas?<br />—Es por la inscripción de la hoja —aclaró Zando—, pese a no entender el lenguaje que decora sus filos, hay una secuencia de siete signos que se repite en las seis espadas halladas. En cada una, uno de los símbolos es resaltado. En el caso de ésta —dijo señalando la suya—, el signo que destaca es el primero, ¿ves? Su tamaño es sensiblemente mayor al de los otros seis caracteres.<br />—Entiendo, de este modo han deducido la existencia de la séptima. ¿Y cómo llegó a vuestras manos?<br />—Fue hace años, en las revueltas arendianas. Un midjí fiel al Imperio llamado Ibsad fue asediado en su ciudad. Después de semanas de cruentas luchas, mi destacamento se presentó para prestar ayuda en el combate. Con la ayuda de los refuerzos imperiales los rebeldes se retiraron finalmente al desierto. Esa noche se celebró un banquete en el palacio de Ibsad. Como comandante de las fuerzas aliadas me senté a su derecha. Todo fue bien hasta los postres. En ese momento, un asesino disfrazado de sirviente logró acercarse, dispuesto a atentar contra el midjí. Lo único que salvó su vida fue mi tozuda rigidez, como tú la denominas.<br />—Ciertamente, esa capacidad vuestra de estar siempre alerta en mitad de una merienda, a veces resulta útil —se burló Dolmur.<br />—Cierto —lo ignoró Zando—. El caso es que logré interceptar la daga que volaba hacia su corazón interponiéndome en su camino. Me hirieron de gravedad y estuve varios días entre la vida y la muerte. Cuando me recuperé, Ibsad me condujo hasta su cámara ceremonial.<br />—¡Hur! Nadie a excepción de un arendiano ha visto una cámara ceremonial y ha vivido para contarlo…<br />—Yo sí. Una vez en su interior, el midjí me hizo una oferta. Me dejaría escoger de entre todos sus tesoros el que yo quisiera, fuera el que fuera. Aquél hombre era tan poderoso como rico y por unos instantes me quedé deslumbrado ante tantos objetos de valor. Y allí, colgadas en una pared, las vi: tres de las espadas legendarias. Una de ellas pequeña y ligera, como un sable, otra de un solo filo y puño a dos manos, y finalmente ésta —dijo señalando su espada—. Su nombre es Yuddai. Cuando el jeque me vio tomarla de la pared su cara adoptó un rictus peligroso; estaba claro que nunca pensó que escogería una espada en lugar de joyas u oro. Me confesó entonces que llevaba toda su vida codiciando poseer las siete espadas. Había empleado mucho tiempo y dinero para encontrar las tres que allí guardaba celosamente.<br />—Y ahora vos lo dejabais sin una de ellas. Sabéis como conservar los amigos ¿eh?<br />—Pese a su reticencia, Ibsad estaba obligado a cumplir su palabra y me entregó la espada. Ahora ya conoces su historia.<br />—Supongo que deseáis combatir los últimos duelos con ella, ¿no?<br />Zando lo miró con expresión divertida.<br />—¿Eso crees? Ven, toma a Yuddai y rebáname el cuello —dijo.<br />—¿Qué? —Dolmur palideció—. De vos esperaría cualquier cosa, pero esto…<br />—Tranquilo, no me sucederá nada. Tú ataca.<br />Dolmur obedeció y tomó la espada en sus manos. Golpeó al aire varias veces y comprobó la extraordinaria ligereza y equilibro del arma. En verdad era una espada portentosa. Finalmente se situó frente a Zando y golpeó. El filo se detuvo a un par de dedos de su piel.<br />—Así no —regañó Zando—. Golpea de verdad.<br />Dolmur lo miraba con expresión angustiada.<br />—Está bien —concedió Zando—. Corta ese matojo en dos.<br />Esta vez Dolmur se prestó con más ganas al experimento y golpeó con saña la indefensa hierba. La espada se detuvo en seco al tocar la superficie del vegetal y Dolmur perdió pie y cayó al suelo. Esta vez era Zando el que se burlaba de él.<br />—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó Dolmur rascándose el trasero.<br />—Has descubierto el secreto de las espadas legendarias —respondió Zando tomando de nuevo el arma. La blandió con presteza y atacó sin contemplaciones a Dolmur. La hoja se detuvo en cuanto rozó su cuello. Zando, que esperaba la reacción, logró permanecer en pie pese a la sacudida—. No sirven para matar o dañar a nadie. Parece ser que están encantadas, a falta de una explicación mejor.<br />—S… sí —respondió Dolmur lívido, mirando el filo en su cuello—. Pero no volváis a hacer eso, os lo ruego. A ver si lo he entendido, ¿me hacéis traeros una espada que no sirve para nada? ¿Para qué la queréis entonces? <br />—Recuerda muchacho, a los coleccionistas poco les importa eso. Es uno de los objetos más valiosos que existen por su rareza y su singularidad. Si me sucediera algo…, bueno, no deseo que Vera padezca ningún tipo de necesidad. ¿Has entendido?<br />—Estad tranquilo, os juro que si pasara lo peor, cuidaré de Vera.<br />Una trompeta sonó entonces en la distancia. Momentos después repiqueteaban las fanfarrias de la corte.<br />—Ya está aquí su graciosa majestad —explicó Dolmur, contento de cambiar de tema—. A partir de hoy tendréis un público de lo más aristocrático. Esas trompetas anuncian la llegada del emperador y su séquito. ¡Esto es de locos! Golo en persona se ha dignado a venir hasta el confín más perdido del mundo. Os deben de temer de veras.<br />—Sí —Zando miraba en dirección a la aldea. En su voz había cierta añoranza cuando añadió—. Esto no debía haber pasado, no debía haber pasado.<br />—Decidme, ¿de verdad no tenéis miedo? Quiero decir, todo eso de vivir el presente y no adelantarse a las cosas funcionará hasta cierto punto ¿no?<br />—Sinceramente, no —Zando miró a Dolmur, sopesando por unos instantes si responder o no—. Ven, caminemos —decidió.<br />Dolmur lo siguió mientras recorrían el perímetro de la granja.<br />—¿Recuerdas el día en que fui capturado por el capitán Terk? Esa noche volviste a la aldea y me liberaste —comenzó—. Yo estaba profundamente abatido. La verdad es que no deseaba vivir. Todo aquello en lo que yo creía se había venido abajo como un castillo de naipes. Había hipotecado mi vida al ejército y éste me había dado la espalda. Aunque eso me destrozó, lo soporté. Pero no sucedió igual con el Código. Mi intento de vivir de acuerdo a sus preceptos siempre fue sincero. Llegó a ser un credo para mí. Al igual que otros profesan religiones, yo tenía el Mert´h indú y una fe absoluta en que todo era posible para un hombre que siguiera sus normas.<br />—Pero os falló —sentenció Dolmur.<br />—Así es. Y no lo pude soportar. Había intentado con todas mis fuerzas hacer las cosas bien y sólo había conseguido hacer sufrir a los demás. Me vi obligado a aceptar la verdad del vacío que regía mi vida, donde nada parecía tener sentido. Si decidía obedecer ciegamente las órdenes, inocentes sufrirían por mi culpa. Si por el contrario desobedecía y hacía lo que creía justo, esos mismos inocentes serían castigados por mis actos. Hiciese lo que hiciese, alguien sufría y yo perdía mi honor —Zando se detuvo y miró a los ojos a Dolmur—. Sinceramente, fue demasiado para mí. Así que cuando me liberaste, vi ante mí la oportunidad de terminar mis días del único modo digno, el suicidio ritual. <br />—Pero no lograsteis llevar a cabo vuestros planes.<br />—Afortunadamente. ¿Sabes? A veces creo que hay que perderlo todo para poder renacer. Ese día, en lugar de morir, decidí pelear por Vera y por ti al principio, y por el resto de aldeanos después. En mi intención no estaba llevar a cabo grandes gestas ni derrocar al emperador. Sólo pretendía hacer lo que creía justo por una vez en la vida, sin importar las normas, el Código o nadie que no fuese yo mismo. Aquel día luché siguiendo el dictado mi corazón. Había renunciado a mi vida y por tanto no me importaba vivir o morir. Mis actos eran del todo desinteresados.<br />“¿Y sabes qué? Eso me liberó. Ese día no fui consciente de ello, pero renací de un modo que jamás me hubiese atrevido a soñar. Creo que por eso logré alcanzar finalmente el Omni. Necesitaba, en lo más profundo de mi alma, luchar por una causa justa. No ya a ojos de mi emperador o del ejército. Aquel día luché siguiendo los dictados de mi conciencia, y jamás me arrepentiré de ello —Zando sonrió antes de añadir—. ¿Que si tengo miedo dices? Estos últimos meses han sido la etapa más plena de mi vida. Quiero vivir en paz, y no pienso desperdiciar ni un solo instante en tener miedo. He llegado a apreciar mi vida aquí, junto a Vera. Aprecio también a los aldeanos, gentes nobles y sencillas, y he llegado a amar este lugar. No deseo librar un solo combate más en toda mi vida. Pero mientras el Imperio no ceda, seguiré luchando por lo que creo. ¿Contesta eso a tu pregunta? Es hora de ir a comer.<br />Dolmur asintió en silencio.<br /></span></div></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-3380187739880497962011-04-03T23:27:00.001+02:002011-04-08T19:00:19.877+02:00CAPÍTULO XVIII: EL ERROR DE GOLO<div style="text-align: justify;"><div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XVIII<br />EL ERROR DE GOLO<br /><br /><br />Golo se asomó impaciente por la ventanilla del carruaje. Se sentía mareado después de un mes de viaje a través del Imperio. El constante cimbreo de la calesa le revolvía las entrañas. El carruaje imperial, diseñado para transitar por las niveladas avenidas de Ciudad Eje, oscilaba y crujía ante las inclemencias del camino, surcado de agujeros y piedras. Los abundantes baches hacían que la galera traquetease sin descanso. Pese a la mullida tapicería de los asientos, cada nuevo socavón hacía que Golo sintiera el armazón de madera incrustado en el trasero.<br />Pero los accidentes del camino no eran su única molestia; un murmullo incesante, procedente del exterior, lo atormentaba hora tras hora. La expedición oficial, lejos de viajar en solitario, constituía la cabeza de una larga comitiva. Un mar de curiosos se dirigían en ordenada peregrinación hacía el mismo destino: Roca Veteada. A Golo le hubiese gustado viajar sin la molesta compañía de su pueblo, pero llegados a este punto, aquello resultaba imposible incluso para un hombre de su posición.<br />Angustiado, el emperador deseó una vez más que todo aquello no fuera más que una pesadilla cruel de la que no conseguía despertar. Su tranquila vida en la Torre Imperial se había visto interrumpida súbitamente hacía cuatro meses, tiempo en el que los acontecimientos se habían sucedido a una velocidad vertiginosa, escapando del todo a su control. Recordaba nítidamente el día en que su consejero había irrumpido en su alcoba con el rostro demudado...<br /><span class="fullpost"><br />Mandir, con el semblante mortalmente pálido, le tendió el pergamino a Golo. Se trataba de un cartel en el que figuraba una proclama tan absurda como pretenciosa: un hombre había desafiado al Imperio. Tranquilizando a su consejero con suficiencia, tomó la proclama y procedió a leerla, divertido. Mas su risa se tornó grito ahogado cuando Golo leyó el nombre del desafiante: Zando.<br />—¡Es imposible! —exclamó Golo.<br />El emperador lo daba por muerto desde hacía meses. ¿Cómo era posible que hubiese logrado sobrevivir a una cuadrilla de asesinos dispuestos a matarlo? Y aún en el improbable caso de que lo hubiese logrado, el capitán Terk tenía órdenes precisas de arrestarlo y ajusticiarlo sin hacer preguntas.<br />Aunque, bien pensado, él mismo comenzaba a preguntarse cómo era posible que ni uno solo de aquellos rufianes hubiese vuelto, dispuesto a cobrar la cuantiosa recompensa ofrecida por la cabeza de Zando. En las últimas noticias recibidas meses atrás, el capitán Terk había respondido a su requerimiento comunicándole que el sargento nunca se presentó en el acuartelamiento. En el peor de los casos, Golo había supuesto que Zando quizá hubiese escapado. ¿Cómo era posible que reapareciera ahora con una pretensión tan ridícula?<br />Sentándose en su lujoso sillón de alcoba, Golo leyó el resto de la proclama. Conforme leía, las piezas fueron encajando en su mente una a una hasta completar el puzle. Por lo visto, Zando nunca hizo escala en el acuartelamiento, sino que continuó viaje hasta Roca Veteada. La proclama no mencionaba si había llegado solo, o en compañía de sus hombres. Una vez allí, en lugar de cumplir su misión y recaudar los impuestos, se había embarcado en la tarea de reconstrucción de la maldita aldea durante meses. Así pues, mientras el resto del mundo lo daba por muerto, él se dedicaba a ofrecer caridad a los aldeanos, ganándose su confianza. Meses más tarde, cuando la partida del capitán Terk llegó hasta el lugar dispuesta a hacer cumplir la ley, se encontraron con Zando, quien lejos de dejarse capturar, se había revelado retando al mismísimo Imperio. La situación, ya de por sí surrealista, empeoró cuando Terk aceptó el reto.<br />Golo sintió deseos de matar al capitán.<br />Según la proclama, el maldito renegado había recurrido a un antiguo Código de Honor del ejército para justificar su alocada empresa, alegando una serie de injusticias perpetradas hacia los habitantes de Roca Veteada.<br />Y por algún desconocido motivo, el capitán Terk había aceptado el duelo. ¿Qué lo habría empujado a acceder a semejante despropósito?<br />Golo retorció con furia el pliego. No cabía duda, Zando había descubierto su codiciado secreto y ahora se disponía a robarle lo que le correspondía. La rectitud y el honor que había supuesto en aquel condenado militar no eran más que una cáscara vacía bajo la cual sólo había una codicia desenfrenada.<br />Pero no se saldría con la suya. Golo no lo dejaría seguir con todo aquel asunto del duelo. Él era el emperador y, por tanto, la ley. Enviaría a sus tropas y acabaría con toda aquella farsa. Todo aquello no debía ser tomado más en serio que la ocurrencia de cualquier loco. Se había dejado llevar por el pánico. Todo se solucionaría muy pronto.<br />En ese momento, Mandir, su consejero, tomó la palabra.<br />—Debéis acudir de inmediato al Senado, mi emperador —informó temeroso—. Los senadores os esperan desde primera hora de la mañana. Ha sido convocada una sesión extraordinaria.<br />—¿Extraordinaria? ¿Y qué motivo argumentan esos condenados políticos? ¡Habla!<br />—El motivo es el pliego que os he traído. Toda la ciudad conoce la noticia. No hay rincón en Ciudad Eje que no esté al tanto. Los senadores se han visto obligados a plantearse la viabilidad del duelo —respondió Mandir sudando copiosamente. Temía las airadas reacciones de Golo cuando era importunado.<br />—¿Qué el Senado se plantea qué? —Golo se levantó de un salto de su sillón, haciendo retroceder al consejero—. Está bien, acabemos con todo esto cuanto antes —gruñó Golo—. Si el Senado reclama la atención de su emperador, es lo que tendrán. Supongo que no tardaremos mucho en desestimar semejante disparate. <br /><br />Media hora más tarde, el taconeo presuroso de Golo resonaba en los largos corredores de mármol del Senado. Una galería de estatuas, representando a antiguos senadores, escoltaba su nervioso caminar mirándolo con pétrea severidad. El emperador siempre se sentía nervioso al recorrer los inacabables pasillos que conducían a la Cámara; todos aquellos rostros esculpidos en piedra le resultaban aterradores, y la muda presencia de su férrea escolta no mitigaba un ápice su aprensión. Furioso consigo mismo por dejarse distraer con miedos irracionales, decidió centrar su atención en la cuestión que lo había conducido hasta allí.<br />Se preguntó cómo era posible que una noticia de esa índole se hubiera propagado con tal celeridad. En el recorrido, desde la Torre Imperial hasta la cámara del Senado, no había una sola calle sin uno de esos condenados panfletos pegado en las fachadas. Incluso había presenciado cómo algunos agitadores osaban vitorear a Zando en plena calle, proclamándolo como el heredero de Féldaslon.<br />Y todo aquello, de la noche a la mañana.<br /> Probablemente, esos agitadores eran la causa de que el Senado mostrase interés por un asunto a todas luces ridículo. Cualquier cuestión que implicase al populacho, era objeto de atención por parte de esos condenados burócratas. A Golo, pues, no le extrañó la rápida intervención del Senado en aquella descabellada cuestión. Después de todo, cualquier ocasión era buena para inmiscuirse en una decisión que únicamente le competía a él como líder del Imperio Húrgico.<br />Al fondo del pasillo sonaban los ecos de un acalorado debate. Apresurando el paso, Golo giró una esquina y encaró la puerta entreabierta que franqueaba el paso a la Cámara. Los guardias que custodiaban la entrada se inclinaron sumisos al verlo llegar acompañado por su guardia de élite, que aguardó fuera mientras Golo cruzaba el umbral.<br />Los senadores, enfrascados en un feroz debate, apenas repararon en él, que ocupó su asiento en el centro de la cámara, un incómodo escaño de piedra situado bajo un relieve que representaba a Hurgia, donde cada uno de los reinos estaba tallado sobre un material distinto, formando así un colorido mosaico que contrastaba con la austeridad dominante en el edificio. Frente a él, y situados en orden ascendente, los senadores abarrotaban las gradas. Distribuidos en grupos de siete llamados éclades, estaban ordenados en plataformas semicirculares. Dichas éclades, según su importancia y competencia, estaban organizadas desde el nivel inferior, hasta las claraboyas ovaladas que iluminaban el hemiciclo con haces de luz ambarina. No bien se hubo sentado, un escriba lo puso al corriente del estado del debate.<br /> Tal y como sospechaba, el objeto de la acalorada discusión no era otro que decidir si tener en consideración la demanda del duelo.<br />En nombre de Hur y los Siete Altísimos, ¿es que habían perdido el juicio?<br />Contra todo pronóstico, la cámara estaba dividida, y un número de éclades asombrosamente alto defendían la legitimidad del duelo. En ese momento, Melíades, un senador de temperamento vivo e ideas liberales, tenía la palabra.<br />—La negativa nos dejaría en evidencia —decía—. Estoy de acuerdo con el senador Brodim en este punto. La ley está anticuada, pero aun así, continúa en vigor. Nos guste o no, nuestro deber como dirigentes es obedecerla. El descontento con la situación actual es el resultado de la perpetuación de tradiciones obsoletas. Todos los aquí presentes conocen mi parecer en este sentido; no estoy de acuerdo con muchas de las normas que rigen el Imperio, pero no me quedaré cruzado de brazos mientras otros senadores tratan de ignorar la Ley.<br />—¿Insinuáis, mi buen Melíades, que hacerle caso a un loco es un buen modo de dar ejemplo? —le contestó Seldes, un senador conocido por su acomodamiento a las normas establecidas—. Todo el mundo conoce mi modo de pensar. Nunca he estado a favor de los cambios en nuestro sistema. Sin embargo, y pese a lo que pueda parecer, en esta ocasión debemos ignorar la Ley. No olvidemos que Zando perdió el juicio ante todos nosotros el día del Fundador. Si nos rebajamos a aceptar las exigencias de un loco, perderemos el respeto del pueblo.<br />—Por si no os habéis percatado —respondió Melíades con sorna—, el pueblo ha organizado un movimiento sin precedentes en favor del duelo. No se trata sólo de Zando.<br />Golo, indignado con el cariz que tomaban las deliberaciones, se irguió levantando el brazo. Inmediatamente, los senadores se volvieron hacia él. El emperador tenía la potestad de intervenir cuando lo creyese oportuno. Como era su costumbre, no intervino hasta que se hizo un silencio sepulcral.<br />—Me alegra que mencionéis la locura de Zando —expuso—. Si no me falla la memoria, fuisteis vosotros los que ignorasteis la Ley y perdonasteis su vida. Irónicamente, ahora vuestras faltas vuelven para atormentarnos. De haber actuado como os ordené, ahora no nos encontraríamos en este brete.<br />—A decir verdad —contestó Brodim tomando la palabra—, nosotros nos mostramos inclinados a retirar a Zando y exiliarlo a alguna lejana costa. Fuisteis vos quien se empeñó en degradarlo a sargento y enviarlo a Roca Veteada.<br />Un murmullo de risas reverberó en la cámara. Golo, con los puños apretados, fulminó con la mirada al senador. Brodim, lejos de intimidarse, prosiguió su discurso.<br />—Llevamos varias horas deliberando esta cuestión y continúa la disparidad de opiniones —explicó ignorando a Golo y dirigiendo la mirada alrededor, hacia la concurrencia—. Sin embargo, creo que hemos errado el enfoque. No se trata de si es ridículo o no, de si Zando está loco o no. Ni siquiera se trata de si tiene razón o no. Cuando nos levantamos esta mañana, todos nos sorprendimos ante la noticia del duelo. La comidilla en todos los rincones de la capital era la misma: ¿Aceptaría Golo el reto y acataría la Ley como uno más, o por el contrario arrestaría a Zando e ignoraría sus propias leyes? Desconozco quién está detrás de semejante aparato logístico —mintió. Él mismo había aportado una cuantiosa suma para respaldar la propaganda—. No sé cómo ha obtenido Zando la ayuda necesaria para poner en conocimiento público sus pretensiones. Lo que sí sé, es que si Golo no acepta el duelo, él, y por extensión el Senado, nos convertiremos en el hazmerreír de los ciudadanos.<br />—Pero ¿y si Zando gana? —preguntó una voz.<br />—Justamente de eso se trata —respondió Brodim. Ahora era el momento de echar el anzuelo—. Hemos centrado nuestra discusión en la aceptación del duelo, pero ¿se ha planteado alguien realmente qué pasaría si aceptamos?<br />Un tenso silencio llenó la estancia.<br />—Yo os responderé —prosiguió Brodim—: absolutamente nada. Pensemos con lógica; Zando tiene cincuenta y dos años. ¿De verdad cree alguien en esta cámara que logrará vencer a todos los representantes del Imperio? La posibilidad es tan ridícula como imposible. Lo único que pasará si aceptamos el duelo es, que a ojos del pueblo, habremos actuado como ellos esperan. ¡Y nos habremos ganado su respeto! Una vez que Zando haya perdido, aboliremos la ley que le ha permitido retarnos y podremos olvidar esta incómoda cuestión de una vez por todas.<br />Un coro de asentimientos se dejó oír tras su explicación.<br />—Si por el contrario nos negamos, estaremos dando pie a todo tipo de especulaciones. Eso, sin contar con el riesgo de convertir a Zando en un mártir —apuntilló Brodim. Trataba de mostrarse despreocupado. Necesitaba hacerles creer que no pensaba realmente que Zando pudiese ganar.<br />Golo, sin embargo, no estaba tan convencido. Si bien la explicación de Brodim casi lo había hecho cambiar de parecer, aún no las tenía todas consigo. Algo le decía que tras Zando había mucho más de lo que parecía. Él era el único que conocía las pruebas a las que éste se había enfrentado en su viaje. Aquel condenado hombre había sobrevivido rodeado de asesinos dispuestos a matarlo. Además, no creía que un loco pudiera haber organizado de la noche a la mañana semejante movilización popular. No, Zando debía conocer la verdad tras su misión. De algún modo, escondía un as bajo la manga. Golo no consentiría que se saliese con la suya. El Senado únicamente podría obligarlo a aceptar el duelo si había unanimidad entre ellos y, pese a la inspirada intervención de Brodim, aún podía ver algunos senadores en desacuerdo.<br />Golo se levantó para intervenir nuevamente cuando un súbito clamor lo hizo mirar hacia las ventanas superiores. Algunos senadores se levantaron curiosos y se dirigieron al amplio balcón que daba al foro situado frente al Senado. Una multitud enfervorecida jaleaba el nombre de Zando, gritando consignas en su favor. Al ver a la muchedumbre, los senadores quedaron impresionados.<br />—¿Veis lo que os decía? —inquirió Brodim—. Justicia para Zando… Oportunidad para el Héroe… ¿Veis que pasará si no les concedemos lo que piden?<br />Uno tras otro, los senadores se asomaron al balcón para ver con sus propios ojos a la multitud. Brodim, complacido, buscó a su cómplice entre la masa hasta que sus cansados ojos encontraron a Dolmur, que lo saludaba agitando un brazo entre los manifestantes. Brodim le hizo un gesto afirmativo con la mano. Tras la demostración popular, no tenía dudas sobre el resultado de la votación. Después de todo, los senadores no eran más que políticos.<br />Golo, por su parte, maldijo entre dientes mientras se revolvía en su incómodo sillón. No necesitaba ver a la multitud para saber que había perdido otra batalla más contra el Senado. Resignado, decidió votar a favor del duelo. Le concedería al pueblo sus deseos y se atribuiría el tanto. Pronto remitiría aquella fiebre pasajera y todo volvería a su cauce. La voluntad de la masa era algo voluble y cambiante. Todos olvidarían a Zando y su loca causa. Sí, en cuanto sus soldados acabasen con aquel presuntuoso vejestorio, todo volvería a ir bien. No había motivos de preocupación…<br /><br />Ahora, en el presente, sentado en la incómoda calesa camino hacia Roca Veteada, Golo era consciente de cuan equivocado estaba. De algún modo, Zando había ganado los combates, uno tras otro. Pese a sus esfuerzos por enviar contrincantes de reputada habilidad en las artes de la guerra, Zando se imponía duelo tras duelo. En ocasiones, Golo había mandado llamar a hombres de habilidad legendaria, nombrándolos con el rango adecuado para disputar los combates, pero todo había sido inútil. Parapetado en aquel lejano rincón del Imperio, el rebelde había impuesto su ley a golpe de espada.<br />Y para agravar aún más la situación, la ciudadanía era informada de inmediato. Al igual que la noticia del duelo, los resultados de los combates eran inmediatamente distribuidos por todos los rincones del Imperio. A estas alturas, probablemente nadie ignorase la demanda de Zando y el ridículo del ejército imperial. Todos se mostraban ávidos por conocer hasta el más mínimo detalle sobre aquel hombre capaz de retar al emperador. Ante los atónitos ojos de Golo, su antiguo general había ascendido a la categoría de leyenda viva. Zando era considerado un héroe, y los héroes eran intocables.<br />Como el hombre desesperado en que se había convertido, Golo había tomado medidas desesperadas. Además de tomar parte activa en la elección de los oponentes, alterando el orden de mando normal, había creado nuevos rangos para alargar el número de combates y obtener así garantías de éxito.<br />Todo en vano.<br />Los rumores hablaban de un hombre sobrehumano, de un héroe salido de las leyendas, incluso de la reencarnación del legendario Féldaslon.<br />Y claro está, si Zando era el héroe, el papel de villano le correspondió a él, cabeza visible del Imperio. De este modo, los vítores fueron sustituidos por abucheos en sus intervenciones públicas. El soberano sufría por primera vez en su mandato el sinsabor del desprecio popular. De la noche a la mañana, un clamor abogaba por su derrota. Y para empeorar aún más la situación, sus desesperados intentos por amañar los combates habían trascendido, llegando a oídos de todo el mundo.<br />Todo apuntaba hacia una red de informadores que tenían un espía en las más altas esferas del gobierno. Lo que antes hubiera resultado impensable, se había vuelto una práctica común: los súbditos osaban mostrar su desprecio sin temor a represalias. Allá por donde fuera, las cabezas se volvían y los murmullos aumentaban. Golo se había sumido en un estado de ansiedad que lo hacía padecer una crisis nerviosa.<br />Finalmente, el mayor temor de Golo había tomado forma. Zando, pese a sus enconados esfuerzos, había logrado llegar con su gesta hasta la cúpula militar, estando a tan sólo cinco combates de lograr su objetivo.<br />La proximidad de la más que posible victoria de Zando había animado a gentes de todos los rincones de Hurgia a partir rumbo a Roca Veteada en grandes oleadas. Todo el mundo deseaba presenciar aquellos combates extraordinarios. Incluso el gobierno en pleno se había visto obligado a viajar hasta la aldea para ser testigos del desenlace de los duelos. Les gustase o no, la posibilidad de perder se había convertido en una inquietante realidad. Resignado, Golo había partido junto a los senadores en dirección a Roca Veteada.<br />Si bien el emperador conocía la gravedad de la situación, no fue hasta que hubo partido, que tomó conciencia de la magnitud del fenómeno. Cientos de personas abarrotaban los caminos rumbo a la aldea. Nadie quería perderse el acontecimiento más importante de la historia reciente del Imperio.<br />Y un mes después, allí estaba Golo, preguntándose cómo había podido dejar que todo aquel asunto lo superase de aquel modo. Un golpe seco en la puerta de su calesa lo sacó de sus cavilaciones. Descorrió la cortina y no pudo evitar sobresaltarse al ver el rostro de Tolter, su nuevo consejero. Antes de partir, y desesperado ante el curso de los duelos, Golo había cesado a Mandir, su sumiso chambelán, sustituyéndolo por un hombre más capacitado para resolver su actual problema.<br />—Parecéis preocupado, mi emperador —señaló con el rostro inexpresivo.<br />—No, no, es sólo este maldito viaje —mintió Golo.<br />Su consejero asintió en silencio, devolviéndole la mirada sin pestañear. Sus ojos parecían taladrarlo.<br />Tolter era un hombre adusto, de pocas palabras. En realidad, se trataba de un reputado maestro asesino ygartiano. Golo había tenido que pagar una cifra astronómica por sus servicios. Se decía de él que era infalible en su oficio.<br />—¿Cuándo vamos a llegar a ese condenado lugar? —inquirió Golo rompiendo el silencio.<br />—Está previsto que lleguemos en breve. No puede faltar mucho, a lo sumo para el mediodía —respondió Tolter. Tenía toda la cara surcada de tatuajes que contribuían a darle un aspecto terrible a sus morenas facciones.<br />—Perfecto, estoy harto de este viaje interminable. ¿Qué deseáis? ¿Han dado frutos vuestras pesquisas? —el rostro de Golo se iluminó de expectación.<br />—Así es. Venía a comunicaros que todo está en orden. Nuestra última gestión ha dado sus frutos.<br />Golo sonrió nerviosamente con la buena nueva, aunque pronto ensombreció su expresión.<br />—¿Estáis seguro? ¿Realmente podemos tener toda la certeza? Dicen que esos hombres, o lo que sean, son insobornables. ¿Cómo lo habéis logrado?<br />—Un maestro asesino nunca revela sus secretos —la mirada de Tolter no dejaba lugar a dudas. Por muy emperador que fuera Golo, jamás respondería a esa pregunta.<br />—Está bien, no insistiré. Me juego mucho en todo esto. Si me falláis… —no hacía falta explicar nada más. Ambos hombres sabían lo que estaba en juego.<br />—Os lo repetiré una vez más: podéis estar tranquilo. Pase lo que pase, Zando no sobrevivirá.<br />—Está bien, podéis iros —Golo cerró la cortinilla en la cara de su esbirro. Después, se recostó cómodamente almohadillando unos cojines.<br />Por primera vez desde hacía días, se relajó sin preocupaciones.<br /></span></div></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-23917145842180988602011-04-01T21:06:00.000+02:002011-04-01T21:08:07.568+02:00CAPÍTULO XVII: EL RETO<div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XVII<br />EL RETO<br /><br /><br />Terk releyó una vez más la carta con el sello imperial. La había conservado como si de un preciado tesoro se tratase. Un mensajero exhausto, procedente de la capital, se la había entregado en mano hacía ya más de cuatro meses. En la misiva, firmada por el mismísimo emperador, se le ordenaba encargase personalmente de arrestar y ejecutar a un sargento traidor llamado Zando. No debía hacer preguntas ni escuchar al convicto. Éste podría presentarse en su acuartelamiento acompañado por algunos criminales de la peor calaña, con la intención de continuar viaje hasta la remota aldea de Roca Veteada. La supuesta misión del malhechor consistiría en cobrarles los impuestos a un grupo de morosos que habían incumplido el pago de sus tributos. La orden imperial hacía hincapié en obedecer sin hacer preguntas y encargarse personalmente de todo, sin delegar en otros mandos. Se le prometía, asimismo, una fulgurante y exitosa carrera en el ejército si llevaba a buen puerto la misión, así como un nuevo destino en la capital, aunque únicamente si capturaba al renegado.<br /> Terk había esperado en vano la llegada de Zando, anhelando la oportunidad de escapar de aquel territorio perdido y olvidado, pero el taimado sargento nunca llegó a presentarse ante él.<br />Hasta ahora. <br /><span class="fullpost"><br />Sin embargo, no era ésta la primera carta recibida con órdenes que se salían de lo habitual. En los últimos años, había recibido otras de talante similar. En ellas se le ordenaba acechar a los aldeanos de la aldea cercana y asaltarlos en la época de mercado. Debía prestar especial cuidado en no ser relacionado en modo alguno con el ejército imperial. Así, Terk, acompañado por una partida de hombres de confianza, había robado sistemáticamente las mercancías procedentes de la aldea, disfrazados convenientemente como salteadores de caminos. Ignoraba el motivo de tales escaramuzas, pero el capitán no era hombre al que le gustase cuestionar las órdenes. En las misivas imperiales se le insinuaba una futura recompensa en cada ocasión, aunque no había sido hasta este último despacho cuando se habían materializado dichas promesas.<br />La esperanza de Terk se había ido tornando en decepción con el devenir de los días, las semanas y finalmente los meses. Por más que había esperado, Zando no había aparecido. La oportunidad de su vida se había escapado de sus manos irremisiblemente. O eso creyó entonces.<br />Finalmente, perdida toda esperanza de obtener un ascenso fácil con la captura de ese misterioso hombre, había llegado hasta él un nuevo mensajero. Las nuevas órdenes lo conminaban a dirigirse a Roca Veteada con un batallón compuesto por sus mejores hombres. Una vez allí, detener y desterrar a todo aquel que no pudiera hacer frente a su deuda. En el caso de que algún aldeano pudiese pagar, debía encontrar el modo de arrebatarle su propiedad por los medios que estimase necesarios. Esta vez no se le prometía ningún tipo de ascenso o privilegio. Únicamente se le exhortaba a cumplir la misión en el menor tiempo posible.<br />La sorpresa del capitán Terk fue mayúscula al encontrar al renegado Zando viviendo entre los aldeanos. El destino le brindaba una oportunidad inmejorable, después de todo. No es de extrañar, por tanto, que Terk pasase el último día viviendo en una nube, imaginando las puertas que se abrían ante él.<br />Tal vez por eso, las últimas veinticuatro horas se le habían antojado eternas, sufriendo interminables audiencias con los aldeanos. Todos esgrimían los mismos argumentos insípidos: habían sido asaltados los últimos años, la aldea estaba destrozada por las lluvias, las escasas cosechas se habían perdido por culpa de los bandidos… Poco podían imaginar que tenían ante ellos al culpable de los asaltos. Zando, por su parte, había aportado su grano de arena en todo aquel asunto. Según había sido informado hasta la saciedad por cada aldeano, el sargento había organizado un plan de reconstrucción en Roca Veteada, transformando un lugar ruinoso en una villa de aspecto impecable. Desconocía qué podía haber motivado a Zando a acometer semejante empresa, pero se alegraba enormemente del feliz hallazgo. Sin saberlo, le había ofrecido en bandeja de plata la excusa que necesitaba para ignorar las quejas de los lugareños; nadie en su sano juicio creería que estaban en la ruina viendo el aspecto de sus propiedades.<br />Así pues, la fortuna le sonreía como nunca lo había hecho hasta entonces. Terk no cabía en sí de gozo.<br />Desgraciadamente, su suerte parecía haber cambiado de nuevo.<br /> Inexplicablemente, Zando había escapado. Algún aldeano miserable y traidor había hecho lo impensable: lo había liberado. Terk creyó morir de furia al ver con sus ojos el mástil del ajusticiado desocupado, con las ataduras en el suelo. El maldito traidor había huido amparado por la oscuridad. Su sumisión y sometimiento no habían sido más que una farsa.<br />Pero aún no había ganado. Sólo existía una ruta para salir de allí y sus hombres bloqueaban la salida. El murallón rocoso y el letal Bosque Oscuro impedían escapar por cualquier otro lugar. Terk se juró que lo encontraría aunque tuviera que remover hasta la última piedra de aquel maldito valle.<br /> Con un suspiro de frustración, guardó la carta en su chaqueta y se dispuso a continuar con la tarea del desalojo y registro de cada propiedad. Ni uno sólo de los aldeanos había cumplido con el pago. Al menos, esa parte de su plan seguía según lo previsto. Todos serían expulsados.<br /> A desgana, se levantó de su silla plegable y apuró la copa de vino. Tras asegurarse de que el uniforme lucía como era debido, apartó la roída puerta de lona de su tienda de campaña y salió al exterior. No hubo de andar mucho antes de quedar mudo de la impresión.<br /> El destino, voluble, daba un nuevo giro a la historia.<br />Al fondo de la calle, cuatro individuos se recortaban en la distancia. Terk reconoció a dos de sus soldados maniatados y custodiados por otras dos figuras. Al mirar detenidamente a uno de los desconocidos quiso gritar de felicidad. ¡Era Zando! Él y una de las aldeanas habían logrado sorprender de algún modo a sus hombres. Pero, increíblemente, en lugar de tratar de escabullirse, se presentaban ante sus soldados sin tapujos. Bien pensado, él hubiese hecho lo mismo. Dado que sus hombres impedían la única salida viable, la única solución para escapar era tratar de llegar a un acuerdo, tal y como evidenciaban los rehenes. Pero Terk no acababa de verlo claro. ¿Por qué hacer acto de presencia ahora, después de haber escapado la noche anterior? Por otra parte, si ese tal Zando era hombre de armas, debería saber que el Imperio nunca trata con criminales. ¿Qué pretendería?<br />Terk desechó la idea con un leve cabeceo. Sus intenciones no importaban, ahora no podría escapar. Era suyo y esta vez nada podría impedirle cumplir con sus órdenes.<br />Las cuatro figuras se detuvieron a una distancia prudencial. Terk organizó a sus hombres de inmediato, ordenándoles rodear al fugitivo. No obstante, antes de que éstos cumplieran su orden, Zando comenzó a avanzar hacia él con uno de sus soldados como escudo. Había dejado sola a la mujer, que ahora custodiaba en soledad al otro prisionero. ¿Es que el comportamiento de aquel maldito hombre no se adaptaba nunca a un patrón lógico? Terk decidió escuchar sus demandas. Después de todo, ¿qué podía perder?<br />El sargento se aproximó lentamente, mirando alrededor y sopesando la situación con calma. Los rasgos de culpabilidad y sumisión que lo habían empujado a entregarse sin oponer resistencia habían desaparecido. Ahora, sus ojos mostraban una determinación férrea.<br />—¡Rodeadlo, pero no os acerquéis! —ordenó Terk—. Escuchemos lo que tiene que decir —sin duda, esa medida lo congratularía con sus hombres, que miraban preocupados a su compañero amordazado. <br />Zando se detuvo a un par de metros.<br />—El rehén no te servirá de nada —afirmó Terk.<br />—Lo sé —respondió Zando con calma—. Sólo lo he usado para acercarme. He de hacer una declaración y quiero ser escuchado. Después lo liberaré.<br />—Entiendo —Terk sopesó la situación cuidadosamente. No tenía intención alguna de conceder nada al renegado, pero si se negaba a escuchar, probablemente matase a su hombre antes de poder capturarlo—. Está bien, puedes hablar —concedió.<br />—El Imperio no ha cumplido con su deber de proteger y velar por sus ciudadanos. Olvidó hace tiempo a los hombres y mujeres de Roca Veteada, ignorando sus penurias y negándose a ofrecer soluciones a sus problemas —el tono y la cadencia empleados eran serenos y pausados. Zando hablaba con voz firme y educada. Los aldeanos de la pequeña urbe, curiosos, comenzaban a arremolinarse en torno al cerco militar—. Mas la maquinaria burocrática, no ha olvidado enviar a un funcionario a cobrarles sus impuestos año tras año —dijo mirando a Terk a los ojos—. Eso ha terminado. El Imperio y su cabeza, el emperador Golo, han demostrado ser indignos. Por tanto, su ley no es aplicable en este territorio. Los ciudadanos de Roca Veteada, y yo, como su paladín, desafían al Imperio a un Duelo de Honor para dirimir sus diferencias.<br />Un murmullo recorrió la multitud, tanto civil como militar.<br />—¿Un Duelo de Honor? —Terk no daba crédito. Aquel pobre diablo había enloquecido. Después de años de servicio al ejército el hombre había perdido el juicio—. ¡Eres un soldado! —estalló—. ¿Cómo te crees con derecho a cuestionar las órdenes? ¡Tu deber es cumplirlas, no juzgarlas! Tendrás suerte si no te ensarto con mi espada ahora mismo. Libera al soldado y entrégate. Te prometo una ejecución rápida y sin dolor. <br />—Las reglas del ejército ya no me incumben. He abandonado. Estáis obligado a aceptar el duelo —el rostro de Zando no traslucía más que una fría autodeterminación.<br />—¿Obligado? —inquirió Terk furibundo—. ¿Cómo osas? No eres más que un traidor. Entregarás al rehén por las buenas o por las malas. En cualquier caso, no negociaré contigo.<br />—Veo que la ignorancia no es inconveniente para alcanzar el rango de capitán —dijo Zando con desdén.<br />—¿Qué? —Terk estaba rojo de ira.<br />Zando extrajo de uno de sus bolsillos el familiar libro con tapas de cuero.<br />—En mis tiempos nos daban uno de estos a todos los soldados el día que nos incorporábamos a filas —explicó—. El Mert´h indú o Código de Honor, guía de todo buen soldado. Está claro que vos no habéis leído el vuestro. Por lo visto, sois ignorante además de estúpido.<br />Al oír su comentario, alguien sonrió entre la multitud, lo que llevó a Terk al paroxismo de la cólera.<br />—¿El Mert´h indú? —preguntó Terk con los dientes apretados. El condenado libro era un regalo simbólico, entregado a los soldados a modo de guía de conducta. En realidad, nadie lo leía. Las normas en él detalladas databan de los tiempos de la fundación del Imperio—. Nadie lee ese maldito libro —afirmó tratando de contenerse.<br />—Deberíais. Contiene reglas que todo soldado imperial debe seguir a lo largo de su vida. De acuerdo con los dictados en él descritos, estoy en mi derecho de retar al Imperio si justifico mi demanda. Y vos —dijo dando un paso adelante—, estáis obligado a aceptar.<br />Terk no respondió. El capitán estaba abrumado por lo inesperado de la proposición. Zando arrojó el libro a uno de los soldados.<br />—Abre el libro por la página señalada —pidió—. Demuestra a tu capitán que no estoy mintiendo.<br />El soldado obedeció, no sin antes mirar de soslayo a Terk y esperar su conformidad, tras lo cual leyó apresuradamente el pasaje señalado. Después cerró el libro y manifestó:<br />—Es cierto. Con la ley en la mano, estamos obligados a aceptar el reto —admitió.<br />Al oírlo, Terk cambió poco a poco de expresión.<br />—A ver si lo he entendido —dijo recuperando la compostura—. ¿Tú desafías al Imperio? ¿Un hombre viejo y solo?<br />Terk, recuperada la compostura, comenzó a reír a carcajadas ante la atónita mirada de la multitud.<br />—¿Y si lo hago me entregarás al soldado y te rendirás? —Terk no podía dar crédito a lo que oía. El hombre estaba loco y lo único que debía hacer para someterlo era concederle un duelo en el que con toda seguridad perdería—. Está bien, nadie podrá decir que el capitán Terk no obedece el Código —dijo mirando a la multitud con gesto grandilocuente—. ¡El Imperio acepta el reto! ¡Roca Veteada tiene un paladín!<br /> Los soldados imperiales rieron la broma de su líder. Ninguno de ellos consideraba a Zando una amenaza. Los aldeanos, en cambio, miraban incrédulos a su autoproclamado protector. Temían lo que ocurriría después de su derrota. En todo caso, nadie lo creía capaz de vencer el duelo.<br /> —Procedamos pues —demandó Zando.<br />La multitud abrió el círculo y despejaron la calle, momento en que Zando liberó al rehén. El soldado corrió hacia sus compañeros, quienes le quitaron la mordaza. Inmediatamente, se sucedieron los murmullos entre las filas de los soldados. El plan de Zando dependía de la reacción de Terk cuando conociese la muerte de su hombre. Aún podía retractarse de su palabra, y entonces toda esperanza estaría perdida. Al sorprenderse pensando en esperanzas, sintió como si su intento de suicidio en la montaña hubiese ocurrido hacía una eternidad. En realidad, sólo había pasado una hora.<br />Tal y como esperaba, cuando el aterrorizado rehén terminó su breve resumen, uno de sus compañeros abordó al capitán y le informó apresuradamente. La expresión confiada de Terk se ensombreció un tanto.<br />—Me comunican mis hombres que has matado a uno de mis soldados —explicó.<br />—Así es. No quiso rendirse —Zando lo decía como si fuese una obviedad absoluta—. Su compañero fue más listo. ¿Comenzamos?<br />—Un momento… ¿Quién es entonces aquel hombre vestido de uniforme? —preguntó señalando hacia Vera.<br />—Me temo que para que mi plan funcionase, tuve que improvisar. Aquel de allí —dijo señalando al falso soldado—, es un amigo, y es el responsable de advertirme sobre vuestras intenciones de acabar con mi vida. Gracias a él, me desvié de la ruta y no caí en la trampa que me aguardaba en el Acuartelamiento del Bosque Oscuro. También fue quien me liberó anoche.<br />A una señal de Zando, Dolmur levantó el rostro y saludó haciendo una reverencia.<br />—Entiendo —Terk se sentía como un estúpido—. El soldado que acabas de liberar afirma que eres sobrehumano en el combate —dijo, cambiando de tema—. Más te vale que sea así. Cuando pierdas, esos dos —dijo señalando hacia Vera y Dolmur—, te seguirán en el patíbulo. ¡Cabo Loku! Preséntate de inmediato —ordenó.<br />Un soldado de aspecto fiero y confiado se acercó hasta ellos. Se trataba del bruto que había apaleado a Zando el día anterior.<br />—Dado que has desafiado al Imperio, es justo que te enfrentes con toda la cadena de mando y, puesto que ya te has enfrentado con éxito a un soldado raso, lo justo es que pelees contra el cabo Loku. ¿Estás de acuerdo con eso? —inquirió Terk, extrañamente solícito. En realidad, poco le importaban las reglas o la cadena de mando. Sólo deseaba que Zando aceptase combatir contra su mejor hombre.<br />—Es lo justo. Después me enfrentaré a un lord de infantería de tercer grado e iré subiendo en el escalafón militar hasta llegar al emperador.<br />Terk sonrió al oír la ocurrencia. Aquel pobre loco creía realmente que vencería el duelo. Peor aún, ¡todos los duelos! Aún no podía creer el golpe de suerte que había tenido.<br />—¡Sea pues! —concedió dando un golpe afectuoso a Loku en la espalda—. No juegues demasiado con él —advirtió en voz baja, aunque no lo suficiente como para que Zando no lo escuchase—, mátalo rápida y limpiamente.<br />—¡Sí señor! —gritó Loku cuadrándose.<br />Terk se retiró del área improvisada para el combate y se volvió hacia la multitud. Alzó un brazo enérgicamente y anunció:<br />—¡Que comience el combate!<br /><br />Los dos hombres se tantearon girando en círculos. Los soldados animaban con gritos de júbilo a su compañero, encantados con la diversión. Todos menos el compañero del soldado muerto. Éste miraba aterrorizado a Zando. La gente de Roca Veteada, en cambio, miraba cabizbaja y en silencio, preguntándose qué suerte correrían cuando el veterano militar perdiera.<br />Zando, centrada toda su atención en el duelo, era ajeno a tales cuestiones. No existía nada que no fuese su oponente. Lo miraba fijamente a los ojos, sin apartar la vista un solo instante. Si su parte analítica y racional hubiese estado activa en ese momento, quizás se habría preguntado cómo era posible que adivinase incluso la intención de amagar de su enemigo.<br />En lugar de eso, fluía en la lucha, acomodándose con gracia felina a las particularidades del devenir de guardias, posturas y amagos.<br />—Puedes optar por rendirte —le dijo al soldado—. Así lograrás sobrevivir —un giro a la derecha—, tu causa es indigna —un cambio en la guardia—, depón tu arma.<br />El ofrecimiento de Zando, pese a ser sincero, sólo logró enfurecer a Loku, que atacó como una furia con un tajo amplio y circular.<br />Al igual que en el duelo en la granja, Zando apenas tuvo que moverse lateralmente para apartarse de la trayectoria, mientras su espada desviaba el golpe lo justo para librarse. Loku, que creía imparable su estocada, lo miró sorprendido, pero la incredulidad pasó veloz y enseguida continuó su ataque. Pero esta vez Zando no estaba dispuesto a desperdiciar energías tanteando al enemigo. El recuerdo de su desvanecimiento aún estaba demasiado fresco en su memoria. Si volvía a padecer un instante de debilidad, estaría perdido. La segunda acometida consistió en un golpe horizontal. Loku giró sobre su eje para encarar a Zando. Éste giró de nuevo y paró el golpe en seco. Una de sus manos asía la empuñadura de su espada mientras la otra aferraba el arma por el filo, en el otro extremo. Ahora Zando se encontraba situado perpendicularmente a su enemigo. Con un rápido golpe, le pateó la espinilla y aprovechó la inestabilidad de éste para ejecutar un barrido y derribarlo. Loku calló pesadamente, gritando de dolor. Zando aprovecho la ocasión y le colocó el extremo de su espada en el cuello.<br />—Ríndete —exigió.<br />Los gritos de júbilo cesaron. Nadie osaba respirar entre las filas de los soldados. Los aldeanos, en cambio, habían cambiado su temeroso silencio por un incesante cuchicheo.<br />—¡Ríndete! —repitió. Un hilo de sangre comenzó a correr por la garganta de Loku.<br />El soldado miró a Terk con expresión de culpa antes de asentir con la cabeza.<br />—Me rindo —dijo entre dientes.<br />Zando asintió complacido y se volvió. Se dirigía hacia Vera cuando Terk se interpuso en su camino.<br />—El combate no ha terminado —dijo éste con expresión fiera.<br />—Mi oponente se ha rendido.<br />—¡No! El combate es a muerte. No acabará hasta que uno de los dos muera —Terk se volvió hacia su hombre y lo pateó—. ¡Levántate! Vas a pelear hasta tu última gota de sangre. ¿Me has oído?<br />—Capitán Terk, estoy herido, no puedo andar después del golpe. ¡Me matará! —imploró.<br />Terk desenfundó la espada y amenazó a Loku.<br />—El Imperio no tiene cobardes en sus filas. O te enfrentas a él o te mato yo mismo —el tono de voz de Terk no admitía concesiones.<br />Lentamente, el soldado se irguió; había perdido todo el valor. Al apoyar la pierna lesionada, gimió de dolor. Sus compañeros lo miraban en silencio, lanzando miradas de indignación a su capitán. Las risas y la algarabía habían dado paso a un frío mutismo. Un soldado trató en vano de animarlo, pero su tono de voz lo traicionó.<br />Zando intentó razonar una vez más.<br />—Puedes dejarlo estar. Únete a mi causa —ofreció, tendiéndole la mano.<br />—¿A la causa de un hombre contra el Imperio? Si me enfrento a ti, al menos tendré una oportunidad —respondió Loku con despecho.<br />Rindiéndose a la evidencia, Zando se encaró de nuevo y desenvainó.<br />—Sea pues. En guardia —dijo saludando.<br />Loku aprovechó el saludo ritual y atacó precipitándose hacia él. La única oportunidad que tenía era tratar de sorprender a su enemigo usando tácticas deshonestas. Zando apenas logró apartar el golpe mortal con una estocada, pero quedó desprotegido a un ataque con el puño. Loku lo golpeó en la boca del estómago, dejándolo sin aliento. Las espadas cayeron y la lucha se tornó en una pelea cuerpo a cuerpo. Ambos hombres rodaban por el suelo, pegándose y tratando de dar un golpe que dejase fuera de combate al otro. Aparentemente, Zando llevaba las de perder frente a Loku; el soldado imperial era más joven y mucho más corpulento que él.<br />Pero Zando poseía mucha más experiencia.<br />Con fingida torpeza, ofreció su cuello al enemigo y este picó el anzuelo. Loku lo asió fuertemente con sus manazas y comenzó a estrangularlo, sonriendo triunfalmente: recuperadas las esperanzas, creía cercana su victoria.<br />Zando, que esperaba el ataque, había llenado sus pulmones de aire. Ahora, su enemigo tenía las manos dónde y cómo él quería. Calculó que disponía de un minuto antes de comenzar a notar los síntomas de la falta de aire. En realidad, no necesitaba más que unos segundos. En una presa, el lugar más débil siempre son los dedos pulgares. Así pues, introdujo sus manos y retorció los pulgares de Loku. La tensión cedió al instante con un gemido de dolor. Inmediatamente, tomó el antebrazo del soldado y lo retorció con un rápido movimiento. En un momento, era Zando el que estaba a la espalda de Loku, luxándole el brazo. El dolor era tan intenso que el soldado no podía pensar; sólo gritaba y se retorcía. Con un movimiento certero, Zando aprovechó para asirle la mandíbula y la nuca. Después giró las manos con fuerza. Se oyó un chasquido y el soldado cesó sus movimientos con una rápida convulsión. Le había roto el cuello.<br />Lentamente, Zando se puso en pie. Terk lo miraba con los ojos desorbitados. Loku era, con diferencia, su mejor hombre, y había sido derrotado con suma facilidad. ¿Quién era este misterioso hombre? ¿Cómo demonios se había dejado convencer para aceptar aquella loca idea del duelo? Súbitamente tuvo un acceso de pánico. La idea de un ascenso rápido no lo seducía tanto como la idea de sobrevivir. Después de lo que acababa de presenciar, no le cabía la más mínima duda: si Zando combatía contra él, perdería sin remedio. Debía terminar con todo el asunto del duelo de inmediato.<br />—Está bien, se acabó la farsa —dijo alzando el tono de voz por encima del cuchicheo general. Su voz sonó dos tonos más aguda de lo que hubiese deseado—. ¡Prended a este demente de inmediato! —ordenó a sus hombres.<br />Ninguno obedeció. Todos lo miraban de hito en hito.<br />—¡Obedeced! —gritó—. ¡Es una orden!<br />Los soldados comenzaron a deliberar entre ellos, haciendo caso omiso. Al cabo de unos instantes, uno de los soldados se acercó hasta él.<br />—Habéis aceptado el reto. Todos lo oímos. No podéis echaros atrás —declaró.<br />Terk golpeó al soldado con el dorso de la mano. <br />—¡No toleraré que os rebeléis! ¡Obedeced de una condenada vez! —el pánico comenzaba a apoderarse del capitán.<br />—No os deben obediencia —intervino Zando—. Ya no.<br />—¿De qué demonios estás hablando? —inquirió Terk con los ojos muy abiertos.<br />—He ganado el duelo justamente. Loku ha muerto a causa de vuestra cobardía y vuestros hombres no os van a perdonar eso. Pueden desobedecer la orden sin temor a represalias —explicó Zando—. Todos han oído cómo os comprometíais con el duelo. Ya no está en vuestras manos dar marcha atrás. Ahora, los soldados bajo mando del cabo Loku han pasado a estar a mi servicio. Cada vez que venza en un duelo, los soldados de rango inferior que sirviesen al derrotado, pasarán a engrosar mis filas. <br />—¡No! No era más que un truco para liberar al rehén —explicó mirando a sus hombres. Mal que le pesase, su tono era apremiante, casi una súplica—. No le hagáis caso. Me debéis lealtad.<br />—Nuestro compañero Loku también os debía lealtad y lo dejasteis morir —respondió fríamente el soldado. Un coro de asentimientos sonó a sus espaldas.<br />—¡Os acusarán de traición! ¡Os colgarán a todos! —advirtió.<br />—De hecho, no —Zando volvió a tomar la palabra—. Su deber es hacer cumplir la ley militar y, en este caso, está muy claro que sois vos quien la estáis rompiendo con vuestra probada cobardía. A todos los efectos, y mientras duren los duelos, la responsabilidad es sólo mía. Vuestros soldados no pueden interponerse en el desarrollo del desafío.<br />Terk cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, comenzando a balbucir una y otra vez: «No es posible, no es posible…»<br />—¡Soldado! —llamó Zando.<br />Uno de los soldados acudió hasta su posición.<br />—Confío en que harás lo que es debido, pese a la reticencia de vuestro capitán, por hacer cumplir la ley —afirmó. <br />—Todos apreciábamos a Loku. Os garantizo que no nos interpondremos entre vos y vuestra disputa con el Imperio. <br />Aliviado por la respuesta, Zando se relajó al fin. Le dolía todo el cuerpo. Tenía la sensación de ir a desplomarse de un momento a otro. Comenzó a caminar hacia el fondo de la calle, donde Dolmur y Vera aún aguardaban, pero se vio asaltado por un grupo de aldeanos que le daban las gracias y lo vitoreaban como a un héroe.<br />Tras los consabidos agradecimientos, logró llegar hasta ellos. Dolmur mostraba su típica expresión risueña.<br />—Jamás os había visto tan Zando como ahora —dijo con la cara iluminada—. ¡Bienvenido!<br />Zando no entendió ni una palabra.<br /><br />El sol estaba en su cenit cuando entraron en la herrería de Crod. El alcalde, preocupado, había convocado una asamblea extraordinaria a raíz de los acontecimientos recientes. Zando, Dolmur y Vera se situaron en el centro de la forja, dispuestos a dar las explicaciones oportunas. Al menos media aldea estaba allí presente, copando el edificio, con todas las miradas fijas en ellos. El resto de aldeanos, que seguían llegando poco a poco, aguardaban fuera.<br />En el interior, el ambiente cargado debido al hacinamiento hacía correr gotas de sudor por los rostros de los reunidos. Zando recordó algunas de las negociaciones políticas que había llevado a cabo años atrás y pensó que las condiciones no eran ni de lejos las más propicias. Crod era un buen hombre, pero absolutamente impulsivo y pasional. ¿Cómo reaccionaría ante los sucesos recientes? Como si el herrero le hubiese leído el pensamiento, tomó la palabra.<br />—Vecinos y amigos —comenzó—, todos estaréis de acuerdo conmigo en que los acontecimientos nos han superado. Hemos pasado en un solo día de ser los orgullosos poseedores de un hogar y unas tierras, a perderlo absolutamente todo —un murmullo de asentimiento recorrió la estancia—. Yemulah el Justo sabe que cuando este hombre apareció en nuestras vidas, desconfié de él con todo mi corazón —dijo señalando a Zando—. Sin embargo, he de admitir que su intención resultó ser desinteresada, después de todo. Hemos sido testigos de cómo empleó su tiempo y conocimientos para sacarnos de la indolencia en la que habíamos caído. La aldea fue reconstruida gracias a su ayuda —la gente asintió nuevamente, sin reservas—. Pero las buenas intenciones no bastan. Este hombre actuó por su cuenta y riesgo, haciéndonos creer que el Imperio había escuchado nuestras súplicas —Crod señaló a Zando—. Por su culpa, la aldea se ha visto desbordada e indefensa frente a los soldados del Imperio. Nos han despojado de todo cuanto poseemos.<br />—¡Pero Zando ha dado la cara por nosotros! —protestó Mirco, un aldeano enjuto y habitualmente risueño.<br />—Es cierto, lo admito —concedió Crod—. Pero no es menos cierto que la aldea ha dado una falsa apariencia de prosperidad que nos ha perjudicado a la hora de justificar nuestra bancarrota. Asimismo, su fuga ha enfurecido al capitán Terk y, como consecuencia de su acción, los soldados han destrozado y saqueado nuestras propiedades. La aldea está en peor estado que nunca. Los soldados han incendiado y destrozado más de la mitad de las granjas —Crod guardó silencio mientras miraba a los presentes. Su expresión era severa y nadie osó llevarle la contraria—. Si este hombre no hubiese llegado nunca a Roca Veteada, quizá hubiésemos tenido alguna oportunidad de dialogar. Pero ahora es tarde. Nos hemos visto desalojados de nuestros hogares, hemos perdido las tierras y enseres. ¡Lo hemos perdido todo!<br /> Un tenso silencio se hizo en la herrería. Los ánimos, temporalmente animados por la victoria de Zando, se habían enfriado nuevamente. Crod, con su natural talante de líder, estaba llevando la conversación hacia donde le convenía.<br />Vera decidió intervenir.<br />—Tienes razón sólo a medias, Crod —dijo señalando con el dedo a los presentes—. ¿Creéis que los soldados no habrían venido si Zando jamás se hubiese presentado? Creo que estaríamos en la misma situación. Nos habrían echado a todos. Tanto da si habrían quemado o no las propiedades, no íbamos a estar aquí para disfrutarlas. Eso sí es un hecho —Vera miró a Crod con expresión fiera—. Mi hermana murió por defender los intereses de esta aldea. No os atreváis a insultarla rindiéndoos sin plantar cara.<br />—¿Como ha hecho Zando? —inquirió Crod sin amilanarse—. Se ha nombrado a sí mismo defensor de la aldea y ha desafiado al Imperio, nada menos. ¿De verdad creéis que tiene alguna posibilidad de vencer? ¿Qué ocurrirá cuando pierda? Yo os lo diré: tendremos a un emperador encolerizado con todos nosotros. Con suerte, si no nos matan para dar ejemplo, terminaremos nuestros días en alguna sucia prisión.<br />—En tal caso —afirmó Zando—, habréis vivido con dignidad. Podréis decir que nadie os doblegó, que hicisteis lo que creísteis justo en todo momento. Eso no os lo pueden quitar.<br />—Maese Zando habla con pasión —replicó Crod—, pero es muy optimista si cree que Golo aceptará el reto. Cuando todo esto llegue a oídos del emperador, seguramente hará colgar al capitán Terk por inepto después de arrestarnos a todos. Un emperador no tiene por qué aceptar el desafío que uno de sus capitanes ha hecho en su nombre. Se mire por donde se mire, no hay esperanzas.<br />—El que quiera irse está a tiempo —volvió a tomar la palabra Vera—. El reto de Zando no cambia eso. Cualquiera de vosotros podrá irse y no volver. Sólo corréis riesgo si os quedáis, si secundáis el desafío. Huir es salvarse perdiendo el orgullo. Quedarse es vivir con dignidad asumiendo el riesgo.<br />—Yo me quedaría si tuviera la certeza de que el duelo va a seguir adelante —dijo un aldeano—. Después de verlo pelear, confío en Zando, pero necesito saber que Golo aceptará el desafío. No me gustaría quedarme a esperar que vengan a arrestarme sin más —muchos de los allí presentes se mostraron de acuerdo.<br />—Creo que puedo aportar algo de luz a todo este asunto —intervino Dolmur—. ¿Queréis que Golo acepte el desafío? Dejadme eso a mí —afirmó.<br />—¿Cómo puedes tú cambiar nada, rapaz? —preguntó Crod.<br />—Zando y yo hemos hablado sobre ello. Él conoce los entresijos de la política en las altas esferas de Ciudad Eje. Sabe cómo convencer al Senado y yo… digamos que entiendo al pueblo llano —admitió sonriendo con desdén—. No es a Golo al que hay que convencer, es al pueblo. Dadme una semana en la capital y lograré que la ciudadanía exija al emperador aceptar el reto. No podrá negarse, os lo aseguro. <br />—Parece que lo tenéis todo planeado —admitió Crod—. Propongo someterlo a votación. Después de todo, Zando ha declarado un duelo en nuestro nombre. ¿Aceptáis secundarlo y hacerlo vuestro? —preguntó mirando a todos—. ¡Alzad las manos! ¡Expresad vuestra decisión!<br /> —Yo me arriesgo —se oyó una voz al fondo.<br />—¡Y yo! Estoy harto de vivir con el temor a perderlo todo —afirmó otra voz.<br />Poco a poco, las manos se fueron levantando. Crod miraba con el ceño fruncido, sin pronunciarse. Finalmente, la mayor parte de las manos estaban alzadas.<br />—Ya veo… —Crod se rascó la barba—. Somos un pueblo orgulloso, después de todo. Quiero dejar constancia que no estoy de acuerdo con la decisión… pero la acato —suspiró—. Bien, la suerte está echada —se dirigió a Zando y le tendió la mano—. Creo que hemos hecho un trato, soldado. Más te vale no fallarnos.<br />—Haré lo que esté en mi mano.<br />—Lo sé, aunque temo que no será suficiente.<br /><br />Zando despertó al amanecer. La tenue luz del alba se filtraba por las rendijas de la pequeña ventana de su aposento. Se sentía relajado y su respiración era serena. Por algún motivo que aún no alcanzaba a comprender, sintió que algo estaba fuera de lugar.<br /> Del exterior llegaban los sonidos del nuevo día; la naturaleza despertaba con el jolgorio propio del amanecer. Los gorriones, golondrinas y jilgueros piaban ruidosamente y el gallo dejaba oír su canto a intervalos regulares. La casa, por contra, estaba en silencio. Giró la cabeza y vio a Dolmur enroscado en una manta, a los pies de su cama. El joven trataba en vano de paliar los rigores del amanecer tapándose y tirando de la exangüe manta que lo cubría. A sus pies, el confortable cobertor de lana que Vera le había proporcionado para abrigarse, estaba liado y fuera de su alcance. Zando se levantó y cubrió al joven con la manta. Se sentía extrañamente sereno. Después se vistió con cuidado de no despertarlo y tomó su espada.<br />Bajó en silencio las escaleras y salió al exterior. El frío de la mañana entró de lleno en sus pulmones. Fue una sensación agradable, que lo llenó de vida. Una espesa niebla cubría el paisaje circundante, otorgando al ambiente un aura casi mágica.<br />Entonces supo qué tenía aquella mañana de especial.<br />Había dormido toda la noche un sueño placentero y profundo. ¡Sin una sola pesadilla!<br />Extrañado, Zando caminó pensando en ello. ¿Por qué extraña razón se había librado del tormento precisamente aquel día? Como hombre racional que era, supuso que los acontecimientos de la víspera ya habían sido bastante extraordinarios para él. Quizás, la parte de su ser que gobernaba sus pesadillas había decidido que, para un sólo día, ya eran demasiadas emociones.<br />Con todo, la serenidad que lo había acompañado en el despertar seguía con él. El cambio, por inesperado, resultaba más agradable aún si cabía. Tan sólo un día antes, al amanecer, estaba absolutamente decidido a morir. ¡Qué extraordinario contraste con el presente inmediato! ¿Cómo era posible semejante cambio de actitud? Después de renunciar a todo cuanto le era sagrado, Zando se sentía perturbadoramente bien. Pero no sólo era eso, además, se había enfrentado sin reservas al emperador y al Imperio.<br />—Debo de estar volviéndome loco —se dijo.<br />Si aquello era estar loco, no resultaba un destino tan cruel, después de todo.<br />Zando llegó hasta una era de piedra situada junto a los campos de cultivo que comprendían la propiedad de Vera. Estaba a la suficiente distancia como para no importunar el descanso de sus amigos. Desde el día anterior, deseaba averiguar algo. La víspera, tras los combates contra los soldados, había comenzado a vislumbrar una teoría. Sus sospechas eran demasiado descabelladas como para ser verdad, pero… ¿acaso cabía otra opción?<br />Se situó en el centro de la era y desenvainó su espada como había hecho tantas veces a lo largo de su vida. Comenzó la serie de ejercicios característicos en su entrenamiento y fue aumentando su intensidad paulatinamente. A veces, su espada trazaba amplios arcos a su alrededor, como una centella. Otras, en cambio, imprimía movimientos secos y rotundos contra un enemigo imaginario. Al cabo de un rato, la sensación de frío había dado paso al calor del esfuerzo. Sus músculos se contraían y relajaban mostrando una coordinación sólo al alcance de quien ha dedicado sus días al entrenamiento más veraz.<br />Al final de la agotadora sesión, se sentó de rodillas y enlazó las manos. Poco a poco, fue bajando el ritmo respiratorio, relajándose. Cerró los ojos y visualizó su centro de poder, una luz en el interior de su pecho que crecía hasta inundar todo su ser. La luz lo apaciguaba y sanaba. Le otorgaba una visión superior, un estado donde pensamiento y acción eran uno solo. Por último, imaginó como esa luz se fundía con él y desaparecía en su interior, lista para ser invocada en cualquier momento y situación. Zando imaginó una vez más un interruptor en la empuñadura de su espada. Por último, abrió los ojos y respiró profundamente antes de incorporarse.<br />—Un intento más —se dijo.<br />Por primera vez en su vida sentía que podía alcanzar el mítico Omni.<br />Se concentró pues, invocándolo, como había hecho infinidad de veces los últimos veinte años. La barrera que sentía en cada intento estaba ahí, podía percibirla.<br />Pero había algo nuevo. Sentía los escudos a punto de ceder, como si sólo necesitase alargar la mano para lograr el estado Omni. Zando asió la empuñadura de su espada y giró la muñeca.<br />Al instante, la luz lo inundó.<br />Su pulso se relajó y su atención se enfocó. El mundo que lo rodeaba comenzó a desdibujarse a su alrededor. Los sonidos externos se mitigaron mientras oía latir con fuerza su corazón y escuchaba cada respiración. Era consciente de todo cuanto lo rodeaba. Parecía como si toda su vida hubiese tenido un velo en los ojos que le impidiese ver nítidamente, como si hasta ese momento su visión de la realidad hubiera estado alterada, impidiéndole pensar con claridad. Como una centella, comenzó a repetir los ejercicios de esgrima. Lo que antes le pareciera una coreografía casi perfecta, ahora se le antojaban los pasos torpes y titubeantes de un niño. Su cuerpo reaccionaba con una rapidez, un ritmo y una perfección que resultaban sobrehumanos. Se sentía capaz de realizar cualquier proeza.<br />Cuando finalizó, sintió un profundo deseo de permanecer en aquel estado de gracia, pero no podía. Una parte de él le advertía: no debía abusar. Sin saber bien si aquello era un miedo infundado o no, se concentró para recuperar la normalidad. Al retomar su estado habitual de conciencia, sintió por primera vez la alegría y el orgullo de su logro. Deseaba correr y despertar a la aldea entera, gritarles la buena nueva. Zando se sentía exultante.<br />Y agotado.<br />Se dio cuenta entonces del desgaste físico que había supuesto para él aquella experiencia. Cada movimiento realizado en el estado de Omni había llevado al límite la capacidad de su cuerpo. Acababa de realizar una serie de entrenamientos durísimos dos veces seguidas y en ayunas. En un combate real, un guerrero diestro rara vez acomete en serio en más de dos ocasiones. En los ejercicios que acababa de realizar, había ejecutado una veintena de ataques con un alto nivel de dificultad. Para colmo, mientras estaba inmerso en la concentración ritual, apenas había sido consciente del esfuerzo o del dolor. Ahora, Zando sentía algunos músculos a punto de estallar.<br />—¡Bueno! —dijo a viva voz—. Todo tiene su lado negativo. Habrá que ser cuidadoso, eso es todo.<br />Zando caminó hacia la granja de nuevo, pensando que sería incapaz de aguantar un minuto más sin ingerir alimento. A su espalda, el sol terminó de despuntar.<br /><br />A media mañana, las reparaciones de la aldea marchaban a buen ritmo. Por segunda vez en un corto intervalo de tiempo, Roca Veteada era objeto de remodelación. El daño causado por los soldados bajo las órdenes del capitán Terk había sido numeroso. Casi la totalidad de estructuras de madera como establos, graneros y cercas habían sido quemados o derribados, y las construcciones de piedra y madera no habían corrido mejor suerte. Un total de cinco familias lo habían perdido todo y el resto apenas tenían donde guarecerse. Afortunadamente, la intervención de Zando les impidió seguir destruyendo el resto de la villa. De este modo, el núcleo principal de la aldea, así como las propiedades más alejadas se habían salvado. Los desahuciados enseguida encontraron la protección de los vecinos más afortunados. Vera se había comprometido a alojar a un par de familias.<br />Zando, una vez más, había tomado el control de la situación con la eficacia que lo caracterizaba. Todo el mundo parecía tener alguna pregunta o duda que referirle, y él trataba de imponer orden en el caos en que se había convertido la aldea. En esta ocasión, además, contaba con la colaboración de los soldados, obligados a cumplir sus órdenes mientras durasen los duelos. Si todo iba según lo previsto, y su brazo se mantenía firme en los combates, pronto tendría a cientos de milicianos bajo su mando.<br />Las obras comenzaron pues, a buen ritmo, y pronto todo el mundo supo qué hacer y cuándo. Mientras los más fuertes procuraban la materia prima, bien talando árboles, bien transportando piedra y elaborando argamasa, el resto procedía a limpiar y despejar las zonas afectadas. Lo principal era dar cobijo a las familias sin hogar y todo el mundo centró sus esfuerzos en la reconstrucción de las viviendas.<br />En otro orden de cosas, el capitán Terk rumiaba cabizbajo de un lado para otro. Zando no ejercía ningún tipo de poder sobre él, pero no iba a consentir que rompiese su palabra y traicionase el duelo. A petición del capitán, uno de los soldados había partido al amanecer rumbo al Acuartelamiento del Bosque Oscuro. Su misión era la de convocar a los mandos intermedios de la guarnición y conducirlos hasta la aldea. Terk había insistido en que había que respetar el orden adecuado en la escala militar. Zando debía enfrentarse a todos y cada uno de los miembros del ejército en riguroso orden de graduación, sin saltarse un solo rango. A medida que ganase los combates, los hombres bajo mando del derrotado, pasarían a sus órdenes hasta llegar al General Verde y después de éste, al emperador. La ironía hacía sonreír a Zando; el destino había querido que los soldados del acuartelamiento sirvieran bajo bandera verde. Esto le brindaba la oportunidad de recuperar el control perdido sobre sus tropas.<br />Si lograba vencer todos los combates.<br />Zando desechó la idea con su característico resoplido, y se dirigió a la herrería de Crod. No era su costumbre preocuparse por cosas que habían de llegar. El presente ya demandaba su atención al completo. Un aldeano lo vio cruzar la calle y lo interceptó con dudas sobre la profundidad adecuada para los cimientos del muro guía de su casa. Después de responder con claras y concisas instrucciones, logró llegar hasta el establo. Allí aguardaban Crod y Dolmur, éste último con expresión aburrida. El herrero no era buen compañero de tertulias y el joven parecía necesitar conversar durante buena parte de las horas del día. Zando no cruzó el umbral del taller. No era ningún secreto que no caía bien al tozudo alcalde.<br />—¡Al fin llegáis! A este paso creía que no saldría hoy —protestó Dolmur al verlo. Aguardaba con el petate preparado junto al mejor caballo de la aldea. Crod repasaba el estado de las herraduras.<br />—Lo lamento, hay mucho que hacer y es difícil coordinar el esfuerzo de tantos brazos —se disculpó—. ¿Estás preparado?<br />—Sí, no necesito mucho —respondió saliendo al exterior—. A decir verdad, ni me había dado tiempo a deshacer el equipaje. Si la montura no me falla, calculo que llegaré en una veintena de días.<br />—Bien, ¿recuerdas todos los nombres que te di? Pueden ser de gran ayuda a nuestra causa. En mi vida he ayudado a hombres de bien, algunos muy poderosos. Al menos un tercio de los senadores son defensores acérrimos de la ley. Si la noticia del duelo llega a sus oídos, tomarán partido por nuestra causa. He escrito algunas misivas que quiero que entregues —explicó ofreciendo unos pliegos lacrados de pergamino.<br />—No os preocupéis. Vos entendéis de cuestiones sobre el honor y el ejército, pero cuando se trata de convencer al pueblo llano, yo soy el maestro —afirmó confiado—. Dadme una semana en la capital, y convertiré este duelo en el acontecimiento del siglo. No sólo tendréis a los senadores a vuestro lado, sino a todo el populacho. Ellos ostentan el verdadero poder. Os convertiré en ídolo de masas. El emperador se verá obligado a seguir con el duelo. Golo sólo tiene el poder que su pueblo le brinda. Si los habitantes del Imperio se unen a nuestra causa, ni él podrá impedirlo.<br />—Nunca me lo planteé desde ese punto de vista. Yo… me he limitado a cumplir órdenes toda mi vida. Espero que estés seguro de lo que dices.<br />—Lo estoy. Sólo me preocupáis vos —Dolmur lo miró a los ojos, algo raro en él cuando trataba con Zando. Su expresión era de sincera inquietud—. ¿Estáis seguro de todo esto? Yo mejor que nadie sé de lo que sois capaz. No dudo de vuestra valía, pero…<br />—Pero un hombre solo no puede desafiar a todo un Imperio, ¿no es eso?<br />—Bueno, yo… no me gustaría que os matasen, eso es todo. Nunca creí que alguien como vos pudiera existir. Quiero decir… —Dolmur se había ruborizado.<br />—Vamos mi joven filósofo, sólo soy la excepción que confirma la regla, ¿no irás a creer en la gente a estas alturas, no? —Zando sonreía satisfecho. Aquello sí era una victoria digna. Había logrado que el mocoso más engreído y manipulador que había conocido creyese en la honradez de las personas. Zando se puso serio antes de concluir—. Sé lo que tratas de decirme. Yo también te aprecio, rapaz. Te agradezco la preocupación.<br />—Es que no entiendo cómo podéis estar tan tranquilo. Habéis hecho algo que nadie antes que vos se había atrevido a imaginar. Los acontecimientos que se os vienen encima son, en el mejor de los casos, abrumadores. Y aquí estáis, dirigiendo las tareas de reconstrucción de la aldea como si sólo fuerais un maestro de obras. ¿De dónde sacáis esa serenidad de espíritu?<br />Zando esbozó un amago de sonrisa antes de responder. Su expresión estaba cargada de nostalgia.<br />—En realidad, no es tan complicado como crees. Como soldado que soy, cada campaña militar a la que me he enfrentado entrañaba sus riesgos. Muchas veces he pensado que no sobreviviría, y sin embargo aquí estoy. La muerte se convierte en una apreciada compañera que nos hace estar siempre alertas. No puedes obsesionarte con ella, pero tampoco olvidarla. Te ayuda a estar en guardia, prevenido —explicó mientras se rascaba una incipiente barba de varios días—. En cuanto a los acontecimientos abrumadores, no dudo que a ti se te antojen de ese modo. Por mi parte, la política y las consecuencias de todo esto no me preocupan más allá de hacer justicia. Si para ello debo pelear una o cien veces más, que así sea. Y mientras tanto… —finalizó mostrando sus encallecidas manos—, ayudaré en la reconstrucción.<br />—Dicho así suena muy fácil. Creo que yo sería incapaz.<br />—Maldición Dolmur, te subestimas. Si una sola cosa has de aprender de mí, que sea ésta: no te infravalores jamás. No permitas que nadie te diga lo que puedes o no puedes hacer. No cometas el mismo error que he cometido yo.<br />—Descuidad —Dolmur adoptó de nuevo su mueca burlona—, aún no ha nacido quien sea capaz de domarme.<br />—Lamento interrumpir tan magnífica charla, pero la montura está lista —anunció Crod saliendo de la herrería—. El muchacho puede salir de inmediato.<br />Dolmur asió su petate a la silla y montó de un salto. Zando lo acompaño al exterior.<br />—He de pedirte algo más —dijo—. Hay un banco en la capital que guarda ciertas posesiones que aprecio. Toma este documento, está firmado de mi puño y letra. Recoge el objeto indicado y tráemelo cuando vuelvas. ¿Harás eso por mí?<br />—Bueno, dais por hecho que voy a volver. Ciertamente sería un gran entretenimiento veros en acción, pero por otro lado hay un par de atractivas mozas que deben de echarme mucho de menos en la capital. Comprenderéis que deba atenderlas como es debido. Puede que os mande vuestras pertenencias con el correo imperial. O puede que si el verano que viene me apetece, os lo alargue yo mismo. Quizás prefiráis que… —Dolmur no pudo acabar su chanza. Zando palmeo con fuerza el trasero del caballo, que salió en estampida.<br />—¡Está bien, me habéis convencido! —gritó mientras se alejaba tratando de asir las riendas—. Ya os lo traeré yo mismo cuando cumpla la misión. ¿No os han dicho nunca que tenéis muy poco sentido del humor?<br />Así, en un tropel de polvo y velocidad, Dolmur se perdió en la distancia. Zando no sabía quién estaba más loco, él por confiar en el alocado joven, o Dolmur por prestarse a ayudarlo en su loca empresa.<br /></span><br /></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-16542899485053079012011-03-30T17:28:00.000+02:002011-03-30T17:30:03.856+02:00CAPÍTULO XVI: PLANES DESESPERADOS<div style="text-align: justify;"><span style="font-style: italic;">El Forjador de Almas, ese misterioso hechicero que llevó a Zando al borde la locura y desencadenó los acontecimientos que han encauzado la historia hasta este punto, ha cumplido su misión: del crisol de la derrota surge un alma libre de ataduras morales. Con todos vosotros… el nuevo Zando. </span><br /><br />CAPÍTULO XVI<br />PLANES DESESPERADOS<br /><br /><br />El Mert´h indú reza: “Si eres incapaz de vivir en la senda del honor, pon fin a tu vida de un modo honorable”.<br />Y justamente eso era lo que Zando se disponía a hacer.<br />Siempre imaginó que su vida terminaría entre el dolor y la sangre, caído en el campo de batalla. La derrota de un guerrero en justa lid, se presuponía algo involuntario, no tomando parte activa en ella. Lo que se disponía a hacer era, por tanto, contrario a todo cuanto había imaginado, incluso en sus peores pronósticos. Sin embargo, lejos de temer el momento, Zando pensaba que era mejor así. Un hombre debería poder escoger el momento de su muerte. La decrepitud de la vejez era una idea aterradora. ¿Por qué prolongar la vida más allá de donde podemos resultar útiles y vivir con un reducto de dignidad?<br /><span class="fullpost"><br />Y se trataba justamente de eso, dignidad: la había perdido toda. A sus propios ojos, no merecía vivir, no existía redención para él. Debía saltar y acabar con su vida. Nadie lo echaría de menos ni vertería lágrimas por él. Se iría como había vivido sus días: solo. Éste era su legado, después de todo: soledad y olvido. Nada en su vida había sido reseñable ni dejado huella.<br />«Pero lo has intentado, soldado, Hur sabe que lo has intentado», pensó.<br />Quizá era ése el motivo de la punzada de dolor que sentía al filo de su propia muerte. Futilidad, tal era el resumen de su existencia. ¿Habría sido todo diferente de no haber vivido? Probablemente no.<br />El sol despuntó justo ante sus ojos, cegándolo momentáneamente. Tal era su concentración, su determinación enfermiza, que no había advertido los albores del amanecer.<br />—Es la hora —dijo.<br />Alzó los brazos y respiró profundamente. Cerró los ojos y entonó una plegaria a los dioses para que intercedieran por su alma ante su padre, Hur. Nunca había sido un hombre religioso, pero dado el momento que afrontaba, lo creyó conveniente. Finalmente, con un grito de guerra en la garganta, abrió los ojos y se inclinó hacia delante.<br />Entonces lo vio.<br />Allá en el valle se levantaban varías columnas de humo. La aldea y algunas de las granjas circundantes eran presa de las llamas. Y los gritos… hasta él llegaron los aterrorizados lamentos de los campesinos. Estaban saqueando Roca Veteada. Zando no podía apreciar los detalles desde donde se encontraba, pero había visto demasiados lugares saqueados como para saber qué ocurría allá abajo. El maldito maníaco de Terk debía haberse tomado demasiado en serio su misión. Pero, ¿qué podría haberlo hecho enfurecer hasta el punto de arrasar la aldea? La pregunta aún no había surgido del todo en su mente cuando la respuesta acudió a sus labios.<br />—Yo, condenación, he sido yo una vez más.<br />El pesar y el agotamiento habían nublado por completo su entendimiento. Cuando Dolmur lo liberó sólo una idea prendió en su mente: escapar para poder morir en paz. Pero en su empeño enfermizo había olvidado las consecuencias que su fuga tendría para los demás. Zando se arrodilló al borde del abismo y aulló de pura desesperación.<br />Ahora era consciente; en su empeño por terminar con su vida de un modo honorable había cometido el deshonor absoluto. Su huida había provocado mayor sufrimiento aún si cabía. Una vez más, gente honrada e inocente sufría por su causa.<br />Zando se retiró del borde con aprensión y comenzó a descender. Costase lo que costase, detendría aquella locura. Al menos una vez en su vida haría lo que su corazón le dictaba. No más Código del Guerrero; él no importaba, el Código no importaba. Sólo importaban los inocentes.<br />Jadeando nuevamente por el esfuerzo, Zando corrió hacia la granja de Vera. Era la más cercana, y allí era donde había dejado su espada el atardecer previo a los festejos. Necesitaba un arma si pretendía hacer frente a los soldados.<br />«No puedes ganar y lo sabes, el enemigo es demasiado numeroso, sólo has cambiado el modo de morir», le decía una molesta voz en lo más profundo de su ser. Terco, apretó los dientes en una mueca salvaje, desechando cualquier idea que no fuese la de morir luchando. Su determinación se imponía con fiereza al instinto de conservación; vivir o morir no importaba ahora, sólo la necesidad de justicia.<br />Tras unos minutos que se le antojaron eternos, la silueta de la cabaña se recortó al fin en la línea del horizonte. Si Dolmur había seguido sus indicaciones, a estas horas estaría junto a Vera, a salvo de toda aquella locura. En la granja, no obstante, aún no surgía la temida columna de humo. Quizá no hubiesen llegado los soldados.<br />Alerta y dispuesto a todo, Zando aminoró el paso al llegar a la parte posterior del edificio. Una voz masculina sonaba en el porche de la casa.<br />Así pues, los soldados habían llegado.<br />Con cuidado de no delatarse, entró por una de las ventanas traseras y subió sigilosamente al primer piso. En el cuarto que había usado como dormitorio encontró sus arreos justo donde los había dejado. Temía que Vera se hubiese deshecho de ellos ahora que conocía su verdadera identidad, pero afortunadamente sus enseres de batalla estaban donde los había dejado. Tomó su espada y se la ciñó a la cintura, así como sus cuchillos y una pequeña hacha de mano anudada al muslo. Después, bajó sigilosamente, dispuesto a sorprender a los soldados. Ya no se oían voces. Se asomó con cautela y miró alrededor. No había nadie en las inmediaciones.<br />Un grito de mujer lo alertó. Provenía de los corrales, a su derecha. Zando corrió hasta el lugar. Lo que vio lo hizo maldecir entre dientes: Dolmur y Vera discutían acaloradamente con dos soldados. Uno de ellos blandía la espada señalando hacia el portón de la cerca mientras Vera intentaba en vano interponerse. Dolmur miraba fijamente la espada que el otro soldado esgrimía frente a él, sin atreverse a hacer nada.<br />Por lo visto, el maldito crío no había convencido a Vera para abandonar sus propiedades. O quizás fuese ella la culpable. Hur sabía el condenado temperamento que tenía. En cualquier caso, aquello pintaba mal.<br />—¡Deteneos! —les gritó dejándose ver—. ¿Desde cuándo los representantes del Imperio se dedican a aterrorizar a mujeres inocentes?<br />Los soldados se quedaron paralizados al verlo, quedando patente que era la última persona a quien esperaban encontrar allí.<br />Tácticamente hablando, era una situación muy comprometida para ellos. No podían luchar los dos contra él y darle la espalda a un enemigo potencial como Dolmur, y uno solo no tenía asegurada la victoria. Afortunadamente para Zando, la inexperiencia de los soldados jugó a su favor.<br /> —Se suponía que la mujer vivía sola y ha resultado estar acompañada por un desconocido —explicó uno de ellos—. Y ahora nos encontramos contigo, el prisionero fugado durante la noche —el soldado lo tanteó antes de proseguir—. Ayer no parecías tan fiero. Más bien eras la sombra de un hombre. ¿Acaso esta mujer es el motivo de que traicionases al Imperio? Ella sí tiene redaños —dijo apretando el trasero de Vera.<br />Resultaba evidente que no consideraba a Zando peligroso.<br />Vera, lejos de dejarse pellizcar sin más, reaccionó abofeteando al soldado. Como era de esperar, el hombre la golpeó sin contemplaciones, haciéndola caer al suelo de bruces.<br />—Luego me ocuparé de ti, zorra —amenazó el soldado antes de encarar a Zando.<br />La mujer se hizo rápidamente a un lado en cuanto el soldado le dio la espalda. Bendita fuera por ello; era alguien menos de quien preocuparse. El soldado la vio escabullirse pero no hizo ademán de perseguirla. No representaba ninguna amenaza. En vez de eso desenvainó la espada y se dirigió hacia Zando.<br />—No tienes posibilidades frente a mí —dijo—. Ríndete y quizás dejemos en pie alguna casa. Al capitán Terk no le ha sentado nada bien tu fuga. Creo que piensa arrasar hasta los cimientos la aldea. Si te entregas, quizá cambie de opinión.<br />Zando sabía que el saqueo no se detendría con su arresto. Así pues, desenvainó su espada y se colocó en posición.<br />—¿Me plantas cara, viejo? —el soldado parecía divertido.<br />Zando, impertérrito, se limitó a esperar su ataque, que no se hizo esperar. El soldado amagó un par de estocadas moviéndose a su alrededor, tanteándolo, pero permaneciendo a prudente distancia. Zando, por su parte, esperaba con la guardia preparada, sin atacar.<br />—Acaba de una vez con él, Driono —advirtió el soldado que retenía a Dolmur—. Es mejor no confiarse. <br />Con una nerviosa sonrisa, el soldado atacó. Era bastante hábil con la espada. Encadenaba los ataques sin dar tregua a Zando, quién retrocedía bloqueando los golpes. El trayecto de sus acometidas era amplio y circular, combinando golpes directos con otros laterales.<br />Zando los contuvo todos con insultante facilidad.<br />El soldado, sorprendido, comenzó a inquietarse, cesando finalmente su ataque inicial. Ahora, giraba con la espada en alto, en torno a Zando.<br />—¿No atacas, viejo? —demandó indignado—. No lo haces mal para ser un carcamal, pero no podrás contenerme siempre.<br />—Si te hubiera atacado, ya estarías muerto, niño —advirtió Zando—. He tenido una oportunidad de matarte con cada golpe que has lanzado. Ríndete y vivirás. Sólo eres un soldado obedeciendo órdenes. No tienes por qué morir.<br />—¡Eres un fanfarrón! —el soldado, humillado, renovó su ataque.<br />Comenzó su envite con un tajo denominado golpe del sauce. La espada describió un arco amplio e imparable que sólo dejaba la opción de la retirada al oponente. Era un golpe usado únicamente por espadachines avezados, pues si se erraba en su ejecución, dejaba al atacante desequilibrado e indefenso. También hacía falta una gran fortaleza y velocidad para llevarlo a cabo. Driono realizó el ataque de modo impecable.<br />Zando, lejos de intentar huir, hizo lo impensable.<br />En lugar de saltar hacia atrás, se lanzó en dirección al golpe, girando y torciendo el tronco. La espada del soldado golpeó la suya y cambió la dirección de la acometida. Las superficies de las espadas se deslizaron durante un instante, paralelas. La del soldado hacia arriba nuevamente, la de Zando, hacia el pecho de su oponente. Cuando Zando terminó de girar sobre sí mismo, estaba situado a un lado del soldado, que miraba incrédulo el tajo mortal que le atravesaba el pecho.<br />—No tenía que acabar así —se lamentó Zando. El soldado se desplomó muerto a sus pies—. ¡Tú! Suelta al chico —advirtió mirando al soldado que retenía a Dolmur.<br />—Ni se os ocurra —respondió colocando el filo de su espada en el cuello de Dolmur—. Si os acercáis, lo mato.<br />—¿Lo matarás dices? Creo que no.<br />—¿Qué?<br />—Te lo explicaré. No conozco al joven, de modo que no tengo sentimientos que me impidan atacarte. Si lo matas, nadie ni nada podrá impedir que te mate. Si no te entregas y te rindes, nadie impedirá que te mate. Si no haces exactamente lo que te he dicho… nadie impedirá que te mate.<br />—¡Es un farol! —el soldado retrocedió alarmado mientras Zando se acercaba.<br />—Creo que eso era lo que pensaba tu compañero —respondió Zando señalando el cadáver, que aún se convulsionaba entre un charco de sangre—. ¿Y bien?<br />Acobardado, el soldado arrojó la espada a sus pies y liberó a Dolmur. Después se volvió y comenzó a vomitar violentamente.<br />—Al fin alguien con sentido común —suspiró Zando—. Dolmur, amordaza al prisionero. ¡Sin descuidos!<br />—¡Habéis arriesgado mi vida! —dijo Dolmur histérico—. En lo sucesivo no deberíais ser tan tajante en vuestras negociaciones.<br />—En lo sucesivo, no te dejes capturar —fue la cortante respuesta de Zando. Después se volvió hacia Vera y con un gesto le pidió que lo siguiera hacia la granja.<br />Ambos caminaron en silencio hasta el edificio.<br />—Vera, yo…<br />—No hace falta que digáis nada —interrumpió la mujer—. Dolmur me ha contado lo que sucedió el día que murió Alasia; la historia completa. Entiendo que vos no sois responsable directo de lo sucedido con mi hermana. Os seré franca, aún estoy molesta. Me habéis mentido…<br />—Ocultado la verdad —puntualizó Zando.<br />—Como queráis llamarlo. Estoy decepcionada, pero no enfadada. Creía que erais distinto...<br />Zando, avergonzado, intentó responder, pero la cabeza comenzó a darle vueltas y calló al suelo aturdido, derribando una silla.<br />—¡Zando! ¿Qué os pasa? ¡Responded!<br />—No es nada —contestó mientras se incorporaba de nuevo—. Llevo un día sin comer ni beber y el esfuerzo de la pelea con ese soldado ha sido demasiado. En cuanto me he sentido a salvo, me han golpeado las fatigas acumuladas. Estoy deshidratado, sólo necesito beber algo. Por eso os he pedido venir aquí. El soldado no debe verme así. En cuanto beba, estaré como nuevo.<br />—¿Como nuevo? Rezo a Hur para que así sea. Dado que aún conservo el ganado gracias a vos, os puedo traer un poco de leche fresca. Aguardad un instante, ahora vuelvo —dijo Vera, saliendo precipitadamente de la casa.<br />Zando se quedó a solas con sus pensamientos. Por más vueltas que le daba, su victoria no había sido más que una ilusión.<br />¿Qué pasaría cuando Terk echase de menos a sus dos hombres?<br /><br />Media hora después, el sol, una gran bola roja, terminaba de emerger sobre la gran masa arbórea de Shazalar. A su alrededor, unos feos nubarrones amenazaban con ocultarlo. Según parecía, aquel día se desataría una tormenta, y no sólo en el cielo.<br />La mejoría de Zando, tras beber un par de tazones de leche de oveja acompañada de frutas silvestres, era evidente. Vera, Dolmur y él mismo intercambiaban impresiones en el porche, planeando qué hacer. El soldado imperial estaba atado en la cerca, donde no podía verlos ni oírlos. Uki, el perro de Vera, que había desaparecido durante el incidente, había regresado a la granja y ladraba sin descanso al desconocido.<br />—Repetídmelo una vez más —preguntó Dolmur sin dar crédito—. ¿Cuándo os liberé fuisteis a suicidaros? ¿Pero qué clase de idiotez es esa?<br />—En eso estoy de acuerdo —convino Vera—. ¿Qué se os pasó por la cabeza?<br />—No es momento para hablar de eso. Basta con saber que era mi modo de terminar con dignidad. He sido incapaz de vivir con honor y debía morir.<br />—Sí… creo recordar algo de eso —dijo Dolmur—. ¿El Mert´h indú de nuevo, no es cierto? Lo leí en algún pasaje de camino a Roca Veteada. “Si fuiste un lelo en vida, muere como un estúpido”. ¿Cuándo demonios vais a olvidar esos preceptos desfasados y absurdos? —preguntó Dolmur con acritud.<br />—¡No son preceptos absurdos! ¡Son mi vida! —estalló Zando, pero inmediatamente demudó el rostro—. Es decir, lo eran —añadió algo más calmado—. He renunciado al Código —reveló con un hilo de voz. Su expresión era la personificación de la desesperanza.<br />—No sé de qué habláis, Zando —intervino Vera—, pero entiendo que os referís a aquello que daba sentido a vuestra vida. Y ahora lo único que os separa de la muerte es intentar remediar parte de las faltas cometidas. ¿No es eso?<br />—Así es. Para mí no es un obstáculo enfrentarme a los soldados. He renunciado al Código, no debo obediencia a ninguna causa ni emperador.<br />—A ver si lo entiendo —Dolmur lo miraba con expresión picaresca, esperanzado con su declaración—, por primera vez en vuestra vida sois libre. ¿No es eso? Demonios Zando, yo estaría aterrado ante tan pesada carga.<br />—¡Dolmur! No es momento para tu sarcasmo —regañó Vera—. Aunque el chico tiene parte de razón, Zando —dijo con mirada reprobadora.<br />—De acuerdo, frenaré mi ingenio pues —continuó Dolmur—. Sigamos. Eso nos lleva al inicio de toda esta conversación. Arriesgué mi vida por rescatar a Zando y me lo agradece pretendiendo suicidarse. Luego volví a arriesgarme viniendo aquí a rescatar a una dama en apuros que se niega a ser rescatada. Y yo, como un imbécil, me quedo junto a ella. ¡Diantres, el mal que aqueja a Zando debe ser contagioso!<br />—No protestes, quizás haya una buena persona detrás de tanta arrogancia —concedió Vera—. Pero tienes razón. ¿Qué vamos a hacer ahora? Hay un soldado muerto en mi propiedad y otro maniatado. En cuanto los echen de menos y vengan aquí estaremos perdidos.<br />—¡No si Zando vuelve a combatir del modo que acabamos de ver! —exclamó Dolmur.<br />—¿Hacer? ¿A qué te refieres? —inquirió Zando—. Me limité a pelear.<br />—No. Yo os he visto pelear, y lo de antes no se parecía en absoluto.<br />—Es cierto —intervino Vera—. No peleabais como un hombre normal.<br />—No os comprendo, no recuerdo haber hecho nada especial —Zando no entendía qué trataban de decirle.<br />—Veréis, como mencioné hace un instante, os he visto pelear y soy testigo de vuestra increíble destreza con la espada. Se puede decir que hacéis arte del mandoble. Pero lo de hace un rato… es como si estuvieseis por encima de todo eso. El soldado estaba bien entrenado, peleaba de un modo impresionante, pero vos…<br />—¿Sí? Vamos muchacho, termina de una vez.<br />—Ya voy, dejad que me aclare —Dolmur se puso en pie y trató de imitar los movimientos de Zando—. Era como si vierais los golpes del enemigo con antelación. Ya estabais ahí cuando el ataque se producía. Os anticipabais de un modo extraordinario. Pero lo más increíble de todo era vuestra expresión.<br />—Sí, yo también lo vi —confirmó Vera.<br />—¿Mi expresión? ¿A qué os referís?<br />—Erais la viva imagen de la tranquilidad. Ni siquiera os inmutasteis. Vuestro rostro reflejaba serenidad todo el tiempo.<br />—Creo que exageráis —negó Zando acompañando su gesto con un movimiento de la mano—. Estaba ofuscado y cansado. Probablemente fue sólo suerte.<br />—Si vos lo decís —concedió Dolmur—, aunque espero que cuando combatáis de nuevo estéis igual de cansado. El resultado ha sido inmejorable.<br />—Bien, la pregunta ahora es, ¿qué podemos hacer? En cuanto aparezcáis por la aldea se os echará encima toda la guarnición y os matarán —dijo Vera angustiada.<br />—Es cierto —admitió Zando. Había corrido impelido por la necesidad de hacer algo por aquellas gentes. Necesitaba desesperadamente paliar su error. Pero la situación se volvía en su contra rápidamente—. Ahora que un soldado ha muerto, probablemente os arrastre a ambos en mi desdicha —les dijo—. Cuando su compañero maniatado dé su versión de los hechos, os proclamarán mis cómplices. Especialmente a ti, Dolmur.<br />—Podría estar camino de Ciudad Eje, rumbo a una cerveza y un soneto —el joven estaba pálido—. ¡Maldigo el día en que se me ocurrió volverme responsable!<br />—Cesad los dos —exhortó Vera—. Así no conseguiremos nada. Veamos Zando, eres un gran conocedor de las leyes imperiales, ¿existe algún resquicio por el que podamos salir de todo este atolladero?<br />—Existen varios, el problema radica en el capitán Terk. Es el oficial de mayor graduación en cientos de kilómetros a la redonda. No podemos reclamar a ninguna autoridad superior. Es un hombre orgulloso y seguro de sí mismo. Y lo peor de todo, se cree en posesión de la verdad absoluta. No atenderá a razones.<br />—Hagamos de eso una debilidad, usémoslo en nuestro favor —sugirió Dolmur—. Cuando se trata de poner orden y autoridad nadie os hace sombra, Zando. Como yo lo veo, debéis hacerlo dudar, imponeros frente a sus hombres. Repasad ese Código vuestro y usadlo en provecho propio por una vez. Debe haber algún resquicio legal con el que poder atacarlo. ¡Pensad en algo!<br />—¿El Código dices? Mmm… —Vera y Dolmur lo miraban con el corazón en un puño, conteniendo la respiración—. Quizás haya un modo, pero Terk no querrá escuchar nada cuando sepa que uno de sus hombres ha muerto. No, definitivamente no es posible —desestimó respirando profundamente.<br />—A ver si lo he entendido, ¿lo único que debemos hacer para tener una oportunidad es ocultar que el soldado ha muerto? —preguntó Vera.<br />—Una oportunidad remota, pero sí, así es.<br />—En tal caso tengo un plan —anunció Vera bajando el tono.<br /></span></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-64066421444415930702011-03-28T18:53:00.000+02:002011-03-28T18:55:05.993+02:00CAPÍTULO XV: EL FIN<div style="text-align: justify;"><span style="font-style: italic;">El capítulo de hoy es breve, aunque intenso. Finalmente, todas las acciones acometidas por Zando convergen en la única solución capaz de zanjar de una vez por todas su dilema moral… o eso cree él. </span><br /><br />CAPÍTULO XV<br />EL FIN <br /><br /><br />La noche llegó, y con ella, un silencio teñido de impotencia…<br />Soplaba un suave viento del norte, cargado de frío y humedad. Unas nubes irisadas resplandecían con la luz de las lunas. Drumkandum, la luna roja, lucía llena esa noche. Era el más grande de los siete dioses, como normalmente eran conocidos los satélites. Asomaba majestuosa en el horizonte, justo frente a Zando, quién maniatado al poste, deliraba. Al fondo de la calle, en el arroyo, brotaban lenguas de niebla que la gran luna pintaba de rojo. Los jirones se arrastraban como fantasmas fríos y húmedos en dirección a Zando, que imaginaba que la niebla lo engullía, haciéndolo desaparecer. Yacía desmadejado, arrodillado hasta donde sus ataduras le permitían. Hacía horas que había dejado de sentir las manos y notaba entumecidas las piernas. Si hubiera tenido ánimos para pedir ayuda, nadie hubiese contestado su ruego. Estaba solo, siempre lo había estado. El abrazo carmesí de la muerte pronto lo reclamaría. Por fin obtendría la paz que le había sido negada en vida. Curiosamente, la idea lo reconfortaba. La paz y el sosiego largo tiempo anhelados pronto llegarían, aunque no como él hubiera imaginado. Zando rió ante la crueldad de la idea.<br /><span class="fullpost"><br />De repente, un golpe seco a su espalda alertó sus sentidos. «No, maldito fracasado, ya acabó el tiempo de la lucha, relájate y deja acercarse a quien sea. Sométete».<br />Unos pasos, que pretendían ser sigilosos pese a demostrar una evidente torpeza, se aproximaban a él. Al llegar a su altura, la figura se detuvo a su espalda. <br />—Pensé que no nos volveríamos a ver —dijo Zando—. ¿Qué te trae de nuevo por este lugar perdido y maldito, Dolmur?<br />—¡Maldición Zando! Si no bajáis la voz conseguiréis que nos maten —lo reprendió Dolmur en voz queda mientras trataba de liberarlo cortando sus correas—. ¿Cómo supisteis que era yo?<br />—No conozco a nadie tan decididamente torpe.<br />—La cautividad ha afilado vuestra lengua, por lo que veo.<br />—Demonios, muchacho, ¿por qué has vuelto? ¡Habla!<br />—¿Qué parte de bajar la voz no habéis entendido? Callad por favor. Me crucé con los soldados cuando regresaba a la capital, en el sendero. Afortunadamente para mí, una formación militar forma un gran estrépito al avanzar. Decidí internarme en la linde del bosque y esperé a que pasasen. Después continué mi camino. Traté en vano durante horas de convencerme de que no era mi problema, pero finalmente decidí volver. ¡Maldito seáis por hacer de mí un hombre responsable! Mi vida era más sencilla antes de conoceros.<br />—Yo no te calificaría como responsable —afirmó Zando con acritud.<br />—No tentéis a la suerte —advirtió el joven—. ¡Ya está! Sois libre. Escapad aprisa. Los soldados están acampados a la entrada del pueblo, pero apenas vigilan el lugar. No consideran una amenaza a los aldeanos. Amparados por la oscuridad será fácil sortearlos.<br />—Escapar —la sola idea repugnaba a Zando.<br />—Vamos, moveos de una vez. No sé cuánto dormirá el guarda al que acabo de golpear para salvaros el trasero—advirtió Dolmur mientras escrutaba la oscuridad—. No se ve a nadie, es hora de largarse, partamos de inmediato. <br />Era cierto. A excepción de la casa de Crod, todos los candiles estaban apagados. El herrero seguramente estaría cavilando una solución de última hora a su dilema. Pero no había solución. Ya no. Sólo cabía esperar que la fatalidad se presentase con su cara más benigna.<br />—Debemos irnos, sí —concedió Zando. La sensibilidad volvía a sus manos en forma de molestos pinchazos—. Escúchame bien chico, necesito que me hagas un favor. Quiero que vayas a la propiedad de Vera. Debes convencerla y ponerla a salvo, cueste lo que cueste. Aún tienes tiempo antes del amanecer. ¡Corre como el viento! ¡Sálvala tú por mí!<br />—¿Por qué no venís vos? Ella os tiene en mejor estima que a mí.<br />—Ya no. Ella… le he confesado que fui el General Verde.<br />—Maldición Zando. ¿En qué estabais pensando? Seguramente os culpe de la muerte de su hermana Alasia. ¡Diantres! Menudo momento habéis escogido para decírselo.<br />—Lo hecho, hecho está. ¿Irás por ella y la pondrás a salvo? Júramelo.<br />—De acuerdo, lo haré. Lo juro por mi honor. Esa es la fórmula que más os complace ¿no?<br />—Así es, por tu honor. Quizás aún haya esperanza para ti, después de todo —«para mí es demasiado tarde», pensó Zando guardándose de decirlo en voz alta.<br />—Mientras tanto vos… debéis escapar, esperadnos después de la garganta, donde comienza el bosque… ¿Zando? ¿Dónde os habéis metido?<br />Pero nadie respondió. Dolmur estaba solo.<br /><br />Zando corrió desesperado, levantando jirones de niebla a su paso. Atrás quedaba la aldea con sus esperanzas rotas. Las montañas infranqueables que rodeaban el valle se acercaban a él a cada paso que daba. Sentía no haber podido despedirse, pero era mejor así. Dolmur, sin pretenderlo, le había proporcionado la única salida honorable a su dilema. No desperdiciaría la oportunidad que le había brindado el destino. Todo su ser clamaba por acabar de una vez y para siempre con toda aquella farsa que había sido su vida.<br />Aceleró el paso aún más. Su pecho era como un caldero a punto de estallar por la presión. Las ramas de los arbustos herían su piel, arañándolo sin piedad. Corría atravesando los campos, ignorando cualquier ruta que no fuera el camino más corto hacia su destino final. Su precipitada carrera lo hizo caer un par de veces; la niebla le impedía ver donde pisaba, pero eso no era óbice para él. No se detuvo ni aminoró un ápice. Continuó su frenético avance hasta llegar al pie de la pared con la veta dorada.<br />Entonces se detuvo. Miró entre jadeos los destellos que la luz lunar arrancaba a la veta. Toda la gente que vivía en aquel lugar eran descendientes de colonos que habían buscado riquezas bajo aquella promesa inalcanzable de la naturaleza. Y ahora, casi medio siglo después, estaban en la ruina y a punto de perderlo todo. Todo por una promesa vacía, por una esperanza rota.<br />Justo como su vida.<br />El lugar, pues, no podía ser más apropiado. A Zando le agradó la ironía.<br />«Un último esfuerzo y al fin obtendré la paz», pensó.<br />Comenzó a subir por el estrecho paso donde Vera lo había conducido días atrás, bordeando la pared de roca y recorriendo la empinada pendiente. La ascensión era tan tortuosa como peligrosa, muy distinta al recuerdo de subir caminado lentamente, junto a Vera. El recuerdo de la mujer lo hizo angustiarse.<br />«No hay lugar para eso, viejo, sólo para el descanso. Camina, no pienses, no te pares. Hazlo bien al menos en el final», pensó, tratando de centrarse en su objetivo. <br />Al afrontar los últimos metros un pie resbaló y Zando quedó colgando de una roca a la que había logrado asirse. Sus pies se balanceaban en el vacío. Zando tensó su brazo y se incorporó de nuevo, logrando recuperar el equilibrio.<br />—¡Aún no! —gritó con rabia—. Al menos esto lo haré como es debido.<br />Finalmente, llegó a lo alto. Agotado, se dejó caer en el suelo, recuperando el resuello. Aquel era su momento y tenía que ser perfecto. Sus piernas no vacilarían en absoluto cuando diese su último paso, el paso que lo redimiría de una vida vacía y sin honor.<br />Al cabo de unos minutos, se sintió con fuerzas para levantarse. Caminó con paso tranquilo y se detuvo en el borde del precipicio.<br />—Es hora de morir —dijo, y se dispuso a saltar.<br /></span></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-75429150366892726232011-03-26T12:29:00.002+01:002011-03-26T12:53:00.114+01:00CAPÍTULO XIV: CAPTURADO<div style="text-align: justify;"><span style="font-style: italic;">Hola a todos, permitidme una breve reflexión antes de la lectura del capítulo de hoy. Si bien esta historia es de aventuras ambientada en un universo fantástico alejado de nuestra realidad, los paralelismos y similitudes están presentes, ya que de otro modo, sería muy difícil conectar emocionalmente con los personajes. </span><br /><span style="font-style: italic;">A estas alturas, habréis observado que Zando, el protagonista, hace gala de una evidente rigidez mental. Mucha gente me pregunta el porqué de esta elección tan alejada de típico protagonista. La respuesta es bien sencilla: el cambio. Un personaje que no evoluciona, es plano, vacío (este defecto lo podemos ver en la mayoría de películas recientes del cine comercial). Soy hijo de unos padres que vivieron muchos años en la dictadura, educados en una sociedad con unos valores rígidos y comunes para todos. A veces me pregunto cómo pueden seguir aferrados a unos valores y creencias que apenas pueden resistir el más elemental análisis racional... y ahí siguen, impertérritos. Y creo que lo hacen porque no necesitan cambiar para sobrevivir. Les sigue funcionando y simplemente no se cuestionan las cosas. </span><br /><span style="font-style: italic;">Creo interesante, desde el punto de vista del que cuenta historias, plantearme cómo de convulsos tienen que ser los acontecimientos para obligar a un hombre acomodado en determinado modo de pensar, a actuar y rebelarse ante su propia escala de valores y creencias. </span><br /><span style="font-style: italic;">Así pues, queridos lectores, pasen y vean la caída y resurgir de Zando...</span><br /><br />CAPÍTULO XIV<br />CAPTURADO<br /><br /><br />Cuando Zando abrió los ojos, un escalofrío recorrió su cuerpo. Un sudor frío perlaba cada uno de sus poros. La familiar sensación de ahogo y horror que acompañaba su despertar desde hacía años lo había traído de vuelta al mundo de la vigilia. Estaba recostado contra el tronco de un antiguo castaño, echado bajo el abrigo de sus ramas. Trató en vano de recordar cómo había llegado hasta allí, pero la noche anterior se desvanecía en su memoria. Se incorporó con torpeza, notando el cuerpo agarrotado y aterido de frío.<br /><span class="fullpost"><br />Y algo más. La punzada en la sien, el sabor amargo en su boca… indudablemente, había bebido la noche anterior. Pero ¿cuándo y por qué? Su mente rememoró los acontecimientos de la víspera tratando de reconstruir el rompecabezas. Recordaba haber ofendido a Vera con su rechazo, y su posterior discusión con Dolmur. El recuerdo trajo consigo el remordimiento. “Creemos que maduramos”, pensó “pero todo es una falacia. Rasca un poco en la superficie de cualquier hombre, y no tendrás sino al joven inseguro y torpe que fue”.<br />Entonces vio los restos de una botella a unos metros, en el suelo, junto a una taza de barro que aún conservaba un resto de bebida. Lentamente, comenzaba a recordar. Había aceptado una taza de vino caliente con especias. Delonias había insistido en invitarlo y él se sentía tan desgarrado por dentro que no le había importado bajar la guardia y beber un trago. A partir de ahí, nada. Su mente se negaba a recordar lo sucedido tras ese momento de la noche. <br />Estaba claro que la cosa no quedó en un solo trago. Tras años tratando de superar el pasado, de autocontrol y disciplina, se había emborrachado.<br />—Treinta años sin beber… —se recriminó—. ¡Dioses! ¿Acaso puedo caer más bajo?<br />La culpa lo embargó. Abrazó sus rodillas balanceando el cuerpo y apretó y apretó hasta que le dolieron los brazos. Jamás en toda su vida se había sentido tan vacío, tan perdido.<br />El esfuerzo continuado, no obstante, lo calmó. El jadeo provocado por la ansiedad pronto le pasó factura, haciéndolo sentir mareado. Miró entonces alrededor, tratando en vano de localizar el lugar donde había dormido. Se incorporó y calculó la hora. No hacía mucho desde el amanecer. Vera estaría comenzando la jornada en su granja, no muy lejos de allí. Zando deseaba ir junto a ella y pedirle perdón. Pero era demasiado tarde para eso. Era un hombre roto sin nada que ofrecer. Los acontecimientos recientes habían destapado su verdadero ser. Jamás cambiaría por más que lo intentase.<br />Había echado el resto en esta aventura y había terminado solo y borracho, como antaño. Partiría de inmediato hacia la capital y se excusaría ante el emperador, aceptando su castigo sin protestar.<br /><br />Tras deambular unos minutos hasta lograr orientarse, caminó con un nudo en el estómago hacia Roca Veteada. Andaba mirando por encima del hombro, procurando no ser visto; no se sentía con ánimos para hablar con nadie.<br />Antes de partir advertiría a Crod, el herrero, sobre su verdadera misión. Zando desconocía el tiempo que tardaría el gobierno imperial en enviar a alguien a cumplir la tarea que él había sido incapaz de llevar a cabo. Con un poco de suerte, los aldeanos lograrían reunir el dinero suficiente para pagar sus impuestos. Ahora, al menos, su situación no era tan precaria. Con un poco de trabajo lograrían salir a flote.<br />Al llegar hasta la primera casa, dobló la esquina y desembocó en la única calle del pueblo.<br />Entonces los vio. Un destacamento de soldados imperiales aguardaba en silencio, formados en mitad de la calle. El capitán al mando, un fornido militar de rasgos arendianos, miraba perplejo alrededor. Zando dedujo que debían haber llegado justo antes que él, pues los aldeanos del diminuto centro urbano aún dormían, ajenos a la presencia de los soldados. Aquello no podía estar pasando. No ahora.<br />El capitán lo vio.<br />—¡Eh tú, soldado! —le gritó—. Acércate de inmediato.<br />Zando obedeció. Aún era miembro del ejército y ese hombre lo superaba en graduación. Imaginó que aquel destacamento procedía del Acuartelamiento del Bosque Oscuro. ¡Sagrado Hur! Un escalofrío recorrió su espalda al recordar la advertencia de Dolmur: aquellos hombres tenían orden de acabar con su vida. Si al menos pudiera interceder por los aldeanos…<br />—Capitán, el sargento Zando a su órdenes. Si me permite explicarle…<br />—¿Zando dices? —interrumpió el capitán, sorprendido. Estaba claro que conocía su identidad—. En tal caso quedas arrestado por orden del emperador.<br />Antes de poder reaccionar, un par de soldados lo asían de los brazos. Zando no se resistió.<br />—Soy el capitán Terk, del Acuartelamiento del Bosque Oscuro —se presentó—. Has sido declarado proscrito y los habitantes del lugar traidores al Imperio.<br />—¡No! Ellos no, sólo son honrados aldeanos. Yo asumiré toda la responsabilidad, dejadlos en paz.<br />—¿Responsabilidad dices? —Terk miró de hito en hito a Zando—. Mírate bien, ni siquiera eres digno de ser llamado soldado. Tu aspecto es lamentable. Estás sucio y sin afeitar, y no llevas el uniforme correctamente puesto.<br />Era cierto. Su ropa estaba sucia y arrugada después de pasar la noche a la intemperie. Y su rostro seguramente dejase entrever la gran resaca que padecía.<br />—Apestas a vino, sargento —Terk lo examinaba con cara de aprensión—. Arrancadle los galones y después atadlo a un poste, ahí, en mitad de la calle —ordenó a sus soldados—. Interesante… —dijo al fijarse en los despojos que delataban la celebración del día anterior. Las guirnaldas y los adornos seguían colgados, algunos restos de comida estaban esparcidos sobre las mesas y las ascuas de las fogatas aún humeaban—, aquí se ha celebrado un banquete… para estar en la ruina estos aldeanos demuestran pasárselo en grande. ¿Acaso me tomas por tonto? —gritó—. Buscadme al mandamás local y traedlo de inmediato —ordenó a sus hombres.<br />Zando no daba crédito a su mala fortuna. De todos los días en los que podían presentarse los soldados, ¿por qué demonios lo habían hecho aquella mañana? La aldea presentaba un aspecto magnifico después del duro trabajo de reconstrucción, y los restos del homenaje —¡Hur, lo hicieron en mi honor!—, daban una falsa imagen de opulencia. Ahora sería imposible convencer a Terk de la precariedad en la que vivían en aquel apartado lugar. Las apariencias apuntaban a que habían mentido al negarse a pagar sus impuestos.<br />Pero daba igual tratándose de soldados. Aunque hubieran encontrado la aldea sumida en la ruina, ellos cumplirían sus órdenes sin cuestionarlas. No, lo que realmente le preocupaba, eran las consecuencias.<br />Terk miraba con desdén en derredor, examinándolo todo con agria expresión. Aquello pintaba mal. Zando era bueno juzgando a los hombres y no le gustaba lo que veía en éste. Su actitud de superioridad atendía probablemente a un ego desproporcionado, y en sus ojos había un deje de crueldad amenazador. La posibilidad de que se ensañase al cumplir con su cometido era más que probable. Zando debía interceder por ellos.<br />—Capitán Terk —llamó—, capitán Terk, os lo ruego, escuchadme, yo soy el único culpable. No debéis prestar atención a lo que veis. Estas pobres gentes son honrados campesinos. Yo os lo puedo aclarar todo —una parte de Zando se rió al pensar cuándo había sido la última vez que había suplicado algo en su vida.<br />Terk avanzó hacia él, se situó cara a cara y fingió sopesar su petición. Al cabo de un instante alzó un dedo y señaló a un soldado. El corpulento bruto golpeó violentamente a Zando en el estómago, quién, preparado, aguantó el golpe sin problemas. El capitán, irritado, ordenó de nuevo que lo golpearan, pero esta vez en la cabeza. Un corte surcó la ceja del prisionero y tiñó de rojo su visión.<br /> —No debéis prestar atención… ¿he oído bien, traidor? —un nuevo golpe, esta vez en el costado—. Jamás vuelvas a decirme lo que debo o no debo hacer, pedazo de basura. No vuelvas a hablar hasta que no te autorice. No te conviene hacerme enfadar.<br />Zando decidió obedecer. Definitivamente el capitán Terk era un maníaco que confundía autoritarismo con disciplina y el castigo con un mando firme. Crod apareció entonces con el rostro contraído de rabia. Un hilo de sangre le caía por la mejilla.<br />—¿Qué ignominia es ésta? —bramó—. Estos perros militares me han sacado a rastras de mi hogar —dijo mirando torvamente al capitán.<br />Terk miró despreocupadamente al herrero. A un leve gesto, sus hombres golpearon e hincaron de rodillas al pesado hombre. Crod, por toda respuesta, bufó desafiante.<br />—Me temo que todos en esta aldea necesitan una severa lección de modales. Afortunadamente, estoy dispuesto a enseñároslos.<br />—¡Y un carajo! —Crod escupió a las botas de Terk.<br />—¡Alcalde, no, deteneos! Debéis conservar la calma —trató de advertir Zando.<br />Al instante fue golpeado severamente en la boca del estómago.<br />Terk, mientras tanto, miraba perplejo la saliva en sus botas.<br />—Rompedle un dedo y seguid cada vez que hable sin permiso —ordenó.<br />Zando sabía que aquello era ilegal. Un militar no poseía la autoridad para ajusticiar a un civil sin un juicio previo. Toda la aldea había sido declarada culpable mucho tiempo atrás por un emperador cruel y mezquino. Era la segunda vez que Zando emitía juicios de valor condenando a Golo, y una vez más, no había experimentado remordimientos por tener semejante pensamiento. «Has perdido la poca honradez que te quedaba, viejo. Un hombre de honor jamás cuestiona la autoridad de un superior». Crod gimió de dolor cuando le fracturaron el dedo índice de la mano izquierda. Los primeros aldeanos ya asomaban alertados por los gritos. Tenían el temor reflejado en la mirada.<br />—Portaos bien señor alcalde —advirtió quedamente Terk—, vuestros leales conciudadanos os observan. ¡Ciudadanos! —gritó volviéndose a la decena de aldeanos que lo miraban—. Yo, Terk, capitán del ejército del emperador Golo, os conmino a pagar los quinientos treinta y cuatro inus de plata que Roca Veteada adeuda en concepto de impuestos impagados. Tenéis hasta mañana al amanecer. Es todo.<br />—¡Estamos en la ruina! —protestó Crod—. Si os diésemos hasta la última moneda que tenemos todos los lugareños no alcanzaríamos la mitad de esa cifra. Si el Imperio quiere cobrar impuestos que ayude a sus ciudadanos primero.<br />El hombre tenía redaños, a Zando no le cabía duda. Apaleado y con un dedo roto, aún tenía arrojo para defender lo que creía. «¡Es lo justo, así se pudra Golo!». Si al menos la aldea siguiera destrozada, tendrían una oportunidad. Todo era culpa suya. Había dejado de cumplir con su deber, y ellos lo pagarían. Zando sintió volverse sus tripas del revés.<br />Terk examinó el poso de vino de una jarra colocada en una de las mesas que aún presidían parte de la calle. Después arrancó una guirnalda de flores del porche de una casa. Finalmente examinó con fingido detenimiento la calzada recién reparada.<br />—Creo que me tomáis por tonto, señor alcalde —afirmó en tono lúgubre—. Lo que veo es un sitio próspero donde se organizan fiestas y se despilfarran las monedas. He dicho mi última palabra. Sois libre hasta mañana al amanecer. Más os vale pagar la deuda.<br />Crod refunfuño al incorporarse y comenzó a caminar hacia su herrería, protegiendo su mano lesionada.<br />—¡Ah, por cierto! —lo conminó Terk—. Habéis vuelto a hablar sin permiso, ya sabéis lo que eso significa.<br /><br />Una hora después, Zando estaba fuertemente maniatado a un tronco que los soldados habían ensartado diligentemente en el centro de la calle.<br />La tropa de Terk se había pasado toda la mañana inspeccionando la aldea. Al principio se ciñeron al núcleo principal, pero enseguida partieron en pequeños grupos en dirección a las numerosas granjas esparcidas por los alrededores. Terk había instalado su base de operaciones a la entrada, con las tiendas de campaña habituales en estos casos. Los aldeanos acudían a verlo escoltados por los soldados. Un par de mujeres habían roto a llorar después de la entrevista.<br />Al verlo maniatado y humillado, los habitantes del pueblo no se atrevieron a dirigirle la palabra. Pasaban cabizbajos, echando furtivas miradas en su dirección. Zando podía ver el temor reflejado en sus ojos. No era buena idea dejarse ver con alguien que despertaba las iras de la justicia. Algunos se dirigían a la cabaña de Crod, probablemente para tratar de decidir qué hacer ante aquella emergencia. Lamentablemente, todo era inútil. Si no presentaban hasta el último inu, serían ajusticiados. El castigo dependería en buena medida del talante de su juez. Terk parecía implacable y eso no presagiaba nada bueno. Probablemente los echase a todos de allí. Quizás eso fuera lo mejor. Empezar de nuevo en otro lugar. Para ellos aún había esperanza.<br />Cercano el medio día, un nutrido grupo de aldeanos liderados por Crod se dirigió directamente hacia él.<br />—En nombre de Yemulah, ¿queréis explicar qué demonios hacen esos soldados aquí? —demandó sin preámbulos. Sus dedos estaban precariamente entablillados—. ¿Es cierto que vuestra misión era la de cobrarnos los impuestos?<br />—Yo… lo siento —admitió Zando avergonzado—. Nunca pensé que las cosas podrían llegar hasta este punto.<br />—Ahorraos las excusas, soldado —Crod pronunció la palabra con desprecio.<br />—No son excusas. Mi misión era cobraros, pero al ver las condiciones en las que vivíais no pude hacerlo. Decidí que si el Imperio os debía algo de ayuda yo debía prestárosla. Después de todo, llegué aquí como representante del ejército.<br />—Menudo consuelo. Ahora nos desahuciarán de una aldea reconstruida en lugar de una en ruinas. Es necesario negociar. Debemos demostrar que no podemos pagar. Lograremos salir de esta. De algún modo lo lograremos.<br />Eso era imposible y Zando lo sabía. Los soldados no atenderían a razones. Sólo cumplirían sus órdenes.<br />—Sí, quizás logréis mostrarle la verdad al capitán Terk —mintió. No se sentía con ánimos para decirles la verdad—. Yo intercederé por vosotros. Cargaré con toda la culpa. Podéis iros tranquilos.<br />—La tranquilidad es un bien escaso por estas tierras —declaró Crod con acritud antes de marcharse.<br /><br />Las horas pasaron lentas bajo un tiempo cargado de negros nubarrones. Zando, maniatado y humillado, era presa de la desesperanza. Le daba igual morir o vivir, salir bien parado o ser ejecutado. Se creía merecedor de cualquier castigo. Cautivo como estaba, sólo le quedaban sus aciagos pensamientos. Creía haberse rehecho a sí mismo como hombre en su larga carrera militar, con su sudor y voluntad. Pero la cruda realidad se había impuesto finalmente. No debía haber perdido el control en el templo de Féldaslon, no debía haber renunciado a cobrarles los impuestos a los aldeanos y no debía haber retrasado su marcha de aquel lugar perdido y olvidado. Su vida había demostrado tener un orden, un equilibrio. Él había hecho del Mert´h indú la guía sobre la que asentar sus actos. Y todo había ido bien durante años. O eso creía él. En lo profundo de su ser, ahora sabía que no. Después de todo, la gente no cambiaba. Finalmente, no había dado la talla.<br />Sí, merecía cualquier castigo.<br />—¿Zando, sois vos de verdad? —preguntó una voz femenina a sus espaldas—. ¡Yemulah bendito, es cierto!<br />—¿Q…quién? —preguntó con la boca seca. No había bebido en todo el día.<br />—Soy yo, Vera —dijo colocándose frente a él. La mujer presentaba un aspecto cansado, como si no hubiera dormido. Vestía con ropas de faena raídas—. Anoche Dolmur vino a verme muy alterado, pidiendo el pago por su trabajo. Después no sé nada de vos en toda la noche y ahora unos soldados irrumpen en la granja y me obligan a venir a hablar con su capitán. Me tachan de enemiga del Imperio y amenazan con quitármelo todo —sus ojos se anegaron de lágrimas—. ¿Por qué? Vos dijisteis que todo iría bien, que el Imperio se iba a hacer cargo de nuestra situación.<br />Otra mentira. Zando se había limitado a informar de la muerte de Alasia Valin y, preso por el sentimiento de culpa, se había dedicado a ayudar a los aldeanos. El resto no era más que una confusión que él no había tenido fuerzas para aclarar. Zando se sentía el hombre más miserable del mundo.<br />—Yo… no soy más que un farsante. Fui enviado aquí a cobraros los impuestos. Ahora todo el mundo será castigado por mi estupidez.<br />—¡No os atreváis a decir eso! —Vera lo tomó de los hombros—. Por primera vez en años, Roca Veteada ha recuperado la ilusión. La aldea jamás tuvo mejor aspecto. Y os lo debemos a vos. Al diablo con los impuestos. Os constaba que no eran justos y obrasteis con honradez y dignidad.<br />—No… —Vera no lo entendía. El libre albedrío no conducía a una vida recta. Él había tratado de seguir el Código de Honor y había fracasado. Lo demás eran excusas y justificaciones vacías—. Debéis iros, no deben veros junto a mí. Olvidad que me habéis conocido. Marchad ahora.<br />—Tenéis los labios resecos. Aún quedan odres con agua en las mesas del banquete, os traeré uno —respondió Vera en cambio.<br />Zando maldijo a aquella terca mujer. Debía hacer que se fuera, que lo olvidase. Ella no debía pagar por sus faltas. Valía demasiado.<br />—Tomad —Vera ofreció un cuenco con agua fresca—. Bebed, yo os la sostendré.<br />—No, no lo entendéis. Iros ahora mismo. Marchad de inmediato —Zando estaba enajenado, debía hacer que se fuera de inmediato. Vera se limitó a acercar el agua a sus labios—. Yo era el General Verde. ¡Mataron a vuestra hermana por mi culpa! —dijo al fin.<br />El cuenco se escurrió entre los dedos de Vera, cayendo al suelo donde se hizo añicos. Miraba con ojos desorbitados al suelo, aturdida aún por la revelación. Zando sintió que su alma se rompía en mil pedazos. Una lágrima corrió por la mejilla de la mujer. Lentamente, levantó los ojos hasta encararse con él. El desprecio y la repudia eran los únicos sentimientos que traslucía el rostro congestionado de la mujer.<br />—¿Vos? —acertó a preguntar con voz ronca.<br />—Sí, yo. A raíz del incidente fui degradado y enviado aquí. Alasia murió por mi culpa.<br />Vera le sostuvo la mirada unos instantes antes de decir:<br />—Os desprecio.<br />Después, lo abofeteó sonoramente y comenzó a caminar en silencio de vuelta hacia la granja.<br />Zando creyó morir de dolor.<br /></div></span>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-72125091251787046572011-03-23T23:59:00.001+01:002011-03-24T00:03:51.676+01:00CAPÍTULO XIII: CELEBRACIONES<div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XIII<br />CELEBRACIONES<br /><br /><br />Las semanas pasaron hasta convertirse en meses. Entregado de sol a sol a la reconstrucción de la aldea, Zando apenas fue consciente de la llegada del verano. El clima en el interior del valle, si bien solía ser crudo en invierno, se mostraba benigno en los meses de verano, con temperaturas suaves y moderadamente agradables. El tiempo, pues, invitaba al trabajo, favoreciendo la frenética actividad que se había adueñado del lugar.<br />Poco a poco, Zando se fue ganando la confianza de los aldeanos. Su entrega y capacidad de trabajo habían logrado abrirle las puertas de Roca Veteada. El rechazo inicial dio paso a una admiración mutua entre el sargento y los aldeanos. Incluso Crod, el testarudo herrero, dejó de acecharlo como un ave de presa, tornando la animadversión que sentía hacia él por una tolerancia tensa, con saludos secos cuando sus caminos se cruzaban.<br />Las obras de acondicionamiento y reconstrucción estaban muy avanzadas, gracias a la estrecha colaboración entre los habitantes. Zando era el encargado de coordinar el trabajo diario, compaginando las labores personales de cada cual con las de reconstrucción, ahora comunitarias. Los granjeros, en vez de lamentarse y sentirse desbordados e impotentes por los acontecimientos, se comprometían con las reparaciones con energías renovadas. En ocasiones, el grueso de los hombres acudía a una sola propiedad, para contribuir con su esfuerzo a la consecución de una obra de mayor magnitud.<br /><span class="fullpost"><br />Tal era el caso de Delonias Marktub, que incluso tuvo que trasladar su casa de emplazamiento y reconstruirla desde cero. Zando había descubierto que la ladera sobre la que estaba construido el hogar de Delonias sufría constantes corrimientos de tierra que hacían agrietarse peligrosamente el edificio. Igualmente, procedieron a levantar pequeñas presas en las torrenteras de mayor caudal. El arroyo que surcaba el valle fue asimismo desbrozado y su caudal ampliado, reforzando los tramos con tendencia al desbordamiento. Desde cualquier punto de vista, Roca Veteada había renacido.<br />Desgraciadamente, no se podía decir lo mismo del artífice de tal milagro.<br />Cada día de duro trabajo acercaba irremisiblemente a Zando al momento que más temía: el cobro de los impuestos. Si en un primer momento le había parecido buena idea comprometerse a la reconstrucción de la aldea, ahora no las tenía todas consigo. Su plan consistía en usar sus conocimientos y su esfuerzo como moneda de cambio para poder cobrarles los impuestos. Él pagaría los servicios adeudados por el Imperio con su trabajo.<br />Pero no iba a resultar tan sencillo.<br />Ahora que los aldeanos habían recobrado la ilusión, apenas lo necesitaban. Zando lideraba y organizaba las jornadas de trabajo, pero eran ellos quienes realizaban la mayor parte del mismo. Si pretendía pagar él solo la deuda, no le bastaría con unos meses de esfuerzo: necesitaría años.<br />Ahora que Zando veía cercano el día en que finalizarían las obras, una terrible desazón lo embargaba. ¿Qué haría entonces? ¿Regresaría a la capital sin haber cumplido con su misión? Vivir en deshonor se le antojaba peor que la misma muerte. Pero, ¿acaso podía conservar el honor recaudando unos inus que los aldeanos no tenían? Eligiese lo que eligiese, parecía estar condenado al fracaso. No existía una salida satisfactoria.<br />Curiosamente, la idea de permanecer en Roca Veteada el mayor tiempo posible, no lo desagradaba. Después de años de estéril dedicación a un trabajo burocrático, resultaba estimulante emplearse en labores manuales. En el microcosmos formado en aquel remoto paraje, la vida tenía sentido por primera vez en años.<br />Y Vera tenía mucho que ver en la agridulce sensación de paz que lo embargaba.<br />Zando usaba como morada su granja. Cada día, al llegar el ocaso, caminaba hasta su propiedad, deseando disfrutar de la paz de la noche estival en compañía de la mujer. Después de cenar, se sentaba en el porche de la casa, junto a ella. Allí charlaban hasta bien entrada la noche.<br />Así, entre anécdota y anécdota, Zando descubrió a una mujer que, además de ser una trabajadora formidable, demostró ser culta, con inquietudes que iban más allá de lo puramente mundano. Sus padres, comerciantes y artesanos de origen cosmopolita, habían inculcado en ella el interés por el arte y las letras. Orgullosa, Vera le enumeraba los libros que había leído en su vida, conseguidos con esfuerzo cada año en su viaje anual al mercado de Sinie. Apenas eran una veintena, pero para ella eran su posesión más preciada. Algunos, incluso los había llegado a releer en numerosas ocasiones.<br />—¡Ah, si yo viviera en un lugar como Ciudad Eje! —decía—. ¿Imagináis cuántos libros podría leer en un lugar así? —su mirada se iluminaba al pensar en las posibilidades que ofrecían las grandes urbes.<br />Sin embargo, cuando Zando la animaba a viajar, Vera se negaba a concederse tal posibilidad, insistiendo en que su vida estaba irremediablemente unida a la granja. Para ella, abandonar el lugar donde había nacido y crecido era algo antinatural.<br />—Quizá, si no estuviera sola, me animaría a concederme un descanso, pero no ahora. He entregado a esta tierra demasiadas lágrimas como para irme sin más —argumentaba.<br />No todas las conversaciones versaban sobre literatura. Vera también cultivaba su afición por el arte: sentía verdadera pasión por la elaboración de tapices, para los que empleaba un viejo telar comprado a un buhonero hacía años. Las composiciones de sus lienzos, alejadas de los temas frívolos o históricos que solían caracterizar a los vistos en Ciudad Eje, versaban en su mayor parte sobre estudios preciosistas de la vida animal y el paisaje. Admirado por la belleza de su trabajo, la animó a continuar.<br />—Si dejáis que el bribón de Dolmur se ocupe de su venta en la capital, podríais sacar una suma bastante respetable. Ese muchacho le vendería unos guantes a un manco —le sugirió con ironía.<br />Poco a poco, la amistad y la complicidad fueron creciendo entre ellos. La admiración inicial hacia la mujer se había tornado en un cariño muy especial que Zando sentía como mutuo.<br /><br />Fue un día, a mediados del estío, cuando Zando conoció la historia de Roca Veteada. Una inesperada tormenta de verano había obligado a suspender las obras a media tarde. Resignado por el retraso, Zando caminó bajo el aguacero hasta la granja de Vera. Al llegar, un sol radiante lucía de nuevo; las nubes se habían disuelto tan rápidamente como habían surgido. Vera, al verlo llegar empapado, encontró muy divertido su aspecto.<br />—Sé que teníais muchas ganas de verme —bromeó—, pero no hacía falta caminar bajo la lluvia.<br />Zando no pudo evitar sonreír.<br />—Un gesto tan caballeroso bien merece una compensación —continuó Vera—. Venid, aprovecharemos la ocasión que se nos brinda. Después de todo, nunca me concedéis el favor de vuestra compañía hasta el ocaso. ¿Me haréis el honor de acompañarme?<br />—Encantado —sonrió Zando—. ¿Dónde iremos?<br />—No os lo puedo decir, es una sorpresa —respondió Vera tendiéndole la mano e invitándolo a seguirla.<br />Ambos se dirigieron al oeste, hacia el fondo del valle, internándose en la espaciada arboleda que rodeaba la granja de Vera. Aún eran visibles los restos de un antiguo camino transitado tiempo atrás e invadido ahora por la maleza. Conversaban animadamente, burlándose de los torpes esfuerzos de Dolmur por convertirse en un hombre de campo; dudaban si el joven había causado más destrozos que cosas había reparado.<br />El sendero bordeó un macizo rocoso desgajado de la cadena montañosa que rodeaba el valle. Al llegar al final del camino, Vera se volvió hacia Zando. Pese a la umbría reinante a aquellas horas, los destellos de una veta dorada eran visibles en lo alto de una inmensa pared vertical.<br />—Eso —dijo Vera señalando hacia arriba—, es lo que le da el nombre a la aldea, y el motivo de que estas tierras hayan sido colonizadas.<br />Zando miró intrigado el enorme filón mineral que emergía a gran altura. Una veta de mineral dorado contrastaba con la austeridad de la roca circundante. A sus pies, al nivel del suelo, los restos de una intrincada estructura de andamios yacían invadidos por el musgo y devorados por la intemperie.<br />—¿Debo entender que los aldeanos sois descendientes de buscadores de oro? —preguntó Zando.<br />—No exactamente. Venid, os lo explicaré —dijo Vera señalando un tronco caído. Se sentaron uno junto al otro. La proximidad física hizo que Zando se sintiese extrañamente nervioso, casi como un adolescente—. Todos los que vivimos en este valle somos los descendientes de una antigua caravana de colonos que buscaban nuevas tierras en las que asentarse. La comitiva estaba compuesta por ciudadanos de la capital arruinados, comerciantes y artesanos en su mayor parte, que buscaban desesperadamente una nueva vida, un lugar donde comenzar de nuevo. Al partir de Ciudad Eje, tomaron la ruta suroeste, probablemente la misma por la que habréis venido vos desde la capital. Al llegar a la linde del Bosque Oscuro, los colonos se encontraron con un descubrimiento que los obligó a tomar una decisión arriesgada. Hallaron el modo de bordear la floresta a través del paso que usasteis para llegar hasta la aldea: el estrecho túnel natural que forman la pared de roca y el techo del bosque.<br />Zando asintió. Nadie conocía su incursión en Shazalar. En la aldea, todos daban por supuesto que habían llegado por la única ruta conocida.<br />—Si bien la intención inicial de los colonos era llegar hasta las despobladas tierras del norte de Arendia —continuó Vera—, ahora se les ofrecía la posibilidad de llegar a tierras vírgenes, más allá del gigante arbóreo. Tras duras deliberaciones, el grupo inicial se dividió en dos. El primero continuaría su camino y fundaría los asentamientos que hoy conocemos como Sinie, Eurdal y Linesmon. El segundo, se internó en el estrecho pasadizo y se aventuró más allá. Al cabo de un mes de duro avance abriéndose camino y creando un paso hasta entonces inexistente en algunos tramos, llegaron a este valle. Esperanzados, creyeron haber encontrado un nuevo paso hacia Ilicia, así como tierras vírgenes donde establecerse.<br />—Pero en lugar de eso, descubrieron que el valle no tenía salida…<br />—Eso es. Y lo que es peor, la extensión de estas tierras no bastaba para acoger a todos los colonos. Sólo una pequeña parte podrían quedarse, arriesgándose a vivir en una de las zonas más aisladas del Imperio. Se mirase por donde se mirase, la decisión de escindirse del resto de la caravana parecía un error fatal.<br />“Sin embargo, un colono hizo un hallazgo que cambiaría sus vidas para siempre: tratando en vano de hallar una salida del valle, descubrió la veta suspendida sobre nuestras cabezas. La esperanza floreció de nuevo entre la comitiva, que creyó haber dado con un filón de oro. Desgraciadamente, la veta estaba en un lugar prácticamente inaccesible. Una vez más, se vieron obligados a tomar una difícil decisión: quedarse y construir un andamio de proporciones colosales, o marcharse y renunciar a la posibilidad de extraer el preciado mineral. Esta vez, la unanimidad cundió en las filas de los colonos: todos decidieron quedarse y arriesgarse. Ninguno se hubiese perdonado si después de renunciar, sus compañeros hubieran hallado finalmente oro.<br />—Tal es la condición del ser humano, siempre dispuesto a verter sus esperanzas en empresas vanas —opinó Zando—. Para triunfar, la mayor parte de las veces, el único camino es el trabajo duro.<br />—Por no mencionar que es el único método infalible para ganarse la vida —concedió Vera—. En cualquier caso, los colonos se emplearon a fondo durante meses, acometiendo una empresa que hubiese puesto en apuros a muchos arquitectos reputados. Finalmente, tras demasiados accidentes y lágrimas vertidas, el andamio alcanzó la altura suficiente. Grindon, el colono que había hallado la veta, tuvo el honor de ser el primero en tocar el mineral. El resto contuvo la respiración mientras el hombre arrancaba de la veta un fragmento de mineral. Cuando Grindon miró a la multitud, las expectativas vertidas durante meses se esfumaron en un instante. “Sólo es pirita” —dijo—. “Todo ha sido en vano…” añadió mientras les arrojaba el fragmento.<br />“Así, finalizó la aventura que los colonos iniciaran meses atrás, cuando tomaron el camino que los condujo hasta el valle. Rotas sus esperanzas, volvieron sobre sus pasos, con los ánimos destrozados y el alma rota.<br />“No obstante, un pequeño grupo decidió permanecer en el valle. Como consecuencia de la construcción del andamio, se habían talado muchos árboles, despejado grandes extensiones de tierra. Era un lugar propicio para asentarse, después de todo. Quizás, tras el varapalo sufrido, aún quedase espacio para la esperanza. De este modo, la mayor parte de las familias que habían perdido a alguien en la construcción de la estructura decidieron permanecer en el valle, bautizando el lugar como Roca Veteada. El nombre les recordaría siempre la historia que los llevó a asentarse aquí.<br />—¿Vos presenciasteis los sucesos que habéis narrado?<br />—No, mi padre fue uno de los colonos que construyeron el andamio. Mi hermano mayor, un adolescente en aquellos días, fue uno de los que perecieron en la construcción. Mis padres decidieron quedarse y comenzar de nuevo. Mi hermana y yo nacimos aquí. Somos la primera generación genuinamente autóctona. De los cinco miembros de mi familia, ahora sólo quedo yo —Vera ensombreció el rostro y miró a Zando, turbada—. ¿No creéis que ya he pagado suficiente por vivir en este lugar? Si Alasia no se hubiese enfrentado a aquel maldito general… —exclamó sollozando.<br />Zando le tendió torpemente los brazos, disimulando su angustia. Si Vera sospechase la verdad… No, no podía pensar en ello. Por primera vez en muchos años, se enfrentaba a un problema del que no sabía cómo salir. ¡Hur! ¿Cómo podía sentirse culpable por algo en lo que no había tomado parte? No fue su mano la que segó la vida de Alasia, ni su voz la que dio la mortal orden. Y sin embargo…<br />—Ya pasó, ya pasó —dijo torpemente, tratando de consolarla. La mujer se abrazó con fuerza, llorando contra su pecho.<br />Al cabo de unos minutos, recuperada ya la serenidad, Vera se incorporó con energía, animándolo a seguirla.<br />—Es la hora, si seguimos aquí, nos perderemos lo mejor. ¡Seguidme! —señaló mientras comenzaba a andar.<br />Lo guió por un sendero ascendente y muy empinado, que subía serpenteando por el costado del saliente que ocultaba la veta al valle. La mujer se desenvolvía con soltura, caminando al borde del precipicio con seguridad. De cuando en cuando, se volvía para asegurarse de que Zando la siguiese de cerca. La vereda desembocó en un pequeño saliente que hacía las veces de mirador.<br />—Hemos llegado ¡Mirad! ¿No es hermoso? —preguntó jadeando. Una sonrisa jovial iluminaba su rostro.<br />Zando se recreó con la magnífica vista. Ante ellos se extendía el valle de Roca Veteada, con su forma de luna creciente, ahora evidente desde esa altura. El terreno, pese a parecer más o menos llano al transitarlo, presentaba un desnivel suave, descendiendo desde la granja de Vera, la propiedad más lejana al núcleo urbano, hasta donde Shazalar limitaba con fondo del valle. Desde su privilegiada posición, acertaban a ver cada granja y propiedad, cada parcela y sendero. El gran bosque se perdía en el horizonte, enmarcando las lunas pintadas con suaves tonos pastel en la menguante luz del atardecer. Las primeras estrellas comenzaban a titilar sobre la bruma gaseosa que flotaba en el horizonte.<br />—Es una vista magnífica —dijo Zando—. No había advertido antes la presencia de aquella granja —observó señalando un edificio medio derruido oculto por la maleza—. Parece abandonada. ¿Qué sucedió con sus ocupantes?<br />—Es irónico que preguntéis por esa granja. Perteneció a Grindon, el descubridor de la veta. Él y su esposa fallecieron hace años. Su hijo Meldon nos abandonó hace unos cinco inviernos, cuando la riada destrozó medio valle. No hemos vuelto a saber de él. Eran una familia extraña, de carácter huraño. No solían relacionarse con el resto. Supongo que Meldon disfrutará en la actualidad de una vida mejor, alejado de las penurias de este lugar —aventuró Vera suspirando.<br />—En cualquier caso, es un lugar que bien merece ser contemplado —dijo Zando sentándose en el borde e invitando a Vera a acompañarlo—. Venid, disfrutemos del paisaje.<br />Ambos permanecieron allí hasta bien entrada la noche, entregados a la plácida contemplación de la vista. Ninguno dijo nada; lejos de incomodarlos, el silencio no hizo sino hacerlos sentirse cómplices.<br /><br />Aquella noche, el purgatorio abrió sus puertas de par en par.<br />Zando soñó…<br />“La realidad fluctuó, cambiante, haciendo lógico lo ilógico, tornando como auténtica la quimera del pasado.<br />Zando volvía a ser joven. Caminaba terriblemente asustado, aunque desconocía el motivo. Sus pasos eran vacilantes, a través de una densa oscuridad que lo oprimía.<br />Poco a poco el sueño iba tomando forma.<br />Zando supo que era invierno. Una fría noche invernal. Tenía la mente embotada por las cervezas. No debía haber bebido tanto, pensó. Llegó hasta una casa —¿O acaso la casa siempre había estado ahí?—. El edificio le recordaba vagamente a una morada a la que una vez había llamado hogar, aunque ésta era más amenazadora, con las líneas más cortantes y los ángulos más acentuados. Una apremiante sensación lo impelía a entrar, pese a saber que ya era tarde —¡Hur! ¿Tarde para qué?—. Empujó la hoja con suavidad, intentando no hacer ruido. Si Niriana se enteraba de que había vuelto a ir a la taberna, se enfadaría con él.<br />—Borracho, tal y como imaginaba —su mujer lo observaba sentada junto a la pequeña chimenea, que ardía con llamas de color carmesí.<br />Pese a estar en la penumbra, Zando advirtió que tenía los ojos enrojecido; había estado llorando.<br />—Yo… lo siento —se disculpó. Una profunda sensación de pesar lo embargó. Odiaba aquella mirada cargada de reproche.<br />—Lo sé, sé que lo sientes. Cada día lo has sentido los últimos seis meses.<br />Zando no dijo nada. Se limitó a tambalearse junto a la puerta. Una familiar sensación de pánico comenzaba a invadirlo.<br />—Escucha Niriana, mañana yo… —dijo al fin, rompiendo el tenso silencio. La mujer no lo dejó acabar.<br />—No es suficiente, nunca más lo será. No después de lo que ha pasado.<br />Zando no comprendía a su mujer. Su voz estaba cargada de un resentimiento que le desgarraba el corazón. Entonces lo vio. Sus ojos enfocaron un pequeño bulto situado en un rincón.<br />Un bulto rojo carmesí.<br />Entre los pliegues de la tela asomaba una diminuta mano. Zando fijó su vista en el vientre de su esposa: ya no estaba abultado.<br />—Oh bendito Hur, has dado a luz. ¿El niño…?<br />—Está muerto. ¡MUERTO! ¿Me oyes malnacido? Y el único culpable eres tú.<br />—¿Yo? —Zando no lograba asimilar la enormidad de todo aquello, ahogado por un pánico capaz de hacerlo enloquecer.<br />—Sí, tú. Tu desidia y tu hipocresía lo han matado. Si hubieras estado aquí, en tu hogar, junto a tu mujer, yo no hubiera tenido que salir al exterior a cortar algo de leña con la que poder calentarme.<br />—Es cierto, te prometí que la cortaría. Oh, Niriana, lo siento tanto...<br />—Sí, lo prometiste, hace tres largos días. Así que tuve que hacerlo yo misma. El esfuerzo adelantó el parto. He estado toda la tarde retorciéndome de dolor antes de sufrir un aborto, maldito borracho —sus ojos ardían de odio—. Pero ya no más.<br />—Escucha amor mío…<br />—¡No me llames así! Jamás lo hagas. Si me quisieras, hubieras encontrado un trabajo hace meses, te ocuparías de arreglar esta chabola a la que llamamos hogar y no perderías tu tiempo emborrachándote en tabernas de mala muerte y gastando el poco dinero que tenemos.<br />Zando no dijo nada. Sabía que su joven esposa tenía razón. Y sólo había enunciado algunos de sus muchos pecados.<br />—No eres un mal hombre —continuó Niriana. Ahora sombras fluctuantes invadían su hogar. Sólo acertaba a ver el rostro de su mujer y el cadáver de su hijo—. Eres amable y jamás me has faltado el respeto. Pero eso no basta. No ahora —dijo señalando el feto—. Yo… no quiero volver a verte.<br /> —¿Qué? —Zando notó cómo le corrían lágrimas por las mejillas.<br />—No se te ocurra decir nada. No deseo volver a saber de ti. Vete ahora mismo y jamás vuelvas. Quizás algún día dejes de ser un holgazán borracho, aunque lo dudo. Te deseo lo mejor —Niriana se levantó y señaló al exterior—. Vete.<br />—Te lo suplico…<br />—¡VETE!<br />Zando sintió que todo su mundo se derrumbaba. Sintiendo que le faltaba el aire, se volvió y cerró la puerta tras de sí. En el interior se oía el amargo llanto de su mujer. Ella tenía razón en todo cuanto le había dicho. Él había matado a su hijo. Él había llevado a la ruina su amor, había incumplido sus deberes como hombre y marido.<br />Corrió y corrió en la oscuridad hasta caer rendido”.<br /><br />Despertó bañado en sudor, angustiado. Aspiraba el aire a bocanadas, presa del terror. Una suave mano le acarició la frente afectuosamente.<br />—Shhh, ha sido sólo un sueño. Estáis a salvo —le dijo una dulce voz de mujer.<br />—¿Niriana? —su mente no distinguía aún lo real y lo soñado—. ¿Eres tú? Lo siento, ¡lo siento tanto!<br />—No soy Niriana. Soy Vera. Y vos estáis en mi casa. Soñabais. Teníais una terrible pesadilla.<br />—¿Vera? —Zando, aún confuso, mezclaba en su mente sueño y realidad—. El niño murió por mi culpa. Necesito… ¿dónde está Dolmur? Él… debería estar aquí.<br />—Dolmur duerme en el cuarto de Alasia. Vos os quedasteis dormido junto al hogar. No quise despertaros y os arropé con una manta. Al oíros gemir vine a ver cómo estabais.<br />—Yo… lo lamento —Zando volvía a recuperar el control de sí mismo, aunque aún se estremecía descontrolado.<br />—Supongo que esa Niriana de la que hablabais en sueños era vuestra esposa —Vera le acariciaba dulcemente el mentón, tranquilizándolo.<br />—Yo le fallé más allá de toda medida. Juré que jamás rehuiría una obligación durante el resto de mi vida. Debo hacer lo correcto, ¿lo entendéis, verdad? En todo momento y situación —dijo Zando con la voz quebrada.<br />—No seáis tan duro con vos, estoy convencida de que sois un buen hombre. Llorad, os sentará bien, las lágrimas limpian el alma —la mujer lo abrazó contra su pecho, protectoramente.<br />Un dique se rompió en el interior de Zando y, por primera vez desde hacía décadas, dejó salir todo cuanto lo consumía por dentro.<br /><br />Cuando Zando abrió de nuevo los ojos, el sol ya estaba muy alto en el cielo. Aún estaba sentado junto a la chimenea. Poco a poco, el recuerdo de la pasada noche acudía a su mente. Se quedó dormido en la mecedora de Vera, en la planta baja. Por tanto, no subió a su habitación a advertir a Dolmur que velase su sueño. Recordaba el miedo, la angustia… y el protector abrazo de Vera. La mujer lo había ayudado sin hacer preguntas. Recordaba la cálida sensación de protección en sus brazos. Zando casi había olvidado lo que era sentirse así, protegido por otro ser humano.<br />Sin detenerse a desayunar, se dirigió con pasos presurosos hacia el exterior. Deseaba agradecerle a Vera todo cuanto había hecho por él.<br />Vio a Dolmur trabajando en el corral. Trataba con poco éxito de clavar un poste para la nueva cerca. Al verlo, el joven corrió hacia él con una sonrisa pintada en el rostro.<br />—Mira quién ha despertado… nuestro madurito galán —dijo Dolmur guiñándole un ojo—. Contadme, anoche yacisteis junto a Vera ¿no?<br />—No seas vulgar Dolmur. Vera es una mujer decente. Tuve una de mis pesadillas. Me quedé dormido en la sala de estar, ella me oyó y vino en mi ayuda. Eso es todo. ¿Está Vera por aquí?<br />—Se fue al amanecer con el rebaño. ¿Y os consoló muy afectuosamente? —el tono de Dolmur era inequívocamente burlón.<br />—Una sola palabra más y…<br />Dolmur corrió en estampida hacia la cerca y no volvió a levantar la vista. Pese a sus esfuerzos, el joven no parecía poseer cualidades para las faenas manuales. Era lento y le costaba hacer un trabajo limpio y bien acabado, aunque lograba cumplir a duras penas su cometido. Pronto habría trabajado lo suficiente para pagar el caballo y partiría hacia Ciudad Eje.<br />Pensar en la capital le produjo a Zando un ataque de ansiedad. Su misión en la aldea era recaudar impuestos.<br />Era un soldado.<br />No debía cuestionar las órdenes, sólo cumplirlas. Había roto una de las máximas que habían guiado su vida los últimos treinta años. ¿Qué haría cuando hubiesen terminado las tareas de reconstrucción de la aldea? ¿Los saludaría a todos y les exigiría el pago de los impuestos aduciendo que el Imperio había cumplido sus obligaciones a través de él? Probablemente, la confianza que tanto trabajo le había costado ganarse desaparecería en un instante. ¿Sería capaz de cobrarles la deuda? El dilema parecía no tener solución. «Aún queda mucho por hacer, no te adelantes a los acontecimientos», se dijo. Los problemas, bajo su punto de vista, había que afrontarlos cuando llegasen, ni un minuto antes. Trabajaría duramente hasta que la aldea estuviera recuperada y, llegado ese temido día, decidiría.<br />Pero Zando tenía otro motivo para desear que ese día no llegase: Vera. La noche anterior, al abrazarla, se había sentido extrañamente liberado. Su mirada comprensiva, sus palabras de aliento, su paciencia. Todo en ella despertaba en Zando sentimientos que creía superados y profundamente enterrados.<br />Con el devenir de los días había esperado, cada vez con más impaciencia, el momento de sentarse junto a ella, de caminar a su lado, de oír su voz y perderse en la profundidad de sus ojos. Pese a negárselo a sí mismo, se estaba enamorando de aquella campesina humilde y trabajadora.<br />Cuando sintió su abrazo la noche anterior, se había sentido extrañamente a salvo, comprendido y perdonado a la vez. «Ella es una mujer por la que merece la pena luchar», pensó.<br />Dio gracias a los dioses por permitirle compartir aquellos días junto a una mujer tan excepcional y se dirigió a la aldea. Ese día contaría con la ayuda de cinco aldeanos para continuar las reparaciones de la calzada. Después se dirigiría hacia el cercano bosque de la ladera del arroyo y talaría unos grandes y alargados álamos con los que construir una empalizada. Por último, ayudaría a excavar unos canales de desagüe para prevenir futuras riadas.<br />A Zando le gustaba ayudar en algo constructivo, para variar. Desde su etapa como soldado raso, sus tareas como militar raras veces consistían en la creación de algo tangible y, desde luego, no contando con el apoyo e interés de la gente. Tan sólo Crod se mostraba aún reticente. El herrero desconfiaba de todo cuanto tuviese que ver con él. En cierto sentido, poseía un carácter muy parecido al suyo. Pese a que aprobaba sus esfuerzos por ayudar a la población, mantenía que todo aquello no era sino una treta para congraciar a los habitantes con el sistema y que, tarde o temprano, todo aquello les costaría caro a todos. «Nunca os fiéis del que nada pide a cambio», les decía.<br />Zando pensó que quizá tuviera razón.<br /><br />Pese a los esfuerzos de Zando por postergar la decisión de recaudar los impuestos, cada día el dilema acudía a su mente con más urgencia, empañando sus días con la sombra de la culpabilidad.<br />Y el tiempo, inexorable, alcanzó el día más temido.<br />Tres semanas después, Roca Vetada festejaba a la luz de las lunas el final de las reparaciones. La aldea lucía un aspecto inmejorable. La calzada principal se mostraba firme y nivelada, sin parches ni boquetes, y todas las casas se habían reparado y reforzado. Canales de desagüe redirigían el agua de lluvia, encauzados por los bordes de la calzada. A las afueras, en las torrenteras cercanas, se había horadado y limpiado el terreno y colocado diques, así como ampliado el cauce del arroyo. No eran grandes obras de ingeniería, pero bastarían para paliar los graves problemas que padecía la aldea en su planificación urbana.<br />Todos sus habitantes —incluido Crod—, convinieron en festejar el fin de las obras. La calle principal estaba engalanada de guirnaldas confeccionadas con los más variopintos materiales; desde restos de retales hasta plantas silvestres. Los vecinos habían aportado cada cual lo que estaba en su mano. Una sucesión de mesas se extendían alineadas y servidas con productos de la tierra. Cerveza, queso, hogazas de pan condimentado con especias, algún cordero sacrificado para la ocasión —dos sementales viejos que ya no rendían en los rebaños— y hasta algunos pasteles toscamente elaborados con lo poco que tenían a mano, abarrotaban los tableros.<br />Zando, como no podía ser de otro modo, era el invitado de honor. Presidía la enorme mesa en uno de sus extremos. Al otro, un risueño Dolmur conversaba animadamente, relatando a los más jóvenes sus aventuras en la capital, y de paso, llenándoles de ideales liberales sus impresionables cabezas. Prometía enseñarles las maravillas de Ciudad Eje y mostrarles lugares que sólo él conocía —esto último lo dijo guiñándoles un ojo, lo que provocó airadas miradas de desaprobación por parte de sus madres.<br />Incluso Delonias se había animado a sacar del baúl un antiguo laúd, tratando de amenizar la jornada. El tipo desafinaba más que tocaba, pero a todos les bastaba la intención en aquella noche tan especial.<br />—Has hecho un buen trabajo, Zando—le comentó Vera al oído durante la cena. La mujer estaba sentada a su derecha—. Hace tan sólo unos meses, este lugar parecía abocado al desastre, con aldeanos asustados y anclados en la desidia. Vos habéis sido el desencadenante de todo este milagro.<br />—En realidad, todos hemos estado alguna vez tan perdidos en nuestros propios problemas, que éramos incapaces de mirar más allá. Vuestros graneros siguen vacíos, pero ahora, al menos, se trabaja con esperanza. Estos hombres ya no temen a nuevos desastres y, si estos llegan, saben que podrán volver a levantarse por sí mismos. Yo sólo les ayudé a reaccionar. Ellos han hecho todo el trabajo. Son gente admirable.<br />—Vos sois admirable —Vera lo miró a los ojos, admitiendo un cariño que trascendía la mera amistad—. ¿Me concederéis este baile? Delonias ha hecho hincapié en que se sentiría muy honrado si bailarais al son de su laúd.<br />—Temo que hace años que no bailo —Zando trató de disculparse, pero Vera ya lo había arrastrado hasta la improvisada pista de baile. Como era de esperar, todas las miradas convergieron en ellos.<br />—No se dice que no a una dama —le regañó Vera haciendo un mohín—. Un caballero de ciudad debería saber eso. Además, no os preocupéis por hacerlo mal. No creo que nadie en toda la aldea sea capaz de seguir el ritmo de Delonias. Ese hombre desafina más que atina.<br />Resignado, Zando trató de seguir el compás, intentando en la medida de lo posible no hacer el ridículo. Toda su seguridad y autoestima se apoyaban en tareas en las que era un maestro. No era dado a entregarse a faenas que no dominase.<br />Al cabo de varios bailes rápidos, Delonias se atrevió al fin a tocar una danza tranquila. Vera lo abrazó por la cintura y comenzaron a bailar de modo más sosegado.<br />—Habéis encajado muy bien aquí, entre nosotros. ¿Qué haréis ahora que habéis finalizado las reparaciones? Debe ser muy difícil para un hombre como vos encontrar un lugar al que llamar hogar.<br />Vera había insinuado la pregunta que Zando llevaba esquivando el último mes. Si alguna vez había aspirado a recuperar su honor, ahora había renunciado del todo a ello. No tenía más opción que la huida o entregarse. Seguramente Golo disfrutaría con su ejecución. Imaginaba al emperador, sonriente ante el Senado, diciéndoles: “¿Veis? Os dije que no valía nada. No sirve ni para recaudar impuestos.”<br />Pero, ¿sentía Zando que realmente merecía la muerte? Por primera vez en su vida como militar había desobedecido una orden. Y el resultado no podía ser más satisfactorio. Se había obrado un bien palpable en aquel lugar perdido y apartado. Su desobediencia había servido para hacer felices a aquellas gentes humildes. Ellas tenían sobrados motivos para no pagar los impuestos. El Imperio les debía mucho más a ellos que a la inversa.<br />Pero él no era un político. Era un soldado. Este hecho no tenía vuelta atrás. No podía permitirse el lujo de pensar por sí mismo, ni de tomar partido. Sólo podía hacer una cosa: obedecer.<br />Y no lo había hecho.<br />—¿O es que acaso os espera alguna señora de Zando en la capital? —inquirió Vera en vista de su silencio. La mujer parecía algo azorada—. Lleváis mucho tiempo fuera y la tarea que estáis llevando a cabo en la aldea más parece que sea por cuenta propia que por la del Imperio. <br />—No, no estoy casado, al menos ya no. Lo estuve una vez, hace mucho.<br />—¿Con Niriana?<br />Zando la miró, sorprendido.<br />—Es la mujer de la que hablabais en sueños cuando tuvisteis esa terrible pesadilla —aclaró Vera al ver su expresión—. Ella… ¿falleció? —se aventuró a preguntar.<br />Así que había soñado con Niriana… A Zando le resultaba imposible recordar los sueños una vez que su mente se recuperaba de la experiencia. Junto a la pesadilla que Dolmur interrumpió, ésta era la segunda vez que lograba sacar algo en claro. ¿Por qué demonios volvía su pasado para atormentarlo de aquel modo? ¿Acaso no había cambiado? ¿No era ahora un ser humano más digno, mejor persona?<br />No. Si lo fuera, hubiese cumplido con su deber en la aldea.<br />—Es un tema muy doloroso para mí —respondió al fin, ofuscado—, disculpadme, pero no deseo hablar de ello.<br />—No, disculpadme vos. No he debido inmiscuirme.<br />—No me lo he tomado como una intrusión, sino como un franco interés por mi persona. ¿Y vos? ¿Nunca os habéis casado? —preguntó Zando tratando de recuperar el tono relajado. Pese a la respuesta de Vera, era evidente que la mujer se había sentido rechazada.<br />—No, ni tampoco mi hermana. Ambas lo teníamos muy claro. Si no encontrábamos al hombre adecuado, mejor sería permanecer solteras. Además, Roca Veteada no tiene mucho donde escoger en cuestión de hombres —añadió mirándolo fijamente a los ojos—. Aunque últimamente las perspectivas han mejorado.<br />Zando no esperaba tanta franqueza. En la capital, las mujeres solían usar subterfugios más o menos enmascarados para insinuarse a un hombre, reservándose así el privilegio de fingir que nunca estuvieron interesadas si el galán no las tomaba en cuenta. Vera, por el contrario, le estaba demostrando a las claras que se sentía atraída por él, arriesgándose a ser rechazada. Zando se sintió como un estúpido. Debía haber previsto esto. Esa mujer llevaba toda la vida sola, viviendo con su hermana. Y justo cuando ésta fallece, un hombre venido de fuera irrumpe en su vida, en el momento en que más vulnerable es.<br />Debía haber visto las señales.<br />—Yo… quizás regrese a la capital —dijo Zando evitando el asunto—. Hay… deberes que me reclaman allí —odiaba no poder explicarle a Vera sus verdaderas intenciones. Deseaba con toda su alma abrazarla y fundirse en un beso.<br />—Oh, yo pensé que quizá… Disculpadme, he de ausentarme —dijo Vera marchándose atropelladamente.<br />La súbita marcha de Vera pasó desapercibida para todo el mundo, excepto para Dolmur, que desde el otro extremo de la mesa no había perdido detalle. Inmediatamente, se dirigió hasta Zando, no sin antes prometer a su animada concurrencia que volvería enseguida.<br />—Os ha pedido que os quedéis y os habéis negado, ¿no es cierto? —inquirió sentándose junto a Zando y ofreciéndole una pinta de cerveza.<br />—No se te escapa nada, ¿eh bribón? —Zando apartó la cerveza de un manotazo—. Estás equivocado, ella tiene demasiada clase como para pedirme nada.<br />—Se pueden pedir las cosas de muchas formas, y sus ojos llevan mucho tiempo buscando los vuestros.<br />—Quizás haya mencionado algo —admitió Zando a regañadientes—. Tú más que nadie sabes que no puedo quedarme. He incumplido mi deber. Ahora soy un proscrito. No puedo quedarme aquí. Me entregaré e intentaré que les perdonen la deuda. Aún poseo contactos. El ministro Brodim me ayudará, estoy convencido. Con su ayuda y la del Senado quizás se pueda hacer algo.<br />—¡Pero vos la queréis! Y ella siente lo mismo. Os llevo viendo los últimos meses. Reconozco los síntomas. Pensé que Vera os ayudaría a comprender que todo eso del Mert´h indú, el Código o como quiera que lo llaméis no eran más que ideales vanos de los que teníais que deshaceros —Dolmur miró con fiereza a Zando—. Me equivoqué. Vais a entregar vuestra vida por nada.<br />—¿Por nada? —la cara de Zando enrojeció—. He pasado penurias en la vida que no puedes llegar a imaginar, he renunciado a disfrutar de los más simples placeres, he sepultado la parte de mi ser que hacía de mí un individuo con ideas y proyectos personales… ¡he ofrecido mi jodida vida al Imperio! ¿Y te atreves a decir que es por nada? —la mano de Zando asió la camisa del joven, retorciendo la tela hasta desgarrarla—. ¡Cómo osas atreverte tú, que te vanaglorias de poseer una visión de la vida tolerante y abierta! Mi esfuerzo puede ser baldío, no lo negaré —Zando tomó al joven del cuello y acercó su enrojecido rostro antes de susurrar— pero la vida y los ideales de un hombre con honor valen más de lo que un egoísta como tú podría llegar a imaginar.<br />—Soltadme inmediatamente —el tono de Dolmur no dejaba lugar a dudas.<br />Zando lo soltó y se volvió antes de contestar.<br />—Recoge el jamelgo que te prometió Vera por tus servicios. Lárgate de aquí sin mirar hacia atrás. Vete y no te vuelvas a cruzar en mi camino.<br />Dolmur maldijo entre dientes antes de dar media vuelta y dirigirse con paso presuroso hacia la propiedad de Vera. Hacía más de una semana que había cumplido el plazo para ganarse la montura que lo llevaría de vuelta a Ciudad Eje. En esos momentos de ofuscación, el joven maldecía la hora en que había decidido permanecer un solo minuto más en Roca Veteada.<br />—¡Me iré de inmediato! —gritó en la oscuridad—. Me iré de este lugar perdido y maldito y volveré a donde existen bibliotecas y uno puede expresarse sin que un patán uniformado lo amenace. ¡Y cobraré mis malditos honorarios por jugarme el cuello por un ingrato!<br />Zando lo vio perderse en la oscuridad con un nudo en la garganta. Se sentía tan decepcionado como culpable. El maldito crío se merecía una lección. No podía ir juzgando a la gente tan alegremente, como si estuviera en posesión de la verdad absoluta. Zando merecía un respeto por lo que era, por lo que había hecho en la vida. Su sacrificio y esfuerzo debían ser reconocidos.<br />«¿Estás seguro de eso, viejo?» se preguntó a sí mismo. En el fondo de su ser temía que todo su trabajo no valiese nada, que nadie apreciase su obra, su vida, su esfuerzo, la sangre derramada. Puede que Dolmur tuviese razón después de todo. Su vida no había marcado la diferencia. Soledad e incomprensión habían sido su único pago por permanecer en el camino del Mert´h indú.<br />No debía haber perdido el control. Amenazar de ese modo a su joven amigo sólo había servido para enfurecerlo y humillarlo. Un verdadero soldado se habría dominado. Quizás los últimos treinta años fueran sólo terreno baldío, un espejismo de honorabilidad que finalmente había desaparecido. En el fondo seguía siendo aquel joven atolondrado e irresponsable que hacía sufrir a sus seres queridos.<br />—Maldito seas muchacho, maldito seas por tener razón.<br />Los aldeanos, ajenos a su trifulca con Dolmur, reclamaron nuevamente su presencia. Edmo, el vecino de Vera, lo tomó del brazo y lo arrastró junto a un grupo que reclamaba su compañía.<br />Zando no pudo evitar mirar hacia atrás, fijando sus ojos en la oscuridad. Dolmur se había perdido en dirección a la granja. Probablemente partiría al amanecer. Sería mejor así. El chico volvería a su vida y pronto olvidaría que lo había conocido. Resultaba irónico que Zando hubiera pretendido enseñarle algo de sentido común a ese bribonzuelo cuando ni él mismo tenía claro cómo vivir su vida. En una sola noche había hecho daño a las dos personas que más apreciaba.<br />Los aldeanos lo devolvieron al presente, zarandeándolo, reclamándole la respuesta a una pregunta que ni siquiera había escuchado. Zando se disculpó y trató de prestar atención a sus anfitriones. Permanecería entre ellos mientras durase la celebración y partiría al amanecer rumbo a Ciudad Eje, donde se entregaría. Su ánimo y su carrera militar habían tocado fondo.<br />Zando se había rendido.<br /></span><br /></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-71685364675275600572011-03-22T12:52:00.000+01:002011-03-22T12:53:41.321+01:00CAPÍTULO XII: ROCA VETEADA<div style="text-align: justify;"><span style="font-style: italic;">Hola a todos. Quería compartir un par de ideas antes de nada. </span><br /><span style="font-style: italic;">Por una parte, deciros a tod@s que agradezco vuestras sugerencias y comentarios. Como resultado de dichas aportaciones, hay numerosos cambios que creo mejoran y enriquecen el texto. La idea original que me motivó a crear este blog era precisamente esa: hacer del libro algo orgánico, capaz de crecer con los aportes de todos y, de paso, ayudarme a mí a crecer como escritor. </span><br /><span style="font-style: italic;">En segundo lugar, comentaros que la historia alcanza al fin una etapa donde los elementos que se han ido colocando a lo largo de los capítulos dan su fruto y todo despega. A partir de ahora se introducen personajes nuevos, claves para la transformación final del protagonista. Hay muchos lectores que han terminado la historia y todos coinciden en que se produce un gran punto de inflexión desde la llegada de Zando y Dolmur a Roca Veteada. </span><br /><span style="font-style: italic;">Os invito pues, a comprobarlo…</span><br /><br />CAPÍTULO XII<br />ROCA VETEADA<br /><br /><br />Aturdido ante la devastadora visión, Zando comenzó a caminar. Pensó que, tal vez si se acercaba a la aldea y la inspeccionaba más de cerca, su impresión inicial mejorase. <br />Desgraciadamente, no fue así.<br />Un puñado de cabañas, repartidas a ambos lados de la calle principal, les dio la muda bienvenida. A la entrada, un cartel de madera agrietado y deshecho por la intemperie, anunciaba el nombre de la aldea con letras toscamente talladas: Roca Veteada. Estaba escrito en la lengua imperial, colgado de un travesaño de madera. Se había desprendido uno de los enganches, haciendo oscilar en diagonal el letrero. El eje que sostenía el conjunto tampoco lucía muy derecho.<br /><span class="fullpost"><br />De la docena de cabañas que constituían el núcleo de Roca Veteada, no había una sola que presentase un aspecto digno. Construidas a la usanza del estándar imperial, estaban edificadas sobre una base de piedra, rematadas en madera, con dos plantas y ventanas ovaladas. El techo caía desde el frontal hasta el suelo, descendiendo hacia la parte trasera de la vivienda. Las largas chimeneas que aún permanecían en pie, estaban tan torcidas que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. Los tejados, confeccionados con toscas placas de pizarra torpemente ordenadas, estaban abombados, con numerosas lajas rotas. Las ventanas de las viviendas tampoco ofrecían mejor aspecto, con los cristales rotos o empañados por una gruesa capa de polvo. A la entrada de algunas casas había un porche con planchas de madera desgastadas y arqueadas por el uso. En uno de ellos, un par de ancianos de piel apergaminada los miraban fijamente.<br />Ninguno hizo gesto o ademán de saludarlos.<br />Resultaba difícil caminar por la calle. Abundaban parches con oscuros charcos hediondos, llenos de cieno. La vegetación, al igual que en el último tramo de calzada, había invadido la calle.<br />Al fondo, un pollino esquelético amarrado cerca de un pozo medio derruido los miró con expresión lastimera.<br />Una ligera brisa sopló, levantando una espesa capa de polvo.<br />Dolmur, que miraba con asombro el conjunto, habló al fin.<br />—He visto viviendas en mejor estado en el barrio pobre de Ciudad Eje —dijo apesadumbrado—. No sé cómo pretendéis cobrarles impuestos a estos desdichados.<br />Dolmur estaba en lo cierto. La seguridad y la determinación de Zando se habían esfumado. De entre todas las cosas que esperaba encontrarse, nunca hubiera imaginado semejante panorama. Golo lo había enviado a extorsionar a un grupo de campesinos arruinados. Estaba visto que cada nuevo avance en la misión, traía consigo un desagradable reto. El tormento que su emperador le tenía reservado estaba aún lejos de acabar. Los ojos de Zando recorrieron una vez más la aldea, con la esperanza de hallar algún signo, por pequeño que fuese, de prosperidad, algo a lo que aferrarse para justificar su misión.<br />Fue en vano.<br />—Ven, acerquémonos a esa casa —dijo caminando en dirección a la única vivienda que parecía mostrar actividad; una casa de dos plantas con una pequeña fragua. De la chimenea salía la columna de humo que habían visto al aproximarse a la aldea.<br />Conforme caminaban hacia la vivienda, comenzaron a oír el rítmico golpeteo del martillo en el yunque. <br />Zando tocó en la puerta, que estaba entreabierta, y aguardó. Una voz ronca y profunda les contestó.<br />—Pasa, seas quien seas. La gota me está matando, no me hagas caminar —el tono, pese a aparentar brusquedad, era coloquial. Era evidente que quien hubiera en el interior daba por sentado que se trataba de uno de los vecinos.<br />—No deben recibir muchas visitas —susurró Dolmur antes de empujar la hoja de la puerta.<br />Enseguida vieron lo que parecía ser una herrería de aspecto pobre y algo desorganizada, con una pequeña fragua y una pileta llena de agua ennegrecida. Un hombre algo mayor que Zando los miró sorprendido desde el interior. Estaba de pie, asiendo un martillo con la mano derecha. En la izquierda agarraba unas tenazas que pinzaban algo parecido a un rastrillo. El aldeano los miró de arriba abajo, con expresión agria.<br />—Un soldado del Imperio… —dijo al fin. Sus ojos se clavaron en los de Zando, orgullosos—. ¿Qué trae a un hombre de armas como vos a este lugar perdido y olvidado?<br />—Eso es asunto nuestro—respondió Zando con calma—. Buscamos la posada del pueblo para pasar la noche.<br />—Eso es gracioso, si señor —el hombre los miró con ironía—. ¿Qué os ha inducido a pensar que hay tal cosa en esta acaudalada villa? <br />La pulla daba a entender que el herrero sospechaba sobre las intenciones de Zando. No era difícil deducir que un soldado del Imperio sólo podía ir allí con una finalidad: cobrar los impuestos adeudados. El hombre no les quitaba ojo de encima, esperando confirmación a sus sospechas.<br />—Buscamos al familiar más cercano de una mujer de mediana edad, delgada, morena y de grandes ojos. Viajó hasta la capital desde este lugar —intervino Dolmur.<br />—¡Ah! —el hombre los miró sorprendido—. Ya veo. Habláis de Alasia. La condenada mujer se empeñó en viajar hasta la capital. Pretendía poner en su lugar al puñetero emperador.<br />Zando apretó los puños al oírlo llamar así a Golo. Pese a su animadversión hacia su superior, su lado marcial aún lo condicionaba a actuar, como activado por un resorte, cuando alguien insultaba a Golo.<br />—Si pretendéis dar con su hermana —prosiguió el herrero—, debéis caminar siguiendo el arroyo que cruza el pueblo camino arriba y torcer cuando veáis un roble seco. El sendero os llevará directamente al hogar de las hermanas Valin. Más os vale no traer malas noticias. Si Vera se entera de que los buitres del gobierno retienen a Alasia, tendréis problemas.<br />—Mil gracias, gentil caballero. Las bendiciones de Hur sean con vos —Dolmur hizo una florida reverencia y cerró la puerta arrastrando a Zando tras él—. Sois la diplomacia en persona —le reprochó nuevamente en el exterior—. ¡Casi lográis que durmamos al raso!<br />—Dormiremos al raso —afirmó Zando—.Ya has oído lo que ha dicho. No hay posada.<br />—Ya lo sé. Pero si se os llega a escapar que venís a cobrarles los impuestos hubiéramos tenido a todo el pueblo en contra nuestra. Es mejor ir a visitar a la tal Vera y comunicarle la trágica noticia de la muerte de su hermana. Probablemente nos invite a pasar la noche.<br />—¿Nunca te cansas de manipular a la gente que te rodea?<br />—Sólo soy un gran conocedor de la naturaleza humana —respondió Dolmur encogiéndose de hombros.<br /><br />Era bien entrada la noche cuando llegaron a una cabaña apartada, situada casi al fondo del valle, rodeada de tierras de cultivo pobremente acondicionadas. La oscuridad impidió a Zando distinguir las escuálidas plantas que salpicaban el sembrado. La casa estaba bastante deteriorada, con parte del tejado peligrosamente hundido. Un corral cercano cobijaba un pingüe rebaño de ovejas.<br />—No viven precisamente en la abundancia —señaló Dolmur—. Dejadme hablar a mí esta vez.<br />Zando asintió en silencio. Temía dar la noticia de la muerte de Alasia. Ahora, el cadáver de la mujer tenía un nombre, una familia. Dio gracias en silencio por haberse librado del trance de dar la noticia.<br />Un perro de mediano tamaño emergió de las sombras y comenzó a ladrarles sin demasiada convicción; estaba claro que el animal estaba asustado ante la presencia de extraños. De inmediato, una mujer abrió la pesada puerta de la cabaña. Era alta, de unos cuarenta años, delgada. Zando pensó que le daba un aire a su fallecida hermana, con los ojos grandes y la mirada intensa. El pelo, castaño, le caía generoso a la espalda, recogido con una cinta. Su vestido estaba confeccionado con telas de aspecto áspero y funcional, con una falda de lino y un grueso chaleco de lana. Pese a todo, tenía el porte de una reina. Emanaba una serena dignidad, más propia de una dama de noble cuna que de una campesina. Su ceño se torció levemente al ver el uniforme de Zando. Nadie en Roca Veteada parecía apreciar a los soldados imperiales. Dolmur avanzó hasta ella y ejecutó una comedida reverencia.<br />—¿Tengo el honor de hablar con Vera Valin? —inquirió en tono suave.<br />—Así es —respondió ella, recelosa ante las afectadas maneras de Dolmur—. Ven aquí, Uki, no pasa nada —dijo tranquilizando al perro e introduciéndolo en la cabaña—. ¿Traéis noticias de Alasia?<br />—Me temo que son malas noticias. Hubo un terrible accidente. Su hermana ha fallecido —Dolmur aguardó unos instantes antes de continuar. La expresión de la mujer era de incredulidad—. Os ruego aceptéis mi más sentido pésame —continuó Dolmur, que parecía sinceramente afectado por la noticia.<br />Zando tomó nota mental: no creer jamás a ese bribón.<br />Tras unos tensos instantes, Vera parpadeó sorprendida. Una lágrima le corrió por la mejilla. Parecía a punto de derrumbarse. Dolmur abrió los brazos en actitud protectora, ofreciéndole un abrazo. Ignorándolo, Vera susurró una disculpa y le cerró la puerta en las narices.<br />Dolmur permaneció unos instantes mirando la puerta, con los brazos abiertos de par en par. En el interior se oían los sollozos de la mujer.<br />—Creo que vamos a dormir al raso —dijo Zando tirando de él—, experto conocedor de la naturaleza humana.<br /><br />Amanecieron empapados por el rocío matinal. La noche anterior, habían caminado cabizbajos de vuelta al pueblo, eligiendo un grueso árbol cercano al arroyo como lugar para pasar la noche. La mañana los sorprendió con un persistente aguacero que los obligó a permanecer bajo el árbol hasta bien entrada la mañana.<br />Dolmur estaba de un pésimo humor.<br />—Maldito lugar apartado de todo el maldito mundo —se quejaba—. ¡No existe una posada!<br />—¿Qué importancia puede tener eso? Llevas durmiendo al raso una buena temporada, y hasta ahora no te habías quejado.<br />—¿No lo entendéis, verdad? No se trata de dormir, mi dilema radica en la vuelta. Necesito un caballo y no tengo con qué pagarlo. Hasta que regrese y cobre la cantidad que me adeudáis vos y Brodim, estoy arruinado.<br />—¿Qué hay de la suma que te pagó Brodim? Dijiste que te pago la mitad de la cantidad convenida antes de partir.<br />—Digamos que esos inus han llenado algunos agujeros de mi pasado —respondió Dolmur incómodo.<br />—Ya veo, tenías deudas acumuladas. En tal caso, vuelve caminando.<br />—¿Así de fácil? ¡Me llevaría una eternidad! He de conseguir una montura. ¡Y no tengo medios para pagarla! En Ciudad Eje, cuando necesito ganar unas monedas, acudo a las posadas y recito mis versos. Incluso los entretengo con juegos malabares. Aquí no me puedo ganar la vida. No existe el comercio, ni el juego, ni la bebida… ¡no hay civilización!<br />—Quizás alguno de estos ciudadanos necesite los servicios de un hombre joven y fuerte. Podrías trabajar, para variar —sugirió Zando.<br />—¡Soy un artista! —protestó Dolmur—. Además, no se me dan bien las tareas físicas. Se reirían de mí en lugar de pagarme.<br />—No te justifiques, no quieres trabajar.<br />—¿Y vos? ¿Por casualidad no necesitaréis los servicios de un ayudante para recaudar los impuestos?<br />—No pienso hacer tal cosa —afirmó Zando. Dolmur abrió desmesuradamente los ojos, incrédulo—. No aún. Tú lo has visto, esta gente vive en la pobreza. He decidido echar un vistazo antes de revelar mi verdadera misión. Ellos creen que hemos venido aquí para comunicar un pésame. Dejemos que sigan creyendo eso. Si encuentro pruebas que justifiquen su negativa a pagar… —Zando no pudo reprimir un escalofrío—, bueno, en tal caso, ya vería.<br />—No sois tan tonto como parecéis.<br />—Y tú no eres tan listo como haces creer a los demás.<br /><br />Desayunaron frugalmente, recogieron los hatillos, y se encaminaron de nuevo a la propiedad de Vera. Zando insistía en comunicar personalmente lo sucedido a la mujer. En su fuero interno, se sentía culpable por lo sucedido en la víspera. Las exageradas condolencias de Dolmur habían estado fuera de lugar. Pese al sentimiento de culpa que lo embargaba, decidió dar las explicaciones pertinentes él mismo. Dolmur accedió a quedarse a un lado mientras lo dejaba hacer. La mujer merecía una explicación y una disculpa, y Zando estaba dispuesto a dárselas.<br />Pese a la llovizna, sorprendieron a la mujer trabajando. Luchaba con una azada por desbrozar de malas hierbas una plantación de garbanzos, ahora reconocibles con la luz diurna. Dolmur esperó en el camino mientras él se aproximaba a la mujer. Vera se incorporó al verlos, jadeando, y se secó el sudor de la frente con un gran pañuelo anudado a su muñeca. Sus ojos estaban irritados tras la noche en vela llorando a su hermana. Pese a todo, su expresión se había dulcificado en gran medida.<br />—Mis condolencias por la muerte de su hermana —dijo Zando en tono cortés.<br />—Soldado… —saludó Vera con actitud reticente—. Lamento mi reacción de anoche. No esperaba algo así. Alasia siempre fue una mujer decidida y temperamental. Yo…, no pensé que este maldito viaje le pudiese costar la vida.<br />—Si lo deseáis, os puedo relatar lo sucedido —se ofreció Zando—. Tenéis derecho a conocer la verdad.<br />—Sí, acompañadme al interior de la casa —aceptó—. Quiero saber qué pasó. Vuestro compañero puede entrar también.<br /><br />Sentados alrededor de una lumbre reavivada para la ocasión, Zando comenzó su relato. Narró todo lo sucedido el día de los festejos, ante las lágrimas de indignación de Vera, aunque guardando especial cuidado en no revelar su antigua identidad de General Verde. Cuando finalizó su historia, un tenso silencio embargó a la mujer, que no entendía cómo un grupo de soldados armados y entrenados habían acabado con la vida de una mujer indefensa.<br />—Decidme Vera, ¿cómo han terminado dos mujeres haciéndose cargo de una granja? —preguntó Zando tratando de romper el silencio y, de paso, cambiar de tema.<br />—Alasia y yo hemos sacado adelante la propiedad heredada de nuestro padre, un emigrante al que Hur arrebató su único hijo varón —respondió Vera—. Nosotras, por tanto, nos vimos obligadas a llevar la hacienda sin la ayuda de ningún hombre —explicó con fiero orgullo—. Se suponía que ella y yo terminaríamos nuestros días aquí, junto a nuestro padre —de nuevo, rompió a llorar—. Ella tenía que terminar sus días aquí, en la tierra que tanto sudor y esfuerzo le costó. No allí, no de ese modo… Decidme Zando, ¿dónde reposan sus restos?<br />—Desconozco la ubicación exacta, aunque supongo que reposan en uno de los cementerios de la capital.<br />—Entiendo.<br />De nuevo, el rostro de Vera se ensombreció.<br />—¿Qué impulsó a Alasia a viajar sola hasta Ciudad Eje? —preguntó Zando—. Me cuesta creer que, de entre todos los aldeanos, sólo ella tuviera el coraje de ir a la capital.<br />Vera esbozó un amago de sonrisa antes de responder.<br />—Ella era así —explicó—. Todo carácter. Nuestra situación (a la vista está), no es precisamente desahogada. Los últimos años las lluvias no han ayudado. Las heladas han echado a perder casi todas las cosechas, y han acabado con muchas cabezas de ganado. La lluvia ha sido escasa o ha caído a destiempo y torrencialmente. La aldea arrastra una década de desgracias ininterrumpidas. La marcha anual al mercado de Sinie, antaño viaje tranquilo y seguro, se ha tornado aventura peligrosa. Salteadores surgidos de la nada han interceptado sistemáticamente las mercancías procedentes de la aldea. Nadie sabe qué los ha incitado a actuar en una región tan remota y despoblada. No son inus el botín que roban, sino nuestras cosechas, el fruto de un año de duro trabajo. La situación se ha vuelto insostenible.<br />“Tal era nuestra necesidad y desesperación, que nos vimos obligados a negarle el pago de los impuestos al recaudador. Los habitantes de Roca Veteada en pleno nos reunimos en consejo y le expusimos nuestra situación —Vera negó con la cabeza en actitud de profundo cansancio—. Pero al mal nacido no le importaron nuestros motivos. Se limitó a irse, no sin antes prometer que volvería con una partida militar. “El Imperio siempre cobra sus deudas”, nos dijo antes de partir.<br />“Alasia, indignada, creyó que una protesta el día del Fundador atraería la atención sobre nuestro caso. Fue su maldito carácter lo que la perdió. No debió protestar de aquel modo. No ante uno de esos generales de la guerra —Vera escupió la palabra—. ¡Maldito sea por siempre el General Verde!<br />Al oírla, Zando sintió que el mundo se le venía encima. Para Vera, no era más que un emisario enviado a comunicarle las condolencias de la corte imperial. Ella desconocía su identidad como antiguo General Verde. Irónicamente, Golo no había previsto que lograse llegar vivo hasta Roca Veteada. E incluso ahora que había llegado a su meta, se suponía que su único cometido oficial era el de cobrar los impuestos. Dolmur debió advertir la expresión tormentosa que surcaba su rostro, apresurándose a preguntar:<br />—¿Y qué sucederá cuando finalmente vengan a cobraros los impuestos?<br />—¿Cobrar? —la expresión de horror que surcó el rostro de Vera fue como el estallido de una tormenta—. No se atreverán —afirmó colérica—. No después de lo que le hicieron a mi hermana. ¿Cómo podrían?<br />Zando sintió que se asfixiaba. Atormentado, se disculpó y salió al exterior a tomar aire. Se sentía mareado, abrumado por la terrible jugada que el destino le había deparado. La venganza de Golo parecía no tener fin. Maldijo una y mil veces al emperador y por primera vez en toda su vida, no sintió ningún acceso de culpabilidad.<br />Una mano en su hombro lo sacó de su ensimismamiento. Era Vera, que lo miraba con expresión comprensiva.<br />—Dolmur me lo ha contado —dijo.<br />—¿Qué? —Zando miró aterrorizado hacia Dolmur, que también había salido al exterior.<br />Éste le guiñó un ojo con expresión triunfal.<br />—Dice que sois uno de los hombres más valerosos y nobles que ha conocido y que os ofrecisteis voluntario para comunicarme la noticia. También me ha relatado los pormenores de vuestro viaje y los peligros a los que os habéis enfrentado. Me temo que he sido muy descortés con vos. Entiendo perfectamente que no todos los soldados son como esos despreciables cobradores de impuestos. Os ruego me disculpéis.<br />—Yo… eh… acepto vuestras disculpas —Zando no daba crédito a lo que acababa de oír. De todos los miserables que caminaban sobre la faz de la tierra, él era el menos indicado para aceptar una disculpa de aquella pobre mujer. Aunque… quizás sí hubiera otro más mezquino aún. Zando miró con ferocidad a Dolmur antes de añadir—. Os ruego nos dispenséis, pero hemos de partir hacia la aldea. ¿Hay algún alcalde o señor de la villa?<br />—Roca Veteada es muy pequeña para eso, pero podéis dirigiros a Crod Bess, el herrero. En muchos aspectos, él es quien hace las funciones de alcalde. Su casa es la primera a la entrada de pueblo. Es un hombre mayor, de unos sesenta años, calvo y fornido.<br />—Sí, hablamos con él ayer. Tuvo la amabilidad de indicarnos cómo dar con vos. Muchas gracias por todo, Vera.<br />—Id con Hur.<br /><br />La luz de la mañana mostró detalles que el ocaso había enmascarado la tarde anterior. Si las casas de la aldea presentaban un aspecto miserable, las granjas repartidas a lo largo del valle no lucían mejor. Los efectos de la devastación producida por las lluvias torrenciales se hacían notar con contundencia: los muros, así como parte de la techumbre de algunas viviendas, estaban caídos y los campos arruinados por los cantos que la riada había arrastrado de las cercanas montañas. Pese al tiempo transcurrido desde el desastre, los trabajos de desescombro apenas habían progresado. La necesidad de volver a cultivar se había impuesto a la de realizar el necesario mantenimiento en las tierras de cultivo. Sólo la ganadería había evitado una hambruna tras los varapalos sufridos. Los rebaños, antes abundantes, ahora estaban reducidos a unas cuantas cabezas por familia. Los últimos inviernos los habían obligado a sacrificar la mayor parte. <br />—Resulta increíble que se empeñen en permanecer en estas tierras —opinó Dolmur—. No entiendo qué los motiva a quedarse. Cualquier otro se hubiera ido hace tiempo.<br />—Cualquier otro no —discrepó Zando, irritado—. Más bien alguien como tú. Lo que mueve a estos campesinos a permanecer aquí es el amor a la tierra. Nadie desea renunciar al lugar que tanto sudor y sangre les ha costado.<br />—Y claro está, un soldado como vos sí que los entiende, ¿no es eso? —se burló Dolmur—. No os conviene admirar su terca entrega, os recuerdo que estáis aquí para cobrarles los impuestos.<br />Zando apretó los puños con muda impotencia. Le hubiera gustado replicar, mas no tenía argumentos.<br /><br />El escaso núcleo urbano de Roca Veteada carecía de los servicios mínimos. Zando sólo encontró un par de establecimientos abiertos al público: un comercio donde se adquirían desde las semillas para la siembra, hasta las telas para la elaboración de la ropa, y que asimismo cumplía las funciones de taberna. El par de ancianos que vieran la víspera seguían en el mismo lugar, meciéndose en el porche del local, con una pinta de cerveza en las manos. Al verlos acercarse, cuchichearon descaradamente, mirándolos casi como a una atracción.<br />El otro comercio era la herrería de Crod. Encontraron al herrero en el mismo lugar, como si no se hubiese movido desde su anterior visita, sudando copiosamente mientras accionaba el fuelle que alimentaba el horno. Sortearon toda clase de arreos de labranza, utensilios del hogar e incluso alguna que otra arma, todo amontonado en su destartalado local, instalado en lo que parecían unas cuadras.<br />—Buena jornada —saludó Zando.<br />—¿Aún seguís por aquí? Los forasteros no son bienvenidos —dijo Crod con tosquedad, sin levantar la mirada del yunque.<br />—Sí, aquí seguimos —contestó Zando haciendo caso omiso a la evidente falta de modales—. Este rapaz —dijo refiriéndose a Dolmur— necesita ganarse unas monedas para pagarse una montura que lo devuelva a Ciudad Eje. He pensado que quizás vos tengáis alguna tarea que ofrecerle. La aldea no luce un buen aspecto —dijo, señalando en derredor—, supongo que no rechazaréis un poco de ayuda.<br />Dolmur, que no esperaba semejante solicitud, lo miró acobardado. Imaginarse sudando de sol a sol en una herrería no era una idea brillante, bajo su punto de vista.<br />—No creo que nadie acceda a vender un caballo por aquí —respondió Crod—. Y respecto a la aldea, luciría mejor aspecto si ese malnacido de Golo cumpliera con su deber.<br />Zando opinó que el hombre tenía redaños. Pocos hombres osarían hablar así ante un soldado imperial. Deseaba darle una lección de modales a aquel presuntuoso.<br />—No os entiendo —respondió en cambio. Lo importante ahora era obtener información, no administrar lecciones de etiqueta—. ¿Qué deber es ese que no cumple el emperador?<br />—¿Para qué demonios se pagan impuestos? —inquirió Crod molesto.<br />—Para que el gobierno proporcione guardias que aseguren la paz, construya calzadas y se ocupe de todo lo relacionado con el bienestar del ciudadano —se apresuró a responder Dolmur ante los amenazantes resoplidos de Zando.<br />—Así debería ser —corroboró Crod—, pero esta aldea jamás ha recibido nada del Imperio Húrgico. El único representante de su majestad imperial que se ha dignado en poner aquí sus pies ha sido el recaudador, Zatrán lo maldiga. Puntualmente, cada año.<br />Crod los miró antes de continuar; parecía sopesar si merecía la pena el esfuerzo de continuar con su explicación.<br />—Jamás hemos vivido en la abundancia —se decidió al fin—, pero siempre hemos pagado escrupulosamente nuestros impuestos. Las riadas de hace unos años acabaron con las cosechas y mataron a gran parte de las cabezas de ganado. Desde entonces, no hemos hecho sino ir de mal en peor. Nos han asaltado en las mismas puertas del Acuartelamiento del Bosque Oscuro, y nadie, en toda la aldea, se ha librado de la plaga de salteadores. Apenas logramos malvivir tras perder sistemáticamente el fruto de nuestro trabajo.<br />Zando seguía con interés la explicación. Aquello cuadraba con la versión ofrecida por Vera. Si todo era un montaje, la aldea entera se había confabulado para ofrecer la misma historia. No obstante, la campesina y el herrero parecían sinceros. Sus ojos transmitían un honesto sentimiento de impotencia.<br />Zando los creyó.<br />—Cuando parecía que al fin era hora de que el gobierno nos devolviera nuestros impuestos en forma de ayudas, llegó nuestra peor decepción —prosiguió Crod—. El recaudador, fiel a su cita anual, se desentendió de nuestras demandas. Sus órdenes eran cobrar a toda costa, no ayudar a la aldea. Intentamos razonar con él, pero fue inútil. Dijo que las protestas por escrito, en la capital. ¡Por escrito! —Crod se enfurecía a medida que relataba los hechos—. Agarré a ese patán y lo puse en marcha de una patada en el trasero. El tipo prometió que los soldados se encargarían de recaudar los impuestos y nos llamó ladrones —hizo una pausa y se encaró a Zando—. ¿Y sabéis qué? Un ejército es precisamente lo que necesitará el Imperio para cobrar los impuestos mientras no ayuden a reparar los daños. Si habéis venido con la intención de cobrar podéis iros por donde habéis venido, soldado —la palabra salió de su boca con desdén.<br />—No he mencionado nada de recaudar impuestos —respondió Zando en tono glacial—. Venimos de la propiedad de Vera. Acabamos de darle nuestras condolencias por la muerte de su hermana y hasta el momento no hemos tratado a nadie con la notoria falta de educación que habéis mostrado hacia nosotros.<br />—¿Muerta? ¡Alasia muerta, benditos espíritus! He de darle el pésame a esa pobre chiquilla —Crod introdujo en agua la pieza candente que estaba machacando en el yunque y se quitó presuroso el delantal.<br />Zando lo interceptó en la salida y lo miró fieramente.<br />—Y no es soldado. Mi nombre es Zando, sargento Zando. Recordadlo.<br />Crod, lejos de intimidarse, lo miró con desprecio antes de salir corriendo a propagar la triste noticia.<br /><br />El resto del día fue tan frustrante como infructuoso. La escasa población del lugar —unos doscientos habitantes—, se volcó con Vera, la única familiar viva de la difunta. Todo el mundo tuvo una muestra de cariño hacia la mujer. Unos le llevaron algo de grano, otros una cabeza de ganado y otros, el ofrecimiento sincero de ayuda: una mujer sola al frente de una granja difícilmente podría salir adelante. Hasta el último habitante de Roca Veteada se unió como una piña alrededor de la mujer.<br />Zando y Dolmur, por tanto, pasaron el resto del día siendo sistemáticamente ignorados.<br />La noticia sobre la muerte de Alasia y las circunstancias en que ésta aconteció, alteró los ánimos de la gente, ya de por sí caldeados. Algunos lugareños, como Elindrú, de la familia Mirandón y Aemú de los Brusos, incluso propusieron emboscar a los soldados cuando llegasen a cobrarles los impuestos.<br />Así, Zando vio cómo las pocas esperanzas que le quedaban de llegar a cumplir su misión se esfumaban por completo. El veterano soldado envidiaba el carácter honrado y sencillo de aquellas gentes. Pese a estar en el bando opuesto, sentía una sincera simpatía hacia ellos.<br />Dolmur tampoco se tomó muy bien todo aquello: Zando era la personificación del enemigo… y él era su compañero y aliado a los ojos de los aldeanos. Así, se ganó la enemistad de toda la comunidad sin poder hacer nada para impedirlo. Los habitantes de Roca Veteada, como era de esperar, se negaron a dirigirles la palabra, ignorándolos, y negándole así a Dolmur cualquier posibilidad de conseguir algún trabajo con el que costearse una montura.<br />Al verlo tan contrariado, Zando le propuso nuevamente hacer el viaje a pie, pero el joven sencillamente se escandalizó.<br />—¡Maldita sea nuestra suerte! ¡Y malditos sean estos paletos ignorantes! —se lamentó.<br />—Su reacción es comprensible, chico. Si yo fuera uno de ellos, probablemente hubiera hecho lo mismo.<br />—¿Y ya está? —Dolmur estaba irritado—. Vuestra tranquilidad es algo que no os podéis permitir, Zando. Por lo que sé de vos, jamás les cobraréis los impuestos a estas gentes. Toda vuestra perorata sobre cumplir las órdenes se quedarán en agua mojada. Los aldeanos tienen razón en sus protestas y os consta. Eso os coloca en un callejón sin salida. Estáis en peor situación que yo mismo. ¿Qué haremos ahora?<br />Zando no contestó. Dolmur tenía razón, habían llegado a un punto muerto del que no veía salida posible.<br />—Ahora está todo el pueblo consternado por la muerte de la mujer. Dejemos que lloren su pérdida y después ya veremos —propuso.<br />—Más os vale tener razón. Apenas nos quedan alimentos para un par de días.<br /><br />Contra todo pronóstico, el amanecer del día siguiente trajo buenas nuevas. Un malhumorado Crod les salió al encuentro bien entrada la mañana, emplazándolos a visitar a Vera. Según explicó con su característico mal humor, la mujer tenía algo que decirles. El herrero se fue maldiciendo entre dientes y llamando terca a Vera.<br />Intrigados, Zando y Dolmur se encaminaron con premura a su propiedad.<br />Encontraron a Vera ocupada en limpiar de piedras los terrenos de cultivo, carretilla en mano. Sudaba copiosamente mientras acarreaba de manera sistemática los cantos con manos agrietadas y encallecidas. Una vez más, Zando admiró en silencio a aquella mujer formidable que demostraba una entereza poco común.<br />Después de los pertinentes saludos, Vera se disculpó por el comportamiento de sus vecinos.<br />—Son gente apasionada y entregada —explicó—. Debéis darles tiempo. Se les pasará en unos días y entenderán que no pueden estar en contra de toda Hurgia. Os he hecho venir porque Crod me explicó que Dolmur precisa ganarse una montura.<br />—Así es —se apresuró a contestar el aludido con diligencia. Sus ojos brillaban con interés, recobrada la esperanza.<br />—En el interior de la cuadra, junto al corral de las ovejas, descansa un viejo castrado. Ya no sirve como animal de carga y me es muy costoso de mantener. Creo que os servirá para el viaje si lo tratáis con cuidado.<br />—¡Me bastaría un burro si me lo ofrecieseis! —manifestó Dolmur con entusiasmo.<br />—No poseo gran cosa, pero puedo alojarte y darte un plato caliente por tu ayuda en la granja. Hay tareas que llevo tiempo queriendo hacer. Tareas que nosotras…, que yo sola no puedo llevar a cabo. Se trata de arreglos y reformas en su mayor parte. Encárgate de ello y el caballo es tuyo. ¿Aceptas?<br />—Ya tenéis un peón.<br />—¿Y vos, volveréis a la capital? —inquirió dirigiéndose a Zando.<br />—No. La aldea está en condiciones penosas y sus habitantes apenas dan abasto para sobrevivir. Me dedicaré a ayudar en lo que pueda. Como representante del Imperio, es mi deber. Creo que empezaré por aquí. La tarea que os ocupa es mucho más llevadera entre dos —dijo tomando un gran canto del terreno—. ¿No estáis de acuerdo?<br />—Mmm… dos hombres trabajando en casa. Es una oportunidad que no puedo desperdiciar. Parecéis una buena persona, Zando. Acepto encantada, pero no deseo que trabajéis de balde. No me parece justo.<br />—Consideradlo como el pago por vuestros impuestos.<br />—Aceptad al menos que os alimente.<br />—Estoy de acuerdo. Ya tenéis dos peones.<br /><br />Una semana después, el aspecto de la granja había mejorado ostensiblemente. Zando se había aplicado duro. Las piedras extraídas de las castigadas tierras de cultivo fueron apiladas en las lindes de la propiedad. Más adelante, se podrían construir muros con ellas alrededor de los campos, impidiendo el paso a las alimañas que bajaban de las montañas limítrofes. Los viejos travesaños del techo de la cabaña, rendidos y carcomidos, fueron reemplazados por vigas nuevas con ayuda de Dolmur. Asimismo, algunos de los muebles fueron reparados y la cerca del corral arreglada. Vera parecía un poco avergonzada por el avanzado deterioro de su propiedad.<br />—No penséis que por ser mujeres mi hermana y yo dejábamos de cumplir con las obligaciones de la granja —se disculpaba.<br />Lejos de pensar eso, Zando estaba profundamente impresionado con su trabajo. El rebaño había de ser llevado a diario a pastar a un prado situado al fondo del valle, un bello lugar rodeado por la imponente cordillera iliciana. El ganado, además, debía ser esquilado, ordeñado, y saneado, separando las ovejas enfermas y cuidando los alumbramientos. La leche que daban era empleada para la elaboración de un queso muy apreciado en otras comarcas y la lana era vendida en fardos. La producción de los pastos se componía principalmente de legumbres, sobre todo garbanzos y lentejas, plantas indicadas por su resistencia a las duras condiciones climatológicas de la zona. Cultivarlas requería un arduo trabajo. La tierra debía ser escardada a mano a golpe de azada y la recolección era igualmente manual. Resultaba increíble que todo aquello hubiera salido adelante únicamente con el trabajo de dos mujeres.<br /><br />En la aldea, por otro lado, los ánimos se fueron calmando conforme fueron pasando los días, y los aldeanos dejaron de verlos como una amenaza, impresionados por la ayuda prestada a Vera.<br />Aprovechando el cambio de actitud, Zando comenzó a emplear parte de su tiempo tratando de ayudar en la aldea. Estimó conveniente comenzar por la reparación de la calzada, empedrada sólo en el breve tramo que atravesaba la calle principal. Desconocía si sería bien recibido por el resto de aldeanos; una cosa era ser tolerado, y otra muy distinta, ser visto con buenos ojos. Decidió pues, empezar por algo común como era la ancha calle principal. De este modo, nadie podría prohibirle intervenir o negarse a aceptar su ayuda.<br />Como militar que era, había participado muchas veces en la creación de calzadas para el Imperio en su etapa como soldado raso, así que sabía lo que se hacía. Procedió a extraer la mitad del antiguo empedrado, retirando la tierra unos palmos por debajo, y añadiendo una capa porosa de piedras en el fondo, antes de rellenar y compactar con arena traída de las orillas del cercano río. Finalmente colocaba y prensaba las piedras del firme ordenadamente, procurando que quedasen bien asentadas.<br />Al principio, tal y como esperaba, las gentes del lugar lo ignoraron, si bien siguieron su trabajo con curiosidad. Al cabo de unos días, algunos comenzaron a saludarlo, y pronto incluso le llevaron algún refrigerio con el que hacer más llevadera la tarea.<br />Pero no todo fueron buenas maneras.<br />Crod, el herrero, no se tomó con buen ánimo la tarea de Zando. Lo abordó el primer día de trabajo, al verlo levantar el resto deshecho de la calzada.<br />—¿Qué demonios estáis haciendo? —le preguntó con su habitual tono bronco.<br />—Procedo a reparar la calle, obviamente —el tono de Zando tampoco era amable.<br />—¿Quién os ha autorizado? No tenéis derecho…<br />—¡Vos me habéis autorizado! —estalló Zando encarándose al herrero—. No pensáis pagar nada mientras el Imperio no preste ayuda a la aldea, esas fueron vuestras palabras. Pues bien, yo soy esa ayuda.<br />—¿Un hombre sólo? ¿Qué clase de broma es está? ¿Qué podéis hacer vos? Si habéis pensado que esta charada os servirá para robar nuestros inus, os advierto que no os servirá de nada. ¡No pienso pagar los impuestos!<br />—Haced lo que os plazca, pero dejadme trabajar —dijo Zando reanudando la tarea.<br />Crod no insistió, pero a partir de entonces Zando lo sorprendió vigilando muy de cerca su actividad. Aquel hombre era terco como una mula. Si Zando pretendía ganarse la confianza de los lugareños, debía tener cuidado con él.<br /><br />En cuanto a la granja, cuando estimó que Dolmur se defendía con la suficiente soltura en sus tareas, se ofreció a ayudar a los otros habitantes del lugar.<br />Edmo Aeclar, un campesino que tenía sus terrenos adyacentes a la desembocadura de una torrentera, había perdido gran parte de sus tierras de cultivo por culpa de la riada. De todos los afectados, él se había llevado la peor parte. Zando se presentó en su granja, evaluó el problema y sugirió la construcción de unos diques situados a diferentes alturas como medio de prevención ante futuros aguaceros. Edmo, que había seguido con interés los progresos en la propiedad de Vera, aceptó sin reservas su ayuda. Una vez más, su preparación como soldado permitió a Zando esbozar un plan de trabajo eficaz, sentando las directrices para reparar los daños.<br />Al cabo de una semana, las obras estaban encarriladas. Aún quedaban meses de duro trabajo, pero al menos, el abatimiento y la impotencia habían dado paso a una terca ilusión por parte de Edmo y su familia. <br />Su siguiente visita lo llevó hasta la propiedad de Modias Waltán, que había perdido medio hogar con el desplome de uno de los tabiques guía de su casa. Su familia, compuesta por un anciano patriarca, su mujer y seis hijos, se había apañado malviviendo en un par de habitaciones. Zando usó los abundantes cantos acumulados tras las riadas como material para levantar el nuevo muro. Modias y sus hijos lo ayudaron en las tareas de reconstrucción, animados ante la perspectiva de la ayuda recibida. El tipo era un hablador nato y puso a Zando al corriente de los cotilleos de Roca Veteada de los últimos diez años. La información, anecdótica en su mayor parte, contribuyó al conocimiento de las necesidades y el carácter de la mayor parte de los habitantes del lugar.<br />Zando confirmó así su primera impresión: el lamentable estado de la aldea era resultado directo del desánimo y la falta de organización. Las riadas y los robos de las cosechas, si bien habían supuesto un duro mazazo en la moral de los aldeanos, no eran determinantes en el mal que anidaba en el corazón de Roca Veteada. Los aldeanos tenían al alcance de la mano la materia prima necesaria para acometer ellos mismos las reparaciones necesarias. Sólo necesitaban que alguien los animase a tomar de nuevo las riendas de sus vidas, que les liberase del papel de víctimas y les devolviera el orgullo.<br />Y por lo visto, ese alguien debía ser él. <br /></div></span>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5886615758677542338.post-83805349349408973102011-03-20T19:49:00.001+01:002011-03-21T19:22:58.459+01:00CAPÍTULO XI: CERCIS<div style="text-align: justify;">CAPÍTULO XI<br />CERCIS<br /><br /><br />Un sendero tamizado en musgo los condujo serpenteando valle abajo, regalándoles detalles no apreciados desde la lejanía; flores de caprichosas formas abrían los pétalos a su paso, impregnando el aire de aromas embriagadores, insectos de iridiscentes caparazones volaban a su alrededor, adaptando su color a voluntad para destacar en su entorno. Roedores de ojos saltones los miraban con curiosidad, deteniendo su actividad e incluso acercándose a olisquearlos.<br />Todo en aquel lugar parecía entonar un canto silencioso, celebrando la vida en todas sus formas.<br />A mitad del descenso unos extraños cachorros irrumpieron jugando y saltando, ajenos a su paso, confiados.<br /> —Nunca antes había visto animales como éstos —dijo Zando al verlos—. ¿Sólo moran aquí, en Shazalar?<br /> —Algunos de ellos sí. Éste es el refugio final para muchas especies que han perdido su lugar en el mundo. Quizás logréis ver alguno de ellos —contestó su guía—. La mayoría, sin embargo, son especies del mundo exterior, transformadas tras siglos de permanencia en contacto con la energía de Shazalar. Esas crías que juguetean ahí son cervatillos, aunque difícilmente los reconocerías con su aspecto actual.<br /> En efecto, aquellas criaturas recordaban a un cervatillo, aunque sus formas eran más estilizadas, con rostros más finos y elegantes. Su pelaje parecía reflejar tenuemente el color del entorno.<br /><span class="fullpost"><br />De repente, la camada detuvo su juego y olfateó el aire. Un brillo de temor asomó a sus grandes y profundos ojos, e inmediatamente salieron en estampida. Un ciervo adulto del mundo exterior hubiese resultado torpe y lento en comparación. Al cabo de unos instantes, un depredador semejante a un felino, aunque sensiblemente más grande —era mayor que un león—, se deslizó sigilosamente entre los arbustos. Tras inspeccionar cuidadosamente el lugar donde momentos antes jugaban los cervatillos, giró la vista y se detuvo ante ellos. Antes de que Zando pudiese siquiera pensar en desenvainar su espada, la criatura, con una velocidad a todas luces imposible, se había plantado ante Dolmur. El joven, aterrorizado hasta la médula, no acertaba a articular palabra.<br />—Sólo está interesado en conoceros —explicó su vaina—. En cuanto os olfatee seguirá su camino. No debéis temer.<br />Pese a la explicación, Zando no pudo evitar estremecerse cuando aquel ser inmenso y letal se aproximó hasta él con la intención de olfatearlo. A continuación, irguió su cuello y encaró a Zando, mirándolo directamente a los ojos. La ambarina mirada del animal sondeó su rostro unos instantes. Zando creyó percibir en el animal un atisbo de reconocimiento, quizá incluso de inteligencia. Finalmente, el felino se inclinó ante él y restregó su lomo contra su costado. El tierno arrumaco casi lo hizo trastabillar. Después se marchó corriendo colina arriba. Zando estaba mortalmente pálido.<br />—¿Qué ha sido eso? —acertó a preguntar—. Dijisteis que sólo nos olisquearía.<br />—Según parece, le has caído en gracia —reconoció su doble—. Ha sido algo extraordinario, no existen precedentes de algo así. Debes tomarlo como un honor.<br />—Esperemos no congeniar con más animales como éste —se quejó—. ¡Me ha dado un susto de mil demonios!<br />—Creía que no existían depredadores en este lugar —acertó a decir Dolmur recuperado el ánimo tras el encuentro—. Es decir, se supone que esto es como una especie de paraíso, ¿no?<br />—La naturaleza tiene sus reglas —contestó su doble. Normalmente solía responder cada vaina a su gemelo—. Para que unos vivan, otros deben morir. Es una regla universal, y Shazalar no está exenta de su cumplimiento. Esos insectos de vivos colores que visteis antes se alimentan con las frescas y frondosas hojas de plantas y árboles. Lo único que realmente diferencia este lugar es su asombrosa capacidad de regeneración. Las criaturas que aquí habitan, desconocen el significado de enfermar.<br />—Entiendo. Esos pequeños cervatillos eran la presa de esa cosa. ¿Por qué entonces no se asustaron de nosotros? Esa hubiese sido la reacción correcta de un animal en libertad.<br />—Los humanos que habitan Shazalar han superado su condición de depredadores.<br />—¿Cómo es eso? —se extrañó Dolmur—. ¿Acaso los humanos no viven dentro del orden natural, como el resto de los animales? Supongo que los hombres que habitan estas tierras cazarán para alimentarse.<br />—El felino que hemos visto antes no podría comer hierba aunque quisiera. En cambio, los hombres, pueden elegir. Y los que aquí moran eligen no matar para subsistir.<br />—Entiendo…, os alimentáis de verduras y frutas. Diríase que sois caníbales, entonces —afirmó Dolmur aparentemente en serio.<br />—¿Pero qué demonios dices? —preguntó Zando.<br />—¿No está claro? Estamos en un santuario vegetal regido por un árbol. ¡Y dejan que los hombres se alimenten de plantas!<br />El doble de Dolmur lo miró unos instantes, antes de sonreír con indulgencia y continuar camino.<br />—No me ha contestado —protestó Dolmur—. No podré discutir si no me contestan.<br />—Son muy listos. Simplemente te ignoran. No caerán en tus trampas dialécticas tan fácilmente como yo.<br />—Menudo aburrimiento. Podrían haber respondido que comer un fruto no es matar a una planta, a lo que yo hubiese respondido…<br />—¿Dolmur?<br />—¿Sí, Zando?<br />—¡CÁLLATE!<br /><br />La bajada duró una hora, y pronto el sendero natural dio paso a una calzada empedrada, salpicada de hierba que crecía tercamente entre los adoquines. El interior del valle presentaba un aspecto ondulado, con suaves colinas que iban descendiendo de tamaño conforme se acercaban a la Fuente. En la lejanía, vieron a un hombre caminando que los saludó con amabilidad levantando el brazo. No acertaron a distinguir su rostro, pero ambos devolvieron el saludo.<br />Enseguida, el camino se bifurcó, dividiéndose en direcciones opuestas, uno levemente hacia la izquierda, otro retrocediendo para bordear un bosquecillo a la derecha. Siguiendo las indicaciones de sus guías, tomaron el de la izquierda y lo siguieron durante un buen trecho. Del camino principal se ramificaba otro más estrecho en dirección a un edificio de piedra tallado en la fachada de una afloración rocosa.<br />—Debéis ir hacia ese edificio —explicaron las vainas—. Allí os espera vuestro anfitrión. Él os acompañará los días que decidáis permanecer aquí. Volveremos a vernos cuando decidáis partir. Que la Fuente os guarde —saludaron sus guías. Después desaparecieron ante sus ojos, quedando reducidos a una materia parecida a hojas secas.<br /> —Me incomoda que hagan eso —se quejó Dolmur.<br /> —Por una vez, estoy de acuerdo contigo —convino Zando.<br /> Caminaron hasta la entrada del magnífico edificio. Una amplia puerta esculpida en la roca, al igual que el resto del pórtico, daba acceso al interior. No había puertas en los bordes. El aspecto de aquella edificación recordaba vagamente el estilo arquitectónico arendiano presente en los edificios más antiguos del vecino reino. Líneas curvas y ondulantes conformaban los austeros adornos de unas formas armónicas y sólidas.<br /> En vista de que nadie salía a recibirlos, pasaron al interior.<br /> Una antecámara desierta hacía las veces de recibidor, con lámparas de aceite que ardían a los lados y permitían apreciar un enorme mapa del Imperio exquisitamente representado, lleno de anotaciones y detalles. Bajo éste, un andamio construido con gruesos tallos de bambú anunciaba que la cartografía aún estaba incompleta. Una voz sonó tras una puerta situada al frente, bajo la tarima de cañas. La hoja de la puerta estaba entreabierta. Al otro lado, una habitación de proporciones inmensas los dejó sobrecogidos.<br /> —¡Todo esto está esculpido en la roca, bajo la colina! Es una obra prodigiosa —exclamó Zando.<br /> Arriba, en el techo, un tragaluz circular elaborado con mármol translucido de unos diez metros de diámetro, iluminaba con luz difusa la habitación, impregnando el ambiente de una atmósfera de recogimiento. <br />—Debéis estar bromeando —discrepó Dolmur—. ¡Esto sí es prodigioso! —dijo, señalando las interminables estanterías distribuidas bajo aquella enorme oquedad—. Es una biblioteca. ¡Y hace palidecer la de la capital! ¿Os hacéis una idea del conocimiento que debe haber acumulado aquí adentro?<br /> Miles de libros, distribuidos a lo largo de altas estanterías con pasarelas acondicionadas para recorrer aquel laberinto de madera y papel, llenaban la inmensa cámara.<br />La voz que habían oído volvió a sonar a su izquierda. Avanzaron por el hueco libre entre el inicio de las estanterías y la pared y llegaron hasta un pequeño habitáculo. En su interior, a la luz de un candil, un anciano de rostro enjuto garabateaba concentrado sobre un libro a medio escribir. Al verlos, una sonrisa iluminó su rostro, que aunque ajado por la edad, aún conservaba el brillo en la mirada.<br />—¡Habéis llegado al fin! —los saludó cerrando el libro y tendiendo las manos—. Os ruego me perdonéis, temo que he vuelto a distraerme enfrascado en mis cosas. En la soledad de estos muros no es fácil calcular la hora del día. Mi nombre es Cercis, y mi tarea aquí, como habréis podido comprobar, consiste en hacer acopio de todo el conocimiento posible. Os halláis en la biblioteca de Shazalar.<br />—¿Biblioteca? —Zando no daba crédito—. Nunca pensé en hallar una biblioteca en un lugar como éste.<br />—Todo lo contrario, querido visitante, todo lo contrario —Cercis sonrió cálidamente mientras les indicaba con un gesto que lo acompañasen hacia el exterior—. ¿Por qué creéis que se nos ha permitido a los hombres vivir en este lugar? Recordad que la vida aquí puede prolongarse indefinidamente. ¿Imagináis una eternidad sin objetivos? Suena realmente aburrido, ¿no os parece?<br />—Sin duda.<br />—¡Claro que sí! —exclamó sonriendo. La vitalidad de aquel anciano era realmente contagiosa—. ¿Y cuál pensáis que es el mayor legado de los hombres?<br />—Supongo que sus obras —respondió Dolmur.<br />—¡Exacto! Chico listo, chico listo. Ahora ya sabéis cuál es la función de los hombres de Shazalar. Contribuir a la creación con lo mejor de las artes en todas sus formas. Cada edificio, pintura, escultura, libro, composición musical… todas las maravillas del hombre tienen su representación aquí.<br />—¿Qué os parece, Zando? —susurró Dolmur—. Nuestra teoría era correcta. El Bosque Oscuro sí escondía un gran tesoro, después de todo.<br />—El más valioso de todos, Dolmur. El conocimiento.<br />Cercis sonrió ante el comentario.<br />El grupo salió al exterior y caminaron siguiendo un sendero insinuado a través de la vegetación.<br />—Esto es un atajo, soy consciente de que estaréis cansados, así que os mostraré vuestras alcobas. He sido designado como vuestro guía y anfitrión los días que decidáis permanecer en estas tierras —bordearon una gran escultura que representaba un extraño animal en actitud serena y divisaron una cabaña de aspecto acogedor—. ¿Veis? Ya estamos. Ésa es mi morada. Os alojaréis en la planta superior.<br />La casa de Cercis era austera, y al igual que la gran biblioteca que acababan de visitar, estaba llena de libros, aunque aquí estaban diseminados a lo largo y ancho de la habitación principal.<br />—Lamento este desorden —se disculpó Cercis—. El trabajo me absorbe a veces, ya sabéis. Id a deshacer vuestros petates, yo prepararé la cena.<br />Ambos subieron a la planta de arriba y encontraron sendas habitaciones pequeñas, con un colchón en el suelo y un arcón para colocar enseres. Una amplia ventana acaparaba casi en su totalidad la pared del fondo, mostrando en todo su esplendor el magnífico paisaje del lugar.<br />—Es un concepto de habitación un tanto… escaso —dijo Dolmur señalando la evidente falta de muebles.<br />—Tenemos donde dormir, ¿no es eso? Agradece la hospitalidad que se te ofrece —replicó Zando.<br />—No me regañes, sólo era una opinión.<br />—Tus opiniones suelen ser muy poco constructivas.<br />Dolmur quiso replicar, pero Zando le cerró la puerta en las narices.<br /><br />Zando apenas dijo nada durante la cena. Se disculpó y se retiró pronto alegando un cansancio que realmente no sentía, dejando que Dolmur y su inagotable curiosidad acaparasen toda la conversación con Cercis, que se mostraba muy animado y solícito.<br />El camastro a ras del suelo era mucho más cómodo de lo que parecía. Zando permaneció en silencio, mirando las estrellas a través de la ventana y oyendo el canto de los insectos nocturnos, que a veces casi llegaba a componer una rítmica melodía. Por algún motivo que no acertaba a comprender, se sentía extrañamente inquieto en aquel lugar paradisíaco. Era como si no se sintiese merecedor de aquellos momentos de paz cuando aún no había cumplido con su objetivo.<br />Pero aquello no tenía sentido. Al internarse a través de Shazalar, habían ganado al menos un par de semanas respecto al camino oficial que los hubiese hecho bordear el bosque y pasar por el Acuartelamiento del Bosque Oscuro, el lugar donde tenían orden de capturarlo y acabar con su vida.<br />Zando maldijo en silencio a Golo, retorciendo con furia las sábanas.<br />En cualquier caso, él era consciente de que había ganado varios días, los suficientes como para no desear irse tan pronto de un lugar como aquel. Cualquier otro hombre atesoraría cada momento vivido en Shazalar y estaría agradecido por la oportunidad única que aquello representaba. ¿Por qué entonces estaba tan impaciente?<br />El eco de las risas de Dolmur llegó amortiguado hasta sus oídos.<br />—Permaneceremos un par de días aquí para que ese condenado chico tenga algo que contar a sus nietos —se dijo.<br />Pese a sus continuos roces, Zando se sentía en deuda con Dolmur y aquella solución pareció satisfacer su conflicto interno. Su estancia en Shazalar sería su modo de agradecerle los servicios prestados. En ningún caso sería para su propio beneficio.<br />Casi sin darse cuenta, Zando se quedó dormido.<br /><br />El amanecer lo despertó tras otra noche sin pesadillas. La luz difusa del nuevo día otorgaba un aspecto cálido a su alcoba, orientada al este. Se vistió en silencio y echó un vistazo a la habitación de Dolmur. Su compañero había cerrado las cortinas y roncaba profundamente. Respetando su descanso, bajó a la sala del piso inferior y descubrió que Cercis estaba levantado. Lo saludó en silencio y el anciano le señaló un cuenco servido con frutas silvestres que Zando comió agradecido. El anciano charló durante el desayuno, comentando sus impresiones sobre Dolmur, a quién calificó como un joven muy prometedor. Zando escuchó educadamente, aunque apenas intervino en la conversación. Cuando se sintió saciado, se disculpó y salió al exterior. Cercis lo despidió sin hacer preguntas.<br />Buscó en las inmediaciones un lugar llano y solitario. Llevaba su espada y se disponía a entrenar, algo que no había podido hacer desde que comenzase su misión. Echaba de menos empezar el día con sus ejercicios de esgrima. Se sentía equilibrado cuando ejecutaba las tablas de combate. El tiempo parecía detenerse y su mente quedaba concentrada en un único objetivo. A veces pensaba que de no ser por la paz que le transmitían sus prácticas, habría enloquecido en su papel de General Verde.<br />Halló un lugar adecuado a pocos metros, una suave pradera de hierba baja salpicada de flores. Se colocó en el centro y aspiró profundamente antes de iniciar los movimientos preliminares. Poco a poco, sus músculos se fueron calentando y las fintas y estocadas cada vez resultaban más enérgicas y contundentes. Cuando estimó que estaba preparado, se centró e invocó al Omni una vez más.<br />Esperaba que sucediese lo mismo de siempre: sentir el caudal de armonía bullendo al borde de su ser, esquivo, sin dejarse atrapar.<br />Pero esta vez, su mente entró en un extraño estado de vacuidad del que entraba y salía sin control alguno. Era como rozar la perfección al ejecutar los movimientos y un segundo después volver a ser humano e imperfecto. Detuvo su entrenamiento, extrañamente excitado por aquel avance y volvió a intentarlo, aunque con idénticos resultados. Por primera vez en su vida creía haber alcanzado el estado ideal del guerrero, pero éste se escabullía sin poder retenerlo. Zando no comprendía qué hacía mal.<br />Siguió intentándolo tercamente durante un par de horas, aunque la sensación inicial fue remitiendo y acabó por perder cualquier rastro de Omni que hubiese podido alcanzar. Al final, incluso dudaba haber conseguido algún cambio. Quizá su imaginación le había jugado una mala pasada.<br />Se aseó en las gélidas aguas de un arroyo y volvió a la cabaña. Dolmur y Cercis no estaban, así que se dirigió a la biblioteca. Los encontró paseando entre las hileras de estanterías.<br />—Casi la mitad de estos los escribí yo mismo —decía Cercis—. El resto, los fui recopilando a lo largo de mis viajes.<br />—¿Tus viajes? —preguntó Dolmur—. ¿Insinúas que viajas fuera de Shazalar?<br />—¡Pues claro! Mi misión es hacer acopio del saber humano. ¿Cómo voy a cumplir mi tarea si no salgo periódicamente a interesarme por el saber y los descubrimientos del exterior? Llevo recorriendo el Imperio casi ochocientos años. ¿Has visto el mapa que hay en la entrada de la biblioteca? Es una de mis pasiones. Llevo elaborando ese atlas casi desde que llegué aquí. No existe carta más detallada y precisa que esa. Contiene rutas ya olvidadas y lugares que la mayor parte del mundo cree perdidos.<br />—Algo así le sería de mucha utilidad al Imperio —terció Zando saliendo de las sombras.<br />Por primera vez desde su llegada, la expresión de Cercis se ensombreció.<br />—Tranquilo, escriba, no es mi intención robar vuestros conocimientos —se disculpó Zando—. Temo que aún pienso como un soldado, aunque mis días en la milicia estén a punto de terminar. No serán mis labios los que revelen vuestros secretos. Tenéis mi palabra.<br />—Gracias, me quitáis un peso de encima, Zando. Según tengo entendido, vuestra palabra es una garantía de seguridad.<br />—Jamás lo dudéis. En cualquier caso —añadió Zando cambiando de tercio—, si nuestros buenos amigos las vainas nos han franqueado el paso a Shazalar, deben estar muy seguros que sabremos guardar vuestros secretos.<br />—Ciertamente, Zando, ciertamente.<br /><br />Ese día Cercis los acompañó en una visita guiada por las maravillas de aquel valle secreto. Apenas habitaban allí un centenar de personas, todas entregadas a una tarea distinta, todas con aquel brillo en la mirada: la luz de quien ha llenado sus días con las más altas empresas.<br />Su primera parada los llevó a admirar el jardín de esculturas del maestro Jarpen, con exquisitas reproducciones de animales y humanos, así como otras de formas inclasificables. Aún estaban embelesados en la contemplación de aquella galería pétrea cuando Cercis les indicó que debían continuar la visita.<br />—Hay mucho que ver y muy poco tiempo para hacerlo —se justificaba—. Si queréis verlo todo, debéis daros prisa.<br />Continuaron pues y pronto llegaron a un anfiteatro al aire libre esculpido en la roca. Allí se deleitaron con las nostálgicas composiciones de Gurlindon, el músico de reyes, y con su compañero Aeter, maestro artesano capaz de crear instrumentos musicales con cualquier material.<br />Tras un intervalo de tiempo que se les antojó insuficiente, se pusieron nuevamente en camino. Ahora era el turno de visitar a Tesala, la sanadora. Zando la dejó examinarle sus antiguas heridas de guerra. La mujer trató su cuerpo con técnicas integrales, capaces de sanar por igual cuerpo y mente.<br />—He hecho cuanto he podido —explicó Tesala—. Sois un hombre con una energía interior impresionante, Zando, pero temo que albergáis un conflicto interno que amenaza seriamente vuestra salud. No seáis muy duro con vos. La indulgencia a uno mismo es una virtud que deberíais cultivar.<br />Zando asintió en silencio, incomodado con el consejo. A su modo de ver, la indulgencia no era algo que debiera alimentar. No obstante, agradeció el consejo y prosiguió su camino.<br />Dolmur se mostró especialmente interesado con Elaides, filósofo y experto teólogo. El joven había encontrado al fin a alguien a quien poder llevar la contraria durante horas. Zando y Cercis continuaron la visita mientras Dolmur conversaba animadamente con Elaides, recorriendo el claustro del templo dedicado al saber espiritual.<br />El camino los condujo ahora hasta el taller de tapices de Ricianna, donde vieron composiciones capaces de rivalizar con la mejor de las pinturas. El colorido empleado en los tapices y el intrincado tejido superaban con creces la colección de la Torre Imperial. <br />Las horas pasaban y las maravillas se sucedían. A Zando le reconfortaba la idea de un lugar como aquel, donde los hombres realmente estaban entregados a los más altos ideales, en franca convivencia, en vez de envenenar sus días con el lastre de la guerra. Zando sonrió con la ironía: en un mundo perfecto no había lugar para alguien como él. Su existencia estaba dedicada a paliar el cáncer de la violencia que aquejaba al ser humano.<br />—Hemos llegado a la morada de Zorodas, el hechicero —le indicó Cercis, devolviendo sus pensamientos a la realidad.<br />Su anfitrión, que estaba entregado a su trabajo, les mostró excitado su último descubrimiento: un complicado hechizo capaz de otorgar al agua las propiedades de una flor. Así, vieron crecer nenúfares translúcidos en la superficie de una pequeña presa construida por una colonia de castores. Cada nenúfar despedía el olor de una flor diferente: unos, el aroma del jazmín, otros, el de las rosas, y otros, bañaban el ambiente con la fragancia de la flor del azahar. Los delicados pétalos acuáticos lucían también una extraña mezcla de color, simulando el brillo de piedras preciosas al reflejar los rayos del sol.<br />—He visto mucho mundo en mi vida —dijo Zando impresionado—, pero nunca imaginé que la mano del hombre pudiese crear tanta belleza.<br /><br />Al atardecer, de camino a la biblioteca botánica, pasaron cerca del lago cristalino que rodeaba la Fuente. El inmenso árbol era aún más imponente visto de cerca. La descomunal masa arbórea destilaba la palabra eternidad por todo su ser: parecía destinado a perdurar para siempre.<br />Zando se acercó hasta la orilla e introdujo sus manos en el agua. Después de todo el día caminando, le apetecía refrescarse un poco. El contacto con la superficie del agua lo hizo exhalar una bocanada de asombro.<br />—¡Hur! —exclamó retirando las manos—. ¿Qué ha sido eso? Parecía como si…<br />—¿Cómo si un caudal de energía penetrase por vuestras manos? —completó Cercis.<br />—Exacto. No era algo desagradable, aunque sí excesivo. ¿A qué se debe este fenómeno?<br />—Es la Fuente. Has sentido parte de su ser. Y la sensación aumenta con la proximidad al tallo. La concentración de energía aquí es de tal magnitud, que se hace insoportable. En la orilla opuesta, a los pies del tronco, hasta el mismo aire se hace irrespirable.<br />—¿Cómo es posible tal cosa? ¿Acaso sus energías no eran de índole positiva?<br />—Y lo son, Zando, pero me temo que no todos poseemos un alma tan bondadosa como para soportar semejantes niveles de pureza. Recordad las palabras del Mert´h indú: “El exceso convierte cualquier cosa en dañina. El buen guerrero se abstendrá de posiciones alejadas del Omni.”<br />—Os tenía por un hombre cultivado, Cercis, pero desconocía que vuestro conocimiento alcanzase el Código.<br />—De hecho, las copias actuales proceden de una traducción de mi puño y letra. La anterior poseía graves errores de interpretación.<br />—Estoy impresionado.<br />—Gracias, me reconforta que alguien aprecie el fruto de mi trabajo —respondió Cercis guiñando un ojo y sonriendo.<br />Apenas retomaron el camino, cuando Zando apreció algo que le llamó poderosamente la atención. Situada en mitad del lago que rodeaba la Fuente, se alzaba una pequeña isla. Al estar a contraluz, Zando no había distinguido bien su superficie, pero ahora podía ver claramente una pequeña construcción. Sus formas recordaban la arquitectura de la Torre Imperial.<br />—¿Cómo es posible eso? —preguntó intrigado—. Acabáis de decir que la energía del lago hace insoportable permanecer en sus aguas. Sin embargo, en esa isla parece morar alguien.<br />—Vuestra pregunta nos la hemos formulado todos los habitantes de Shazalar —contestó Cercis—. Es cierto que éste es el límite para una persona normal, sin embargo, el que habita ese lugar no es alguien como nosotros. Él está mucho más allá de donde nosotros podremos llegar nunca.<br />—Diantres, maese Cercis, sabéis cómo intrigar a la gente. ¿Puedo conocer el nombre de ese ser excepcional?<br />—Ese edificio ya estaba aquí cuando el primero de nosotros llegó, hace ya casi dos milenios. Nadie ha logrado llegar hasta la orilla de la isla. No obstante, hemos podido ver la inscripción que preside la entrada: Suyay.<br />—¿El que aguarda?<br />—Eso es. Veo que conocéis el dialecto antiguo. Desconozco quién habita en su interior. Una noche, cada cien años, una figura emerge del interior y contempla las lunas durante horas antes de retirarse durante otra centuria. Es todo cuanto puedo deciros. Supongo que, llegado el momento, ese misterioso desconocido cumplirá con el destino que parece aguardar.<br />—Entiendo —dijo Zando retomando el paso y olvidando la misteriosa isla—. Hay algo que deseo preguntaros.<br />—Estoy a vuestra disposición, preguntad.<br />—He observado que todos en este lugar os dedicáis con entrega a vuestros oficios. Cada uno cumplís con ejemplar dedicación una tarea —Zando se detuvo y miró al anciano a los ojos—. Decidme, Cercis, ¿cómo soportáis la eternidad? Incluso en un paraíso como éste, se me hace difícil concebir una vida tan larga.<br />—Entiendo vuestra pregunta. Cuando se me ofreció la oportunidad de vivir en Shazalar, yo mismo me la formulé.<br />“¿Recordáis cuando erais un niño? ¿Recordáis cuando cada día era una aventura y mirar al futuro era enfrentarse a una distancia insalvable? Sin embargo, todos crecemos, y, sin comprender bien por qué, los años comienzan a pasar raudos. Cuando miramos hacia atrás, vemos pasar las décadas a una velocidad aterradora. Quizá Dolmur no entendería estas palabras, pero vos sí. Habéis vivido lo suficiente para saber de qué os hablo.<br />—De sobra lo sé. Hace un parpadeo era una joven promesa en el ejército imperial. Y ahora, tras una vida de sacrificios, aquí me tenéis, tratando de limpiar mi honor y retirarme para pasar mis últimos años con el recuerdo de mis logros perdidos —Zando hablaba con resentimiento, dolido con su sino.<br />—En tal caso me comprenderéis si os digo que la vida aquí no difiere gran cosa de la vida del exterior. Únicamente se nos ha liberado del lastre de la enfermedad, y se nos ha ofrecido una tarea capaz de hacernos sentir útiles. Un ser humano que no se siente útil, que no tiene un objetivo en la vida, no está vivo del todo.<br />—Si es así, entonces yo he empezado a morir.<br />—Lamento oíros decir eso —dijo Cercis palmeando afectuosamente la espalda de Zando—. ¿Quién sabe? Quizás vuestra mayor obra está aún por llegar.<br />—Sí… quien sabe —respondió Zando poco convencido.<br /><br />●●●<br /><br />Zando y Dolmur caminaban con paso firme, esperando encontrar la aldea de Roca Veteada después de la próxima curva del camino. La estrecha vereda por la que avanzaban estaba resguardada por un murallón de roca, extremo pétreo de las cadenas montañosas ilicianas situadas a su izquierda. El límite del Bosque Oscuro los resguardaba por el flanco derecho. Se habían incorporado a la senda en mitad del trayecto que recorría la distancia entre el Acuartelamiento del Bosque Oscuro y la aldea de Roca Veteada. La senda discurría a la umbría, con esporádicos rayos de sol filtrándose por la arboleda, que alegraban y llenaban de vida el pasaje. El firme estaba invadido por la maleza, signo inequívoco del escaso uso de la calzada. Hierbas y matojos bajos crecían aquí y allá obligándolos a caminar en zigzag.<br />Desde que retomasen la senda, no se habían cruzado con nadie. La soledad más absoluta reinaba en aquel paraje. Zando se planteó qué clase de gente querría vivir en un lugar tan alejado y aislado como aquél.<br />—Estoy deseando llegar y dormir en una posada. Cenaremos un buen filete de buey —explicó Dolmur animado, tratando una vez más de entablar conversación—. No es que desprecie la cocina de Cercis, pero ya sabéis, un poco de carne no viene nada mal para un caminante cansado —afirmó relamiéndose.<br />Dolmur tenía un humor excelente los últimos días, en clara contraposición a Zando, que solía ignorar sus intentos de cháchara.<br />—Reconozco que la idea de una posada no me resulta indiferente —admitió Zando—. Deberíamos llegar al atardecer…, pero sólo si nos damos prisa —dijo, dejándolo atrás.<br />Pese a considerarse a sí mismo un hombre paciente, la parada en Shazalar lo había afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Las largas jornadas caminando en silencio tampoco ayudaban a tranquilizarlo. Su mente, obstinada, volvía una y otra vez a revivir su reciente caída en desgracia y los acontecimientos posteriores. Para colmo de males, su reciente partida de la Fuente había traído consigo una advertencia inesperada.<br />Hacía ya una semana desde que Zando le había dicho a Dolmur que partirían a la salida del sol. Pese a sentirse decepcionado, el joven no puso objeciones.<br />Zando se sentía aliviado de poder continuar viaje. Deseaba llegar cuanto antes a su destino y terminar con aquella infortunada misión. Los acontecimientos vividos desde su caída en desgracia se le antojaban azarosos. Se veía a sí mismo como un mero espectador de los hechos, impotente, sin control para cambiar su sino. Sus acciones se habían tornado meros actos defensivos. Nada se había desarrollado siguiendo un orden natural. Lo que a priori se presentaba como una misión rutinaria se había convertido en una lucha desesperada por mantener su vida y su honor.<br />Y la advertencia que su doble le hizo antes de partir no había mejorado esa impresión:<br />—Ten cuidado los próximos días —le había prevenido en el límite del valle—. Se acerca el momento de la confrontación definitiva. Me temo que te aguarda la prueba más dura, y no sé si conseguirás superarla.<br />—Ningún campesino rebelde logrará doblegar mi espada —contestó Zando a la defensiva. No esperaba aquella advertencia. No ahora que estaba tan cerca de alcanzar sus objetivos.<br />—No lo entiendes —la vaina lo miró con una sincera expresión de preocupación—. El enemigo al que debes vencer está en tu interior. No se trata de un conflicto externo, sino interno. Estás llegando a un punto de ruptura que te obligará tomar una decisión de la que dependerán el resto de tus días.<br />—¿De qué conflicto hablas?<br />—Si necesitas preguntarlo, no entenderías la respuesta. Recuerda, soy el reflejo de todo lo bueno que hay en ti, por tanto, puedo leer en tu interior a unos niveles que aún te son inaccesibles. No te preocupes, llegado el momento lo entenderás. Sólo necesitas recordar que siempre has tratado de hacer lo correcto, aunque esta vez, escucha a tu corazón en lugar de a tu cabeza.<br />Zando asintió en silencio. La advertencia lo había incomodado más de lo que estaba dispuesto a admitir.<br />Ahora, una semana después, aún resonaban los ecos del aviso en su mente. Temía lo que aquellas palabras pudiesen significar.<br />Le atemorizaba tener que renunciar al Código.<br />Había dedicado toda su vida al Mert´h indú. Rechazar su guía sería como perder los últimos treinta años de su vida, y esto era algo a lo que no podía enfrentarse. El Código era su única guía, el ideal que hacía posible albergar ilusiones, el sentido último a una existencia que perdería su sentido sin él.<br />No cumplir con su misión sería igual a renunciar al Código. Por tanto, suponía que la advertencia tenía que ver con la consecución de su empresa. Debía de existir algo en Roca Veteada que lo forzaría al fracaso. Algo que nada tenía que ver con las armas.<br />Recelaba ante la posibilidad de verse forzado a combatir sus demonios internos. Tras lo sucedido en la ceremonia conmemorativa en el templo del Unificador, no se sentía muy seguro de sí mismo. Temía enfrentarse a otra situación como la acaecida en el desfile. La muerte de aquella mujer lo había empujado al borde de la locura. Quizás la vaina se refería a eso. Debía tener cuidado y, en caso de que sucediese algo capaz de hacerlo enloquecer, debía permanecer fiel al Código a toda costa.<br /> Zando se aferró con fuerza a aquella idea que, si bien no lo libraba de la preocupación, al menos servía para darle algo en qué pensar.<br />—Miraos —le dijo Dolmur devolviéndolo al presente—. Comienzan a desaparecer los efectos curativos de la Fuente. Vuestro pelo se torna gris de nuevo. Pronto perderéis los efectos rejuvenecedores de nuestra estancia en Shazalar.<br />Era cierto. La energía que lo había henchido en días pasados comenzaba a abandonarlo. En la última semana, su cuerpo tardaba cada día un poco más en recuperarse. Pronto estaría igual que antes de internarse en el bosque.<br />¿Igual? No, eso no era del todo cierto. Las numerosas cicatrices que surcaban su piel estaban ahora reducidas a tenues marcas rosadas. Las lesiones crónicas de su hombro y su rodilla estaban igualmente restablecidas. Volvería a ser un hombre de cincuenta y dos años pero, al menos, su cuerpo se vería libre de enfermedades y en perfecto estado de forma.<br />—Las canas vuelven, sí, y con ellas mis deseos de llegar de una condenada vez a nuestro destino —respondió apretando el paso.<br />Caminaban por las faldas de las agrestes montañas ilicianas en dirección a Roca Veteada, el objetivo de su misión. Llegarían al maldito lugar, Zando cobraría los impuestos y volvería a Ciudad Eje. Después dejaría el ejército si aún seguía con vida.<br />Estaba enfadado consigo mismo. Decepcionado ante la futilidad de toda una vida de esfuerzos tratando de hacer lo correcto. Se retiraría con lo que conservase de sus ahorros. Aún debía una suma importante a Dolmur. Acabaría sus días como granjero en algún perdido rincón del Imperio. Sólo una tarea se interponía en su camino: cobrar la deuda a los habitantes de Roca Veteada.<br />Los últimos días, se había aferrado a una idea: pese a los intentos del emperador, había sobrevivido. Su voluntad de redimirse había sido más fuerte que los esfuerzos de un grupo de asesinos pagados para acabar con él. Había vencido a la criatura de pesadilla creada por las vainas con su lado más oscuro.<br />Eso, y su batalla personal contra el sueño y las pesadillas. Éstas habían vuelto desde que abandonase Shazalar con más fuerza que nunca.<br />Sí, Zando tenía sobrados motivos para terminar con todo aquello. Por primera vez en años, la impaciencia lo carcomía. Deseaba terminar la misión de una vez por todas.<br /><br />Las sombras de los árboles se tornaban alargadas cuando divisaron una estrecha columna de humo a la vuelta de una colina. El paisaje se había ido abriendo poco a poco conforme transcurría la tarde. Animados, Zando y Dolmur aligeraron el paso. El humo sólo podía significar una cosa: habían llegado a su destino. Torcieron, siguiendo el sinuoso trazado del camino y al fin se encontraron con Roca Veteada.<br />Zando se detuvo en seco ante la visión que se presentaba ante sus ojos. Dolmur silbó sorprendido, agitando la mano.<br />—No es lo que esperábamos, eso seguro —dijo deteniéndose junto a Zando—. ¿Y decís que venís a cobrarles impuestos?<br />Zando no contestó. De repente, no estaba seguro de poder llevar a cabo su misión. Toda su determinación, su entereza, sus firmes propósitos, acababan de esfumarse.<br /><br /></span></div>Fernando G. Cabahttp://www.blogger.com/profile/06683310491190369651noreply@blogger.com0